Bienvenidos a la comedia policial, un género que entre nosotros no ha sido tan frecuentado como merecería y que el público suele recibir con satisfacción, sobre todo cuando entrega parejas dosis de humor, romance, aventuras y hasta algo de suspenso en proporciones bien administradas, como en este caso, y en especial cuando se libera de pretensiones y aspira, antes que nada, a entretener.
La circunstancia ayuda: Vino para robar resulta un pasatiempo gracioso y encantador y al mismo tiempo una alternativa válida y necesaria en medio de una cartelera dominada por muestras diversas del cine de animación y costosísimos tanques hollywoodenses. No es que sorprenda con demasiadas novedades. Las referencias cinematográficas que puede evocar son abundantes si se toma nota de los ingredientes: un ladrón muy profesional (Daniel Hendler) que ejecuta sus audaces golpes con el decisivo sostén de un hacker (Martín Piroyanski); una astuta, polifacética y atractiva estafadora a la que le sobran recursos para seducir a sus víctimas (Valeria Bertuccelli); la cambiante relación entre los dos simpáticos delincuentes, que alterna entre la atracción, la rivalidad y la desconfianza mutua; un botín al que los dos aspiran y por culpa del cual terminan convertidos en socios forzosos y puestos a trabajar para un tercero de verdad temible (Juan Leyrado), que pretende apoderarse de una botella de malbec tan valiosa (por lo añeja y por sus antecedentes históricos) como para estar protegida en el tesoro de un banco. Y -nunca falta- el sabueso uniformado (Pablo Rago) que le ha echado el ojo al delincuente y nunca cede en su voluntad de pescarlo con las manos en la masa.
Hay más, en este caso vinculado con el escenario elegido para la acción, Mendoza: un viejo viñatero (Mario Alarcón) que está de vuelta de todo y sabe ser discreto cuando conviene, y un paisaje que presta su geografía para contribuir a la belleza de las imágenes y ponerles un toque no regional, pero sí argentino a los diálogos, al ambiente y al dibujo de los personajes. Con eso -y claro, con el tono ligero que Ariel Winograd sabe imprimirle a la narración- es más que suficiente. Los cinéfilos podrán agregarle los sutiles guiños que traen ecos de Hitchcock, de Soderbergh y de cuanto film haya tenido como núcleo la concreción de un gran robo o una gran estafa, preferentemente a cargo de una pareja de ladrones que entre complicidades y sospechas mutuas empiezan peleando y fatalmente terminan enamorándose.
Lo demás está en manos de un elenco excelente y muy bien explotado (mención especial para Mario Alarcón y para los dos protagonistas, que hacen exitosos esfuerzos por alejarse del encasillamiento que venía amenazándolos), un inteligente marco musical puesto por Darío Eskenazi y una magnífica fotografía de Ricardo De Angelis, que no se deja tentar por la mera promoción turística.