Para aprender a mirar
La idea original de este film inclasificable e hipnótico procede de una curiosidad que todos tuvimos alguna vez y que un personaje pone en palabras: ¿qué encontraríamos si caváramos un pozo que atravesara el planeta entero y saliera en el lugar diametralmente opuesto al que ocupamos? Eso que ahora llamamos antípoda y en la imaginación infantil estaba poblado por gente que inexplicablemente vivía cabeza abajo sin caerse. Lo más probable, algún lugar en el medio de un océano, dada la conformación de la Tierra. El gran documentalista ruso Victor Kossakovsky llegó a la misma conclusión, pero -quizás a la vista de un mundo en el que cada vez cuesta más imaginar puntos de vista y modos de mirar opuestos a los propios- se empeñó en encontrar algunos pares de antípodas posibles para salir a captar en cada uno de ellos con su cámara pacientemente contemplativa y siempre alerta para sorprender detalles significativos en el espectáculo de la naturaleza y en la cotidianidad de los seres humanos, similitudes y disonancias, paralelismos y diferencias. De paisajes, de climas, de modos de vida.
La búsqueda lo llevó a un apacible y silencioso paraje entrerriano donde un par de campesinos intercambian sus ingenuas y sabias reflexiones mientras atienden el puentecito que les da el exiguo sustento y poco antes de que llegue la noche, cuando dejarán que los chinos (su antípoda es la populosa Shanghai, aunque ellos no dan tamañas precisiones) se encarguen del planeta ahora que para los que están del otro lado el día recién va a comenzar. Después, será la hora del pastor solitario, los gatos, el majestuoso vuelo del cóndor y la esquila de las ovejas en el sur chileno, y enseguida, una madre y su hija en otras montañas, las del paisaje siberiano, donde las clarísimas aguas del lago Baikal resplandecen como una alucinación. Más tarde, las rocas cubiertas de líquenes en Miraflores, España, registrarán el ir y venir de insectos y lagartijas y contrastarán con la abierta playa en Castle Point, Nueva Zelanda, donde unos cuantos hombres lidian con una enorme ballena que ha quedado varada, y por fin, un volcán hawaiano en plena actividad dibujará con el blando descenso de la negra lava todavía ardiente una textura parecida a la de la piel de los enormes elefantes que en Botswana se refrescan en el agua cerca de leones y jirafas bajo la calma mirada de una mujer y la no tan calma de su pequeño hijo.
Hay pocas palabras, ningún relato en off; sólo la música -a veces apropiadísima, a veces tentada de grandilocuencia- acompaña este expresivo y abarcador panorama cuyas imágenes atrapan e hipnotizan tanto por su belleza visual como por la cadencia que Kossakovsky imprime al montaje y el carácter contemplativo que domina el film e invita por sí mismo a la reflexión. Lejos estamos de los documentales descriptivos y didácticos de la televisión. Es más: éste es un programa poco recomendable para quienes busquen algo parecido. ¡Vivan las antípodas! está más próximo al ensayo poético: confía en la elocuencia de sus maravillosos planos (algunos tan subyugantes como los del volcán o los del cóndor en vuelo); elude cualquier mensaje ecologista; no los necesita, como tampoco necesita subrayar hasta dónde el ámbito influye en la conducta humana, ni las coincidencias o diversidades culturales o sociales que se infieren naturalmente de lo que muestra. Ahí, en lo que muestra -más todavía que en el fluir musical del relato y que en el prodigio de su realización o la belleza constante del espectáculo-, reside el valor de esta obra inusual que mira y al mismo tiempo enseña a mirar.