En una de las tantas discusiones entre Emily Dickinson y su padre, la poetisa defiende el derecho de poseer su alma frente al clamor del padre, que entiende, más allá de su moderado estilo de librepensador, que el alma pertenece a Dios. Dickinson da sus razones con la vehemencia habitual y con el inconfundible modo de argumentación característico de los anglosajones (quizás más inglés que estadounidense; Davies también escribió el guión).