Miserias de la aristocracia
Si bien para el grueso de los lectores la figura de Guy de Maupassant está relacionada con la ironía social de Bola de Sebo (1880) y el terror psicológico de El Horla (1886), sus dos cuentos más famosos, o con la descripción de la degradación del gigoló protagonista de Bel Ami (1885), su novela más adaptada a la pantalla grande, lo cierto es que el francés fue uno de los adalides del naturalismo y la prosa sutil y sencilla aunque poseedora de la potencia suficiente para delinear los rasgos principales -y sobre todo, la hipocresía- de la sociedad de su tiempo. De hecho, su primera novela, Una Vida (1883), es una de sus obras capitales porque adquiere la forma de un eco de Madame Bovary (1856), de Gustave Flaubert, en el campo del retrato de las condiciones de opresión que sufrían las mujeres de buen pasar en la Francia del siglo XIX, lo que nos lleva a imaginar las penurias del resto de las féminas.
La película que nos ocupa, Una Vida, una Mujer (Une Vie, 2016), es precisamente una traslación de ese trabajo literario de Maupassant: si pensamos al opus sólo en términos cinematográficos, podemos afirmar que unifica tres características clásicas de los dramas franceses, léase los relatos ambientados en contextos campestres, las historias de amor autodestructivo y el análisis del costado menos luminoso de las clases acomodadas, estén estas condensadas en los sectores burgueses o en la aristocracia bucólica, como en este caso. Para aquellos que no lo sepan, vale aclarar que hablamos del periplo de Jeanne (Judith Chemla), una joven llena de ilusiones que se casa con Julien (Swann Arlaud), un hombre miserable y abyecto que será el primer mojón en una serie de catástrofes personales para la mujer que involucran a las leyes sociales en torno a la familia, la religión y el matrimonio.
El director y guionista encargado de la adaptación, Stéphane Brizé, conocido en especial por las relativamente interesantes Une Affaire d'Amour (Mademoiselle Chambon, 2009) y El Precio de un Hombre (La Loi du Marché, 2015), redondea un film digno que sin embargo no llega al majestuoso nivel de la novela, quedándose en una versión un tanto esquemática de lo que podría haber sido una obra más aguerrida sobre los atropellos sistemáticos que el género femenino debía soportar en aquella época. Aun así, el cineasta enfatiza la entereza de Jeanne frente a este mundo controlado por los títulos nobiliarios y la fauna masculina mediante diversos contrapuntos entre los pasajes de felicidad de la vida de la protagonista, previos a los conflictos que genera la convivencia y las infidelidades de su esposo, y la angustia de Jeanne ante el rumbo que va tomando su atormentada existencia.
Definitivamente la responsable excluyente del éxito de la propuesta es Chemla, una actriz excelente capaz de transmitir todo el desencanto, las frustraciones y los pesares de Jeanne a través de su rostro, columna vertebral de la arquitectura dramática de Brizé y su obsesión con los primeros planos de cada uno de los personajes (casi se podría decir que esta decisión formal, volcada mayormente al lirismo, viene a reemplazar/ tratar de equiparar los párrafos ensoñados del libro de Maupassant, por cierto lográndolo sólo de a ratos). La caída en desgracia de la protagonista, en esencia por la acción de terceros, los problemas amorosos y la desaparición de la fortuna, constituye el pivote de un relato -por momentos etéreo, por momentos descarnado- que en su conjunto funciona como un pantallazo certero por las miserias e injusticias de la aristocracia, muchas de las cuales pueden extrapolarse a nuestros días vía la eterna presencia de rasgos como la hipocresía, la abulia y esos tristes facilismos acríticos que tantos individuos tienen incorporados en su ADN social/ familiar…