Una vida soñada es aquella que se relata en un cuento o en una novela. Y en una familia de escritores todas las historias deberían cerrar más o menos bien, simplemente porque en sus libros son los autores ideológicos de cada destino. Pero en “Un lugar para el amor”, el director y guionista Josh Boone se encargó de poner en escena las complicaciones de una familia disfuncional, en la que la insatisfacción y la soledad juegan un papel decisivo. William Borgens (Greg Kinnear) es un escritor reconocido, cuyos hijos Samantha (Lily Collins) y Rusty (Nat Wolff) también despuntan el vicio de escribir. William está separado de Erica (la siempre bella Jennifer Connelly) y no puede superar esa angustia. Esa separación también repercute en sus hijos, quienes se replantean hasta qué punto el amor eterno es poco más que un cuento de hadas. Samantha elige relaciones pasajeras y sexo rápido para evitar enamorarse, mientras Rusty fuma opio para reparar el dolor ante un amor casi imposible, que además carga con una adicción. La película se hace llevadera, aunque por momentos peca de previsible, pero acierta en el registro afectivo de los personajes. La pintura de la desolación y las inseguridades en el amor está bien planteada, tanto para la generación de los que superan los 40 años como para los veinteañeros. Los vaivenes creativos de los escritores y la competencia típica de padres e hijos también atraviesan esta historia. Las actuaciones, sin ser descollantes, son convincentes para que la trama sea lo suficiente creíble. Lily, la hija de Phil Collins, se desenvuelve correcta en su rol, mientras que Patrick Swarzenegger, hijo de Arnold, apenas cumple un papel secundario. El amor por la literatura también aflora en el filme, y como dato de color sobresale la voz del mismísimo Stephen King haciendo de sí mismo. El mensaje, con un toque poético sobre el cierre, es que los lazos sanguíneos no se cortan nunca y que siempre hay una segunda oportunidad cuando el amor es verdadero.