Letanías a la intensidad.
Coronando un período que estuvo marcado por musicales maravillosos como Inside Llewyn Davis: Balada de un Hombre Común (Inside Llewyn Davis, 2013), Frank (2014) y Get on Up (2014), la llegada de Whiplash (2014) a las salas cinematográficas argentinas viene amparada por muchos galardones internacionales y en esencia constituye un acontecimiento sumamente extraño considerando la uniformidad de la cartelera local. La segunda película del hasta ahora anodino Damien Chazelle analiza de manera meticulosa la frontera que separa a la dedicación laboral de los arrebatos compulsivos, poniendo especial énfasis en una lucha de egos signada por la desproporción y una asimilación hegemónica paulatina.
La premisa detrás del film es muy simple y sistematiza el ascenso profesional de Andrew Neiman (Miles Teller), un talentoso baterista de jazz de 19 años que recientemente ingresó al Conservatorio Shaffer, donde llama la atención de una de las figuras míticas del lugar, el profesor Terence Fletcher (J.K. Simmons). Con vistas a formar parte de la banda estable del docente, Andrew se somete tanto a un régimen autoimpuesto de prácticas que bordean el masoquismo como al abuso psicológico del propio Fletcher, quien de a poco va revelando una estrategia extremadamente sádica vinculada a presionar a sus alumnos más allá de los límites de la tolerancia en pos de la consecución de una genialidad empardada al sacrificio.
Si bien la idea principal pertenece a Chazelle y sin la pretensión de restarle méritos ante una obra tan redonda y apasionante, debemos aclarar que aquí los que se llevan las palmas son los actores y los técnicos. La fotografía de Sharone Meir y la edición de Tom Cross son las vedettes de las escenas centradas en los ensayos, los certámenes y la dinámica general del hostigamiento. El desempeño de los dos protagonistas es francamente extraordinario: Teller aprovecha los rasgos obsesivos de su personaje y Simmons construye un villano antológico que le debe mucho a los insultos y vejaciones de aquel Sargento Hartman que supo componer un exacerbado R. Lee Ermey en Nacido para Matar (Full Metal Jacket, 1987).
De hecho, la propuesta en ocasiones quiebra su verosímil a través de la introducción sutil de hipérboles visuales y/ o relacionadas con la crueldad, deslices que por cierto están compensados mediante un cúmulo de consideraciones nihilistas acerca de la ética de trabajo individual, las competencias intra campo, el rol concreto del mentor, los vaivenes anímicos al momento de los exámenes, el adecuamiento forzoso a la academia, los claroscuros de la abnegación y esa necesidad de defender nuestra vocación ante los ataques del entorno. Whiplash es una anomalía prodigiosa que pone en perspectiva ese instante cuando la intensidad y la pedagogía se transforman en locura institucionalizada a punto de estallar…