Los límites de la indulgencia
El cine francés casi siempre contraataca y cuando uno como espectador considera que ya está ampliamente acostumbrado a su sustrato existencialista, su romanticismo y su propensión hacia las emociones fuertes aunque procesadas con lentitud, por lo general en algún momento termina apareciendo una película que mueve un poco la estantería ya sea para la comarca de la efervescencia narrativa símil Hollywood o para el ritmo cansino y apesadumbrado marca registrada de los galos desde hace mucho tiempo. De hecho, el mérito fundamental de Victoria y el Sexo (Victoria, 2016) pasa por incorporar todos los ingredientes nombrados sin decidirse por acentuar ninguna vertiente en particular, lo que por cierto -por lo menos en este caso- genera una propuesta bastante imprevisible a la que se puede criticar y/ o alabar por sus instantes de frialdad o por su sutil vehemencia irónica.
La protagonista es Victoria Spick (Virginie Efira), una abogada penalista treintañera que se la pasa sumergida en una indulgencia en la que está completamente alejada -tanto en términos afectivos como físicos- de todo y todos, a pesar de que viene de una espiral de promiscuidad y que tiene dos hijas pequeñas producto de una relación con David (Laurent Poitrenaux), de quien está divorciada. En una fiesta de casamiento se reencuentra con Vincent Kossarski (Melvil Poupaud), un viejo amigo al que pronto su pareja acusa de haberla herido en el vientre con un cuchillo de postre durante el evento, y con Samuel Mallet (Vincent Lacoste), un ex cliente y ex narcotraficante que se transforma en su asistente personal debido a la insistencia del muchacho y porque ella no tiene a nadie con quien dejar a las nenas cuando está trabajando o con alguno de sus amantes ocasionales.
A escala general la realización resulta disfrutable ya que el guión de la también directora Justine Triet sabe combinar los dos ejes principales del relato: por un lado tenemos el proceso judicial que Victoria le inicia a David en función de las revelaciones íntimas y los agravios que el hombre vierte hacia ella en su exitoso blog personal, y por el otro lado está el trabajo de Victoria como abogada defensora de Vincent frente a la acusación de tentativa de homicidio. La película adopta un tono agridulce a lo Woody Allen aunque mucho más freak y ambivalente a nivel dramático, unificando la angustia de la protagonista y el cariño que empieza a sentir por el bonachón de Samuel con los límites de su autocomplacencia e impasibilidad y las vicisitudes de su profesión, a la que a mitad del metraje debe renunciar por una suspensión temporal por haber hablado con una testigo de la causa del casamiento.
Tanto el trabajo de Efira como el de Lacoste son excelentes y ambos logran imponer a lo largo del desarrollo un aura de misterio sobre sus personajes que le hace muy bien al film en su conjunto. Lamentablemente la idiosincrasia episódica de la narración a veces le juega en contra porque va construyendo un retrato por demás fragmentado de los susodichos, provocando la paradójica reacción de la sorpresa casi constante pero también un cierto desapego ante los retazos de lo que se siente una historia más amplia y enriquecedora. De todos modos, se agradecen la catarata de secundarios bizarros que se suceden en el devenir diario de Victoria (la clarividente, el psicólogo, el acupuntor, el custodio, etc.) y el lugar central que adquiere un dálmata en el juicio como el único testigo de la supuesta agresión de Vincent (hasta testifica un veterinario con aires de psicólogo canino acerca del rechazo que le genera al perro la presencia del acusado). Sin ser una maravilla, Victoria y el Sexo se ríe con relativa eficacia de las miserias y ese típico egoísmo de la burguesía profesional de las grandes urbes, amén de la placentera ridiculización del oficio de esos chupasangres adeptos a desvalijar a cualquier infeliz que necesite asesoría legal lo más pronto posible…