Escrita y dirigida por Celia Rico Clavellino, Viaje al cuarto de una madre es un drama intimista protagonizado por Lola Dueñas y Anna Castillo como madre e hija.
La ópera prima de Celia Rico Clavellino se sucede, casi en su totalidad, dentro de la casa donde viven madre e hija. Aunque hay un tercer huésped que es el padre ausente, fallecido no sabemos hace cuánto, no sabemos cómo, pero cuya presencia se intensifica cada vez que suena su celular y piden hablar con el titular que ya no va a estar disponible.
Leonor es una muchacha joven que espera más de la vida que lo que ese lugar tiene para ofrecerle. Su madre, Estrella, es más conformista, se siente cómoda con sus rutinas y no entiende esa necesidad de salirse de un camino ya vislumbrado.
La primera parte de la película sigue más que nada a esa joven, en un trabajo que supo hacer su madre y a ella no le sale bien porque ni siquiera le interesa. En su necesidad de salir del cascarón, busca y encuentra una oportunidad para irse a Londres a cuidar unos niños y vivir en ese hogar familiar y así aprender a hablar inglés. Cuando vuela, nosotros nos quedamos con Estrella, con esa madre que se queda sola e intenta seguir la rutina, entre comidas y series. En esos momentos, Leonor aparecerá sólo a través de un mensaje por whatsapp o de una llamada telefónica.
Clavellino apuesta a un registro intimista y su relato en un principio se percibe un poco frío. Pero cuando Estrella (una enorme Lola Dueñas) se queda sola, permite que el humor surja en momentos inesperados, siempre de una manera sutil y sin que éste se coma la película. Como aquella escena en que se las arregla para renovar la línea celular de su marido fallecido, incapaz de darla de baja como si aquello fuese el entierro final. De ese tono agridulce, cálido y amargo al mismo tiempo, está impregnada esta película.
La trama se va construyendo a sus tiempos, a través de detalles: como el modo en que se sientan a ver la serie, o la mesa y el sillón viejos donde se sucede gran parte de la vida en la casa. Eso permite que vayamos conociendo a sus protagonistas a través de la relación entre ellas en medio de esas cuatro paredes. Y en especial a través de lo que no se dicen, de lo que no hablan. Esa ausencia que, en algún momento, tendrá que crecer y ellas asimilarla para poder continuar.
La fotografía es de Santiago Racaj, el mismo de Verano 1993, y más allá de que aquí casi toda la película sucede en interiores, logra plasmar esa misma sensación de naturalidad, aunque esté todo narrado a través de la rutina y la monotonía. Eso que se supone que no dice nada termina delineando a los personajes y la pequeña historia de superación, vivida desde dos generaciones distintas. Esto también es mérito del experimentado montajista Fernando Franco.
Viaje al cuarto de una madre es una película minimalista y honesta, que al mismo tiempo logra conmover sin artificios ni golpes bajos. Una buena ópera prima además, llevada adelante por dos grandes actuaciones femeninas que se entregan al naturalismo de la película.