La intercambiabilidad contemporánea
Y pensar que hasta no hace mucho tiempo la Clase B en el ecosistema audiovisual era un refugio para ver cosillas truculentas que el mainstream lelo no se animaba a mostrar, para descubrir nuevos talentos que ya asomaban sus cabezas con frenesí y para repensar las mismas posibilidades del séptimo arte -especialmente el cine de género- de la mano de una anarquía que escupía furia y fuego hacia todos lados, un panorama que se terminó licuando con el advenimiento del formato prolijito digital y con el fin de la Guerra Fría o eclosión de la globalización, por ello hoy por hoy padecemos en simultáneo el achatamiento discursivo, el infantilismo, la redundancia y la franca estupidez tanto del mainstream más pomposo como del indie de pretensiones minimalistas o artísticas de todo el maldito planeta, basta con tener presente que en el Siglo XXI no cuesta nada igualar en su condición de chatarra insalvable a los bodrios millonarios de Marvel o Disney, las comedias de Netflix con Adam Sandler y Jennifer Aniston, los tanques lastimosos de todo el cine ruso post soviético, los excrementos que genera Europa copiando al milímetro las fórmulas narrativas del acervo estadounidense ultra bobalicón, el carácter igualmente indistinto del grueso de los bodrios que van a parar al circuito de festivales internacionales -sean unos certámenes “ilustres” o especializados en cine popular- y la catarata de mamarrachos de exorcismos y posesiones que producen Latinoamérica y España año a año, por cierto uno más insufrible que el otro.
Precisamente como en el nuevo milenio todas las nacionalidades y todas las vertientes o ramas del séptimo arte se entrelazan, aburren y se confunden en su levedad antiintelectual y/ o pasatista, cada vez sucede más seguido que una película claramente destinada al circuito de distribución marginal -antes las salas orientadas al exploitation y en los 80 y 90 el “directo a video”, hoy el streaming a escala macro- se estrena en multicines tradicionales y ello a nadie le llama la atención porque en el reino de lo anodino la intercambiabilidad es la soberana absoluta. Winnie the Pooh: Miel y Sangre (Winnie the Pooh: Blood and Honey, 2023), escrita y dirigida por el británico Rhys Frake-Waterfield, es un claro ejemplo de este contexto industrial ya que no sólo se estrenó en salas sino que explotó a nivel comercial -y con ganancias, evidentemente, ya que costó cien mil dólares y lleva recaudados en taquilla cuatro millones- el pase a dominio público en Estados Unidos en 2022 del célebre libro original infantil de 1926, escrito por Alan Alexander Milne alias A.A. Milne e ilustrado por Ernest Howard Shepard alias E.H. Shepard, un trabajo literario popularizado en el mundo no anglosajón mediante esa franquicia de Disney que empezase con el corto Winnie Pooh y el Árbol de la Miel (Winnie the Pooh and the Honey Tree, 1966), de Wolfgang Reitherman, y aquel largometraje Las Aventuras de Winnie Pooh (The Many Adventures of Winnie the Pooh, 1977), codirigido por el alemán Reitherman y el norteamericano John Lounsbery.
Winnie the Pooh: Miel y Sangre es un producto Clase B pobretón que retoma de manera literal los comienzos del slasher luego de la simplificación yanqui de los engranajes del giallo, hablamos de las vertientes misántropa a lo Las Colinas Tienen Ojos (The Hills Have Eyes, 1977), de Wes Craven, y La Masacre de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, 1974), de Tobe Hooper, y esa cuadrada/ tontuela/ cavernícola símil Martes 13 (Friday the 13th, 1980), de Sean S. Cunningham, y Halloween (1978), de John Carpenter. La historia prácticamente no existe y apenas si se concentra en un prólogo en el que Pooh, Puerquito/ Piglet y sus compinches traban amistad con una versión infantil de Christopher Robin, quien les da de comer y eventualmente los abandona para ir a la universidad, provocando que tengan que recurrir a un hilarante canibalismo que empieza por el burro Ígor/ Eeyore y los lleva a odiar a la humanidad con ahínco. Desde ya que el pelmazo de Robin (Nikolai Leon) regresa cinco años después de terminar sus estudios al Bosque de los Cien Acres sin saber nada de esto y termina siendo torturado a latigazos por su otrora mejor amigo, un Winnie the Pooh antropomorfizado y monstruoso que optó por no hablar más (Craig David Dowsett) porque ahora lo importante es ser un homicida indestructible en complicidad con Puerquito (Chris Cordell), hoy un engendro del averno que se parece a un jabalí y gusta de estrangular con una cadena a la noviecita de Christopher hasta matarla, Mary (Paula Coiz).
Frake-Waterfield, prolífico productor que mutó en realizador para este y bodrios previos como El Incidente del Área 51 (The Area 51 Incident, 2022), El Árbol Asesino (The Killing Tree, 2022) y Firenado (2023), centra el grueso de la masacre en un grupito de chicas que alquila una cabaña en el Bosque de los Cien Acres que tienen en común ser amigas de María (Maria Taylor), nuestra “final girl” reglamentaria que por supuesto ya viene de una experiencia anterior de acoso a instancias de un sexópata del montón (Cordell de nuevo), sin embargo el director y guionista no logra redondear una propuesta amena porque las actuaciones del elenco son muy malas, los diálogos hiper estúpidos, la puesta en escena deja bastante que desear y la fotografía en general de Vince Knight y la edición del mismo Frake-Waterfield exudan una torpeza enorme, como si se hubiesen apurado a finiquitar el producto para que nadie les gane de mano en esto de ensuciar la memoria popular en torno a personajes de por sí ñoños y banales, idea bienvenida que en cierto sentido consigue honrar, por otro lado, a través de algo de carne femenina a la intemperie, una buena dosis de gore, una tanda de detalles grotescos y unas máscaras para Pooh y Puerquito que a veces están bien y en otras ocasiones son un desastre. Como decíamos antes, la ineficacia del indie desabrido planetario no es más que un reflejo de la ineficacia de un mainstream al que le copia todas las fórmulas en pos de inventar esa próxima franquicia para oligofrénicos…