El placebo liberador
No hace falta dar demasiadas vueltas para descubrir que películas de cinematografías alternativas como Una Semana y un Día (Shavua ve Yom, 2016) funcionan como el ideal estándar que pretende alcanzar Hollywood desde la década del 80 en adelante -fallando miserablemente una y otra vez, por cierto- en el terreno de las comedias de “pareja despareja”. Esta propuesta israelí es el ejemplo perfecto de todo lo que se debe hacer para que el tren cómico no descarrile y llegue a destino con dignidad y convicción: utilizando la fórmula de un hombre maduro y severo que termina compartiendo momentos algo bizarros con un personaje de menos años y rasgos vinculados a los bufones más naturales que autoconscientes, el film ofrece un retrato de transformación/ apertura espiritual que le escapa a los facilismos de los relatos mainstream dignos de los manuales de autoayuda.
La trama gira en torno a Eyal Spivak (Shai Avivi), un cincuentón que está lidiando con el dolor causado por la muerte de su único hijo, y se centra en el último día de la shiva, léase el duelo del judaísmo, y la jornada posterior a esa semana de luto. A diferencia de su esposa Vicky (Evgenia Dodina), quien se la pasa deambulando en una especie de estado de shock a la defensiva, el protagonista se entrega a algunos comportamientos erráticos: primero va al hospicio donde estuvo internado su hijo para recuperar una manta, como no la encuentra se lleva consigo un paquete de marihuana medicinal que le habían recetado al muchacho y finalmente, al no poder armar los cigarrillos, llama al vástago de un matrimonio vecino, Zooler (Tomer Kapon), a su vez un joven descontracturado que para fumarse unos porros con Eyal simula/ finge un accidente de moto ante su patrón del local de sushi donde trabaja.
Por la maestría que demuestra el director y guionista Asaph Polonsky cuesta creer que esta sea su ópera prima en el campo de los largometrajes, ya que en esencia hablamos de un trabajo muy interesante y ameno que jamás cae en el típico atajo narrativo norteamericano relacionado con el hecho de que Zooler cumpla la función de “reemplazo” del hijo fallecido, volcándose en cambio hacia una amistad -en sus primeros pasos- entre Eyal y un chico cuyas únicas preocupaciones son escuchar música, competir en un campeonato de air guitar, pretender jugar con la mesa de ping pong que posee el protagonista y divertirse en general con lo que tenga a mano, a pura espontaneidad y alegre estupidez. El realizador apuesta a la dialéctica del placebo liberador, evitando al mismo tiempo la seriedad de tono fúnebre y la parodia y siempre administrando con perspicacia un sustrato de comedia negra.
Como si se tratase de un opus de los hermanos Joel y Ethan Coen, aunque más minimalista y con una dosis mucho menor de sadismo hacia los personajes, Una Semana y un Día incluye escenas francamente muy logradas como la de la cachetada a la madre de Zooler, la de la pelea con el vecino, todo el segmento de la air guitar, la de la “cirugía” en el hospicio encabezada por el dúo y una nena que merodea el lugar, la de Vicky en el odontólogo y el desenlace propiamente dicho. Otro punto a favor del film es la banda sonora, llena de canciones extraordinarias de rock indie sensible y/ o bien poderoso que apuntalan con eficacia determinados estados de ánimo y actitudes para con la vida. A pesar de su simpleza y que responde a un engranaje narrativo tan antiguo como el cine mismo, la obra de Polonsky es una epopeya disfrutable con un corazón enorme que no ofrece respuestas claras para la catarsis pero deja entrever que la imaginación y el despliegue creativo colaboran mucho en un período extremadamente difícil en el que, en vez de permanecer todo el tiempo en “modalidad miserable”, se puede luchar con la angustia desde el caos…