Cuando la sangre no llega al río...
Daybreakers, vampiros del día (Daybreakers, 2009) es uno de esos típicos films que los fanáticos del cine de género agradecen a más no poder porque ofrece una historia bien llevada, aprovecha al máximo cada uno de sus componentes y además va directo al grano sin utilizar artilugios bobos en busca de satisfacer a sectores del público ajenos a la propuesta. En el marco de un futuro controlado por un estado vampiro que “cultiva” a los suculentos seres humanos, la película combina un interesante concepto extraído de la recordada Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, 1973) con un esquema narrativo cercano a 1984 (Nineteen Eighty-Four, 1984), vertiente orwelliana modelo Gattaca (1997).
Cuando una plaga transformó a casi todos los hombres en moradores nocturnos quedó pendiente el tema del alimento. Mientras que el principal proveedor de sangre, una multinacional encabezada por el implacable Charles Bromley (Sam Neill), se enfrenta a la escasez del ”producto”, los investigadores descubren que las consecuencias de la inanición incluyen locura, violencia escalonada y horribles mutaciones. De hecho, el más importante de ellos es el hematólogo Edward Dalton (Ethan Hawke), encargado de hallar un sustituto para la sangre. Fruto de la casualidad, entabla relación con un grupo de sobrevivientes humanos al mando de Audrey Bennett (Claudia Karvan) y Lionel Cormac (Willem Dafoe).
Los hermanos Michael y Peter Spierig comenzaron su carrera en Australia y ahora desembarcan a pura pirotecnia en los Estados Unidos: su opus trabaja con distintos registros, los unifica en forma coherente y el resultado curiosamente está muy por encima del promedio contemporáneo del horror mainstream. Daybreakers, vampiros del día suministra -sin ningún tipo de culpa- ambiciosas secuencias de acción, una trama súper entretenida, algunos apuntes cómicos, detalles varios “clase B” y una enorme cantidad de vísceras. La parafernalia gore, el tono oscuro y el ritmo pausado funcionan de maravillas en este eficaz combo de bajo presupuesto, con un diseño de producción en verdad ingenioso.
Otro elemento a destacar es el subtexto social a la Metrópolis (1927), esa metáfora inmemorial que involucra a ricos viviendo en la superficie y pobres famélicos arrastrándose por las cloacas. Quizás el relato a rasgos generales parezca un tanto desprolijo y llegando el final quede la sensación de que se podría haber exprimido aún más el núcleo temático, pero lo cierto es que la obra se sostiene por sus propios méritos. El elenco en conjunto aporta la seriedad necesaria y evita caer en infantilismos estúpidos. Tan simple como dinámico, el guión de los realizadores nos regala un prólogo magnífico y unos primeros minutos de hermosas tomas descriptivas. Ya sabíamos que el capital depende del eterno parasitismo...