Siempre hay dos maneras de contar una misma anécdota: la real y la decorada. Decidirnos por la versión simple de algo que nos ha ocurrido no siempre transmite los sentimientos, la desesperación, la tristeza o la alegría que experimentamos con esos sucesos. Por el contrario, agregarle detalles, hacerla más colorida, menos convencional, logra captar la intención de nuestro interlocutor y mantener la tensión hasta el final del relato. Algo similar es lo que sucede con Pi, un hombre de origen indio residente en Canadá que se propone inspirar con sus propios recuerdos a un bloqueado escritor de novelas.
Hijo de propietarios de un zoológico y naufragio mediante, Pi queda aislado del mundo en medio del océano con la única compañía de una cebra, una hiena, un orangután y un tigre de bengala. Dueño de una perseverancia y un coraje que se potenciaron frente a la trágica realidad que el tocó en suerte, Pi es testigo de la fuerza de la naturaleza, del ciclo de la vida, de la supervivencia del más fuerte y de cómo dos especies que no están destinadas a convivir (un hombre y un tigre) deberán hacerlo durante siete meses a bordo de un bote salvavidas. Cuánto de este relato es real y cuánto adorno narrativo dependerá de lo que el espectador decida creer.
El maestro Ang Lee regresa al cine con esta historia repleta de fantasía y secuencias idílicas que recuerda en algunos momentos la realidad sobredimensionada de la que Tim Burton tan buen provecho sacó en “El gran pez”. Esta coproducción entre China, Taiwan y Estados Unidos encuentra sus mejores momentos en las cuidadas secuencias retratadas por el ojo preciso del realizador (la “lluvia” de peces es impagable) y en la bellísima fotografía de Claudio Miranda.