Despliegue de opulencia.
Indudablemente Viajo Sola (Viaggio Sola, 2013) es una película bastante rara para lo que suele ser el común de las comedias dramáticas de nuestros días, en especial las que adoptan la premisa “burgués alienado en una espiral de riqueza y consumos suntuarios que entra en crisis existencial por tal motivo”: en una jugada interesante, el gran cambio que introduce la propuesta pasa precisamente por el “no cambio”. Estamos frente a un retrato amable y circunspecto de una mujer de mediana edad que a lo largo de la trama no experimenta ninguna transformación sustancial a nivel de su ideario o actitud ante la vida, ya que el film prefiere centrarse en una descripción minuciosa de su trabajo y entorno familiar (esa sería la primera desviación para con las reglas del subgénero, la segunda es la elección de una fémina para un personaje que suele estar reservado a la fauna masculina y su fanfarronería).
Irene Lorenzi (Margherita Buy) es una inspectora de incógnito que recorre todo el globo analizando el servicio ofrecido a los clientes por parte de los hoteles de cinco estrellas, lo que implica alojarse como huésped, controlar las prestaciones y redactar informes acerca de la apariencia general de las habitaciones. Lo curioso del opus de Maria Sole Tognazzi es que cuenta con la agilidad propia de los productos mainstream y al mismo tiempo evita la sobreexplotación de las fórmulas contemplativas y/ o de índole turística, un planteo que nos hace girar -junto a Lorenzi- en torno a dos ejes fundamentales, léase su hermana Silvia (Fabrizia Sacchi) y su mejor amigo/ ex pareja Andrea (Stefano Accorsi). Mientras que la primera es una mujer muy despistada que construyó la familia que ella nunca formó, el segundo pronto será padre, despertando en Irene un asomo de pánico a perder su amistad.
Hasta cierto punto se podría decir que Viajo Sola es una interpretación a la italiana de Amor sin Escalas (Up in the Air, 2009), lo que en términos prácticos significa que aquí predomina la ciclotimia de los vínculos cercanos por sobre la presencia de una contraparte romántica tradicional. De hecho, la película se toma su tiempo para desarrollar el dualismo -algo esquemático- de fondo, uno que sitúa la libertad/ independencia de la protagonista frente a su soledad/ aislamiento en materia afectiva, sin embargo el guión de Ivan Cotroneo, Francesca Marciano y la realizadora apenas si amaga con un par de esas típicas “salidas” de las historias de autodescubrimiento y dilemas identitarios (sin adelantar demasiado, sólo diremos que hay acercamientos varios con el sexo masculino y que llegando el desenlace aparece una figura de autoridad intelectual que impulsa a Irene a comprender su situación).
Quizás este es el elemento más atractivo del film, la estrategia de obviar los facilismos de la metamorfosis actitudinal de nuestra heroína para -en cambio- concentrar todas las armas del relato en la crónica de su cotidianeidad y una angustia solapada, en estrecha relación con la concepción aún hegemónica de feminidad. Como Irene no se define a sí misma dentro del enclave de la maternidad, la familia nuclear y la estabilidad hogareña, en ocasiones padece los dardos verbales de su hermana y a su vez no se siente a gusto con su vida privada, por ello se entrega al despliegue de opulencia de los complejos turísticos como vía de escape. Ahora bien, a pesar de que se agradece el poner de manifiesto el reduccionismo social que vincula el éxito femenino al poder de seducción, la obra se queda en terreno seguro y no va más allá de la aceptación personal en tanto remedio a una crisis en realidad más profunda…