Los sacrificios que impone la apariencia
A mitad de camino entre la frustración creativa y la desesperación por escapar del tedio, el protagonista de la interesante Un hombre perfecto (Un Homme Idéal, 2015) cae en una usurpación de identidad en sintonía con el ideario de las novelas negras clásicas…
A diferencia de la Nouvelle Vague y su pretensión titubeante en pos de reflotar el cine tradicional norteamericano mediante films que actualizasen aquellos engranajes narrativos, temáticos y formales, una promesa que -por cierto- quedó en la nada debido a que el grueso de las obras de los directores principales del movimiento apuntó más a la contemplación y la autoindulgencia que a la supuesta “esencia” del séptimo arte; los autores que sí llevaron a cabo una reinterpretación localista fueron señores de mayor edad, como por ejemplo Jean Pierre Melville y Henri-Georges Clouzot, quienes pusieron en el tapete la multiplicidad engañosa de la vida burguesa y cierta fascinación por el suspenso perspicaz a la Alfred Hitchcock. Desde ya que las excepciones nunca faltan y se puede decir que Claude Chabrol fue prácticamente el único realizador de la vanguardia sesentosa que alcanzó su cometido.
La película que nos ocupa, Un hombre perfecto, se enmarca dentro de ese mismo linaje de un cine de género que gira en torno a los comentarios sociales más ácidos y una vehemencia vinculada a los secretitos de las clases acomodadas. En este caso, asimismo, el director y guionista Yann Gozlan toma prestados -para el protagonista de turno- muchos elementos de Tom Ripley, aquel mítico personaje creado por Patricia Highsmith en esa gran novela de 1955 intitulada The Talented Mr. Ripley, punto de partida de una pentalogía literaria y de varias adaptaciones cinematográficas. Hoy el robo de identidad viene por el lado del plagio artístico, “disciplina” en la que Mathieu Vasseur (interpretado por Pierre Niney) es todo un experto: el joven es un escritor mediocre que un buen día decide hacer pasar como relato de ficción las memorias de un veterano de la Guerra por la Independencia de Argelia.
Por supuesto que la jugada en un primer momento le sale perfecta y puede abandonar en el olvido un trabajo fastidioso, escalar dentro del establishment cultural francés y hasta conseguir una bella señorita como pareja, Alice Fursac (Ana Girardot), pero eventualmente el castillo de naipes de las apariencias se vendrá abajo. Como en tantas obras similares, la propuesta nos obliga a calzarnos los zapatos del fabulador para hacernos cómplices de sus ardides y recorrer -desde un placer morboso y voyeurista- esa línea divisoria entre el conservar la posición privilegiada y el ser descubierto, poniendo en evidencia la estafa. Gozlan se mueve como un Chabrol más volcado al mainstream y aprovecha bastante bien la serie de “sacrificios” que debe encarar Vasseur para sobrellevar el peso que le implantan el ahijado curioso de los progenitores de Alice y un chantajista que amenaza con revelar todo.
Indudablemente el realizador se muestra ducho en lo que respecta al manejo de la tensión no obstante falla en el viejo arte de brindar alguna sorpresa adicional, en especial a los que ya conocemos de sobra las vueltas y “callejones sin salida” que suelen ofrecer las novelas negras. Un rasgo interesante de Un hombre perfecto es que centra la historia en la mansión de los Fursac, divirtiéndose a puro sadismo con la posibilidad de la ruptura de la pareja y una mega humillación frente a los suegros, unos burgueses consagrados al lujo en su paraíso terrenal. Si bien la película no será recordada como un trabajo renovador dentro del neo-noir de las últimas décadas, por lo menos cumple con su objetivo -el poner el dedo en la llaga del ascenso social a cualquier precio- y ratifica que Gozlan es un artesano eficaz aunque poco inspirado, algo que ya podía percibirse en su anterior opus, Captifs (2010)…