UN ASUNTO DE HOMBRES
La última película de Ariel Winograd (Cara de queso; Mi primera boda) se mete de lleno en el cine de género, en particular uno: el de películas de ladrones de guante blanco y estafadores. Los referentes de Winograd pertenecen al cine clásico, algunos enunciados expresamente por la película (e.g. Rififí; Jules Dassin 1955). Sin embargo este director tiene cierta debilidad por el uso gratuito de recursos que pueblan el cine contemporáneo (aunque ya empiezan a parecer muy viejos, tan gastados están). Tics como los ralentis acompañados de música de pulso electrónico no dejan de ser intentos banales para estilizar la película, siguen la lógica del falso axioma que indica que toda imagen se ve más cool en cámara lenta. Esa relación con la imagen, la imagen de diseño, construida para resultar atractiva (pregunta: ¿atractiva para quién?) es el techo que se autoimpone Winograd. Sin embargo bajo esa capa fría y dura de estilo, hay cosas que laten y hacen de Vino para robar una película digna y con buenas dosis de placeres no tan ocultos.
La película cuenta la relación de dos ladrones de guante blanco, interpretados por Sebastián (Sergio Hendler) y Natalia (Valeria Bertucelli) que se ven forzados a trabajar juntos para salir de apuros, ya que por una confusión ambos son tomados como cómplices del robo a un tipo poderoso, el villano de carácter volcánico y gestos pétros, interpretado por Juan Leyrado.
En realidad las circunstancias por la que la pareja protagónica se ve involucrada no son tan azarosas, ya que permanentemente se buscan, especialmente élla a él. Cómo se puede adivinar, bajo la relación profesional, late la tensión amorosa entre estos dos desconocidos que comienzan a aprender quien es el otro. Sergio, cómo el ladrón sofisticado de sangre en extremo fría, es interpretado por Hendler de manera quizás demasiado robótica, pero funciona bien como contrapunto del personaje de Bertucelli. Élla es como siempre encantadora, en un papel que le permite hacer de una mujer fuerte y capaz, pero que a la vez es atolondrada, nerviosa, enamoradiza, lo que le permite sacar a relucir su veta cómica. Bertucelli saca lo máximo de un guión que es demasiado apretado, que parece escrito por un estudiante, uno muy aplicado y sobresaliente en su materia, pero que no se desvía ni un poco del material de cátedra. Por suerte se permite cierto humor gratuito (cómo llamar a distintos personajes como viejos arqueros de la selección argentina), que descomprime entre tanto recurso de manual. Y esto se aplica a la película en general, que se descubre más placentera cuando se toma menos en serio, en los momentos que en vez de jugar con ladrillitos juega con plastilina. Los grandes planos generales que hacen de interludios cómicos, muestran a los actores casi como muñequitos, reforzando el espíritu lúdico que a veces saca a relucir Winograd.
El uso de citas a otras películas que se mencionaba al comienzo puede ser leído como un gesto cinéfilo de un director que comienza a ligar su trabajo con una tradición, un gesto que muestra sus modelos y que pone en la mesa las aspiraciones de su cine (que no es lo mismo que su resultado). Winograd está en eso de aprender a tomar las riendas de la pantalla, donde a veces los planos más simples son los que tienen más pertinencia formal que el plano más sofisticado. La cámara que gira en 360 grados en torno a los personajes podría ser llamativa sino se viera en casi todos los estrenos de jueves, una pirueta formal que no aporta nada a la película. En contraposición, un plano que muestra a Hendler y a Bertucelli hablando, con un simple paneo muestra, de fondo en profundidad de campo y con perfecta sincronía, lo que está contando el actor: el movimiento denota imaginación, economía de recursos, dominio de las posibilidades de la pantalla. Igualmente esto no se trata de una taxonomía de planos “correctos” e “incorrectos”, se trata de poner de relieve el aprendizaje cinematográfico de Winograd en relación a lo que quiere contar.
En el fondo, Vino para robar es la historia del descubrimiento de una mujer por un hombre. “Te va a cagar. Es una yegua, son todas iguales”: algo así dice el personaje de Martín Piroyansky a Hendler en una película en la que llamativamente la única mujer que tiene más de diez líneas de diálogo es Bertucelli. El resto es un universo de hombres en los que el personaje de Natalia es casi una intrusa. El descubrimiento amoroso es paulatino, gradual, pero al final resulta poco claro que es lo que termina por convencer a Sergio de confiar y enamorarse de Natalia. Tal vez si el director no estuviera tan distraído con los pormenores ingeniosos del guión y con la pirotecnia visual podría poner en pantalla más seguido a su punto más luminoso, Valeria Bertucelli. A veces el plano justo, la decisión más acertada que puede tomar un director, es la de limitarse a filmar de la forma más simple, fácil y directa; dedicarse a dejar lucir a un actor o una actriz, lo que es lo mismo que decir: a un hombre o a una mujer.