Es el barrio que me hizo así
Los reptiles se arrastran por doquier, moribundos. Un lagarto en la carretera causa un gran accidente de tránsito. Una serpiente se desliza sobre el agua marrón y nauseabunda que dejó Katrina. El desborde climático, el caos y la putrefacción se imponen para sintonizar perfectamente con un departamento de policía corrupto hasta la médula, con personajes descarriados y un protagonista infecto.
Esta película tiene el curioso mérito de presentar un antihéroe aun más hijo de puta que el precedente encarnado por Harvey Keitel en Un maldito policía, de Abel Ferrara. Herzog dijo, quizá para acabar con una fastidiosa avalancha de preguntas, que nunca vio la película de Ferrara –algo altamente improbable– y que este filme no debería compararse con el anterior. El título fue resultado de la presión de los productores, que quisieron darle un aire de remake, pero Herzog insistió en agregarle las palabras Port of Call New Orleans para diferenciarlo del precedente.
Nicholas Cage es un teniente de policía que, por haber hecho un acto heroico y loable –quizá el único de su vida–, sufre continuos dolores en su columna. Es inevitable comparar esta película con la otra, ya que el concepto general es similar: el detective trastornado del título entra en una vorágine autodestructiva de consumo de drogas y abusos de poder. Aquí hay, sin embargo, una celebración soterrada por tanto desmadre, y una clara simpatía por este descarriado que se salta todos los procedimientos y transgrede todas las reglas de buena conducta imaginables. Un hombre que quizá alguna vez fue una buena persona, pero que ahora es malo a rabiar, y que deambula, entre alucinaciones, improvisando atropellos con alarmante impunidad.
Cage no para de sobreactuar en ningún momento, pero de todos modos es la película en sí misma la que está desencajada, pasada de rosca. Quizá no trascienda demasiado ni mucha gente se la vaya a tomar muy en serio, pero Un maldito policía en Nueva Orleans es una bizarrada sumamente disfrutable.