Las máscaras de los tres protagonistas de “Un paraíso para los malditos” es lo que saca a flote la película de Alejandro Montiel. El director, que venía de un paso de comedia un tanto flojo con “Extraños en la noche”, aquí apostó a otro registro, más crudo, más hermético, en un mix entre suspenso y policial. Y logró un resultado aceptable. Esta es la historia de un sereno de un galpón, Marcial (Joaquín Furriel), quien llega a trabajar a un barrio complicado y en un empleo aburrido. Y aquí se abre la primera incógnita. ¿Qué hace este joven, a quien le cuesta emitir una palabra, en un empleo de mala muerte? De a poco aparecerán las otras dos figuras clave: una compañera de trabajo (Maricel Alvarez), cálida y buena onda, todo lo contrario a él; y un anciano enfermo en franco deterioro (Alejandro Urdapilleta). Un asesinato comenzará a cambiar el curso del relato y algunas de las preguntas que se hace el espectador van encontrando respuestas, aunque no todas. Quizá Montiel se aferró mucho a esta recurrente idea de la crítica hacia el cine argentino que todo lo explica con pelos y señales. Y apostó a brindar información básica, casi al límite de lo necesario, tanto es así que muchos sentirán que, incluso al final de la película, hay temas que no terminan de cerrar. Lo jugoso es que esta propuesta de Montiel lleva de las narices al espectador de la mano de las sólidas actuaciones de Furriel, Alvarez y Urdapilleta. Ellos se cargan la película al hombro y sostienen una trama dura, que refleja cierto submundo marginal de las zonas urbanas de Buenos Aires, que bien podría adaptarse a Rosario o cualquier ciudad argentina con esas características. Quizá el guión no tiene demasiado vuelo, pero vale hacer foco en este universo de carencias y soledad.