El caos encapsulado.
Definitivamente las películas de Terry Gilliam no existirían sin esa ansiedad que podríamos catalogar como “vorágine utópica”, la que a su vez está conectada con un sarcasmo pomposo, el humanismo más intransigente y una euforia ludista que se rebela contra todo indicio de una organización tecnocrática de la sociedad. Más allá de sus consabidos problemas de producción, para los que el señor parece tener un imán, el norteamericano es uno de los últimos grandes autores cuya coherencia ideológica le impide caer en las trampas y/ o desatinos del mainstream hollywoodense, escapándole a la infantilización y a ese conservadurismo insoportable, “preceptos” que muchos de sus colegas suelen aceptar de inmediato porque sólo tienen en cuenta el número total de ceros del cheque en cuestión.
Hoy el director nos presenta el eslabón final de la “trilogía orwelliana” comenzada con Brazil (1985) y continuada con Doce Monos (Twelve Monkeys, 1995): en buena medida, Un Mundo Conectado (The Zero Theorem, 2013) funciona como una suerte de “nota al pie” de aquellas, un apéndice profundamente existencialista y con un carácter un poco más introvertido. La falta de una actitud crítica para con la supremacía estupidizante del mercado y la cosificación de los individuos en esta fase oligopólica del capitalismo constituye el eje principal del convite, el que por cierto emparda a las comunidades virtuales contemporáneas con una estafa similar a la que anidaba en el seno de las religiones mitómanas de antaño, así el egoísmo va de la mano de un positivismo rancio que se autodefine como “omnipresente”.
Aquella pesquisa en pos del “sentido de la vida” de la realización homónima de los Monty Python regresa para ocupar el núcleo de una tragedia de ciencia ficción narrada a través de los resortes de la farsa y el inigualable arsenal de Gilliam (destreza oblicua, contrapicados muy imaginativos, travellings varios, una fotografía basada en tonalidades furiosas, etc.). En un futuro indeterminado, Qohen Leth, interpretado maravillosamente por Christoph Waltz, se refiere a sí mismo como “nosotros”, habita una capilla que perteneció a una orden de monjes y está obsesionado con una llamada telefónica que le esclarecerá la razón del ser. El bizarro protagonista trabaja para una compañía que le exige la resolución del teorema del título original, una fórmula matemática vinculada también al “imperativo absoluto” de la existencia.
Cuando finalmente logra convencer a las autoridades de la megacorporación, su supervisor Joby (David Thewlis) y el misterioso “Management” (Matt Damon), para que le permitan trabajar desde su hogar, la anhelada quietud se revela bastante escurridiza: así las cosas, no sólo descubrirá las dificultades de su tarea sino que además será interrumpido por Bainsley (Mélanie Thierry), una “distracción” erótica, y Bob (Lucas Hedges), una especie de “asistente”. Un Mundo Conectado combina el minimalismo poético de Tideland (2005) y la angustia sutil de Pescador de Ilusiones (The Fisher King, 1991), mixtura que deriva en un andamiaje formal luminoso y preciosista que se contrapone a un sustrato temático de una densidad casi esquizoide, siempre en diálogo abierto con la anarquía y el “fluir” metafísico.
El opus juega con la posibilidad de un “big crunch” íntimo, esa destrucción que se opone al “big bang” ontológico, y analiza la futilidad laboral, la mecanización de las relaciones afectivas, la permeabilidad de los pueblos al discurso publicitario, las falsas promesas detrás de la virtualidad, la miniaturización de las tecnologías de control, la previsibilidad actual de los “anaqueles” estancos simbólicos, la alienación generalizada y el intento por reducir el azar a un esquema patético destinado al lucro. Las referencias a ese “caos encapsulado”, el vórtice del desconocimiento que toma la apariencia de un agujero negro, apuntan tanto al personaje central como al propio Gilliam, quien propone una serie de alternativas a la oquedad: el amor, la amistad y una retirada psíquica hacia el solipsismo…