Una historia de obsesión y fracaso
Con un juego permanente entre realidad y ficción, la ópera prima de Turturro va y viene en el tiempo, cruzando la vida del artista Juan Fresán con la de Orélie Antoine de Tounens, el francés que en el siglo XIX se autoproclamó “rey de la Patagonia”.
El asunto es fascinante, no sólo por los personajes involucrados, sino por la red de relaciones que el tiempo teje entre ellos. El realizador –el debutante Lucas Turturro– la lanza y recoge imágenes, fragmentos, cabos sueltos, intentando armar un rompecabezas al que, sabemos, deberán faltarle piezas: el quid del asunto es la inconclusión. ¿Por qué, entonces, este ensayo sobre cierto Quijote del siglo XIX (y sobre otro Quijote que un siglo más tarde le siguió los pasos) es entonces un film interesante, incluso de a ratos fascinante, pero no la gran película que pudo haber sido? Porque la red está bien armada, pero no todos los nudos bien atados.
El espectador contemporáneo conocerá seguramente a Orélie Antoine de Tounens por La película del rey, ignorando tal vez que la ópera prima de Carlos Sorín le permitió conocer también a un segundo personaje, llamado Juan Fresán, que a comienzos de los años ’70 del siglo XX se obsesionó con él. Como un tal Alonso Quijano, a mediados del siglo XIX el francés Orélie se propuso encarnar sus fantasías librescas. Fantasías generadas no por los relatos de caballería, en su caso, sino por los de viajes alrededor del globo, por aquel entonces todo un hit. Tounens hizo las valijas y se vino hasta un rincón inexplorado del globo, llamado Patagonia. Si Quijano soñó con ser caballero, el sueño de Orélie fue ser rey. Herzogiano, el 17 de noviembre de 1860 fundó, con anuencia de la población mapuche, el Reino de la Araucanía y la Patagonia, nombrándose monarca. Al enterarse de que el hombre se proponía declarar la independencia de la población indígena, poco más de un año más tarde el gobierno chileno dictó la orden de arresto. Un par de días más tarde una simple partida policial lo detuvo y destronó. Liberado por insania, Tounens fue devuelto a Francia. El hombre era tozudo: ahora como Colón, volvió tres veces a la Patagonia, con intención de refundar el reino. Murió sin corona, en septiembre de 1878.
La idea de filmar Un rey para la Patagonia no fue producto de Orélie, sino de Juan Fresán. Diseñador gráfico y creativo, de los que en los ’60 hicieron de la publicidad local una de las mejores del mundo, en 1972 el padre de Rodrigo Fresán partió hacia Viedma. El objetivo: filmar una “superproducción subdesarrollada” sobre el francés loco, a la manera del propio Orélie: con una mano atrás y otra adelante, con más fe que fieles. Como La Nueva Francia de Orélie, La Nueva Francia de Fresán terminó disolviéndose entre el polvo y el viento. Unos años más tarde, Carlos Sorín, participante de aquel rodaje a medias, se inspiró en él para su debut como realizador, cambiando un par de nombres y poniendo a Julio Chávez a hacer de Fresán. Hasta tal punto se parecían el francés y el porteño, que poco antes de su muerte Fresán también intentó recuperar el reino perdido, rescatando de un armario los viejos rollos arrumbados.
Trabajando sobre un guión del sociólogo Christian Ferrer, que también aparece como entrevistado, Turturro cuenta las tres historias en una. Lo cual es un acierto: todas son una sola historia de obsesión y fracaso. El realizador recurre a grabados y fotos de época, a una vieja entrevista que Tomás Eloy Martínez le hizo a un sucesor de Orélie (que conserva su título de nobleza y sus aspiraciones de reinar en la Araucanía), videos de Fresán en los últimos años, testimonios a cámara de quienes viajaron con él a Viedma (la diseñadora de modas Mary Tapia, entre ellos), usando además dos o tres actores que hacen de Orélie y sus lugartenientes y, a la vez, de quienes los encarnaron en la película de Fresán. Todo bien: las tres historias que son una, los quijotes que las protagonizan, el continuo realidad-ficción... Salvo que lo que funciona en este documental que recibió una mención especial en la última edición del Festival de Mar del Plata, aquello que verdaderamente “habla” en él, es, si se quiere, lo más tradicional: el material de archivo, las entrevistas a cámara, el off, cuando no se pone demasiado explícito o grandilocuente. Aquello que se pretende “moderno” –los fragmentos de reconstrucción ficcional, sobre todo– parecería no tener nada para decir, cumple la mera función de ilustrar lo que dice el off. Pocos vicios más tradicionales que ése, en un documental.