En 2013, Marilina Giménez integrante del trío de electro-pop Yilet, cambia de manera definitiva el bajo por la cámara y sin querer queriendo comienza a realizar un registro valiosísimo del lugar ocupado por las mujeres en la escena musical porteña durante los últimos años que en vez de quedarse en el catálogo y el simple relevamiento se convierte en un disparador de preguntas al cuestionar costumbres y reflexionar sobre los modos de una industria que históricamente las ha discriminado, más aún cuando la palabra “rock” ha aparecido entremedio. ¿Hay géneros aparentemente prohibidos para las mujeres? ¿Por qué un festival de mujeres incluye bandas con hombres como integrantes? ¿Por qué enriquece la escena que una artiste trans, no binario, de género fluído se exprese musicalmente? ¿Cómo es transitar la noche de la Ciudad de Buenos Aires y salir ilesa? El documental entrega un diagnóstico puntilloso de una ciudad específica, en un tiempo determinado, sobre personas puntuales, pero que en su reverso no es más que el pequeño espejo de situaciones y sinsabores que exceden lo musical y alcanzan todo ámbito.
El recorte seleccionado no se centra solo en lo que se ve bajo la lupa del rock sino que se hace extensivo a todas aquellas bandas que en uno u otro sentido quiebran, improvisan, expanden como un chicle los límites impuestos por los estereotipos a su medida y sabor preferido. De esta manera, aparecen testimonios de un amplio abanico de artistas que van desde faros de la música actual como Miss Bolivia, quien supo apropiarse del rap y la música tropical para masificarla desde su lugar de mujer, hasta proyectos más arriesgados como son Chocolate Remix, que toma el reggaetón y lo esteriliza del machismo de sus letras para usarlo como arma de ataque lesbofeminista, o la trapera trans Sasha Sathya, uno de los hallazgos más rupturistas e interesantes con los que cuenta el documental, y que más que ningunx otrx, supo hacerse un lugar a los empujones y “a los cabezazos”. El documental lo completan Las Taradas, Ibiza Pareo, Las Kellies, Cobra Kei, Kumbia Queers, Liers, entre otras, todas bandas que saben bien que contestar cuando se habla del circuito under.
Es acá donde no solo el correr la mira de lo musical y apuntar a lo político hace de Una banda de chicas una película necesaria. Lo coyuntural y esa sensación de que lo que estamos viendo está ocurriendo en este preciso momento le otorgan un valor agregado. La cámara de Giménez está donde tiene que estar. En Plaza Congreso durante la marcha por el aborto legal, seguro y gratuito, en la firma de la carta abierta de las artistas de la música por la adhesión a la ley, en los recitales, en los camarines y a la salida de los shows. Se podría decir que el documental se mueve con aire inquieto, le sobrevuela lo punk, salvo por la forma en que se estructura. El paso de artista a artista tal vez sucede de un modo bastante esquemático y rígido pero cada uno trae consigo nuevas problemáticas que van desde las experiencias de misoginia padecidas por las propias protagonistas hasta lo que significa transitar la maternidad estando en plena gira. Sin embargo, pareciera que la dificultad para destapar la olla de la escena local y subir un escalón más arriba es el denominador común en todas aquellas que aspiran a hacer la música que ellas quieren y no el género, la estética, el estilo que por ser mujer deberían tocar para poder vivir de lo que les gusta. Una banda de chicas tira la red al fondo del océano y a través de un puñado de ejemplos, le hace justicia a todas las que siguen en la oscuridad, alumbrándose las unas a las otras como peces con luz propia.
Por Felix De Cunto
@felix_decunto