Pedazos muertos
Al final será el mercado el que decida si Yo, Frankenstein sigue con vida después de esta presentación de un nuevo e improbable súper héroe que se ve atrapado en la lucha entre demonios y ángeles. Una cosa es clara: la película quiere ganar billetes y quiere tener secuelas. Puede ser que el negocio funcione, pero la película, no.
Como una parte importante del cine mainstream de aspiraciones más claramente comerciales de hoy, Yo, Frankenstein está basado en una novela gráfica que, por supuesto, se basa muy libremente en la novela de Mary Shelley. En realidad, esta nueva versión del monstruo de Frankenstein -el cine ha tenido una larga y prolífica relación con este monstruo- toma de la novela original poco más que los personajes, y resume aquella historia en un flashback. Lo que vemos es básicamente: ¿qué le pasó al monstruo una vez que terminan los hechos relatados en la novela? Un punto de partida tan válido como cualquier otro, la cosa se pone un poco más turbia cuando ese monstruo (un Aaron Ekhart más o menos enojado durante toda la película y marcado apenitas por algunas cicatrices que parecen aumentar o disimularse en diferentes escenas) se termina cruzando con una lucha católico/militar/milenarista, de esas que el cine del siglo XXI parece disfrutar tanto con películas como Legión, Constantine, Priest, etc.
La referencia es más que evidente (Bill Nighy mediante): Yo, Frankenstein busca ser una nueva Underworld.
Más allá de los gustos personales, de la utilización pop de un supuesto conflicto filosófico/religioso (la crisis de identidad del monstruo creado por Frankenstein, la creación que desafía a Dios, el hombre que no tiene alma), de una estética que abusa del gris y de lo derruido y húmedo y pegajoso y venido a menos (como, por ejemplo, las paredes del edificio en el que vive el monstruo, en las que el empapelado parece directamente pudrirse), el problema de Yo Frankenstein es fundamentalmente narrativo. Si el mundo que presenta la película resulta tan poco atractivo no se debe a que sea más o menos monocromático, sino simplemente a que es un mundo que nunca llega a construirse: no hay personajes por fuera del conflicto ángeles/demonios; no hay habitantes en esa ciudad europeizada (y que, al parecer, tiene poco más que una catedral, una terminal de trenes y edificios abandonados, sin casas, sin autos, sin transeúntes, sin luces, sin vida). ¿Por qué habría de importarnos el fin de ese mundo, si ese mundo apenas si parece habitado?
De entrada, el desafío era complejo: construir una película protagonizada por un ser no humano. Incluso si su origen no era humano, el monstruo podría haber estado humanizado, pero como el conflicto narrativo es precisamente su camino hacia la humanización, en lugar de un protagonista, lo que tenemos durante tres cuartas partes de la película es una cosa rígida (en parte gracias a la actuación de Eekhart) que se supone que debería importarnos pero que en realidad no hace mucho más que arrastrarnos de un lugar al otro para que el guión pueda avanzar. Los ángeles no tienen mejor suerte en su construcción como personajes, como tampoco la doctora.
Si a esa torpeza narrativa se le suma una serie de complejidades argumentales más o menos arbitrarias pero fundamentales para el desarrollo de la trama (la existencia de la guerra misma, el despliegue de armas sacras, las leyes y jueguitos que permiten que unos maten a otros o no, etc.), lo que tenemos como resultado es una película que no termina de arrancar hasta que pasó por lo menos el ochenta por ciento de su metraje. Para entonces, es demasiado tarde.
Lo único interesante que se nos presenta en todo este universo es la presencia de Bill Nighy (a estas alturas, un abonado para este tipo de película y, sin ninguna duda, un grande del cine), que tarda bastante en aparecer. Su personaje no es menos esquemático o repetitivo o previsible que cualquiera de los otros, pero Nighy puede prestarle carnadura y fotogenia incluso a este insípido príncipe de los demonios. Su cara llena el plano, sus gestos dicen mucho más que cualquiera de sus diálogos. Si bien no llega a ser verdaderamente aterrador (aunque, sospechamos, no podría realmente ocurrir en una película que se muestra tan empapada desde el primer instante de cosas supuestamente aterradoras), su demonio es sofisticado, frío, un poco exagerado en la dicción pero creíble.
Lo demás: los ángeles/gárgolas, el apocalipsis demoníaco, la revelación humanizante del monstruo que finalmente termina por aceptar el apellido de su padre, las ganas que tiene la película de convertirse en relato épico y en secualas, hasta el insulso intento de darle "calor humano" a todo esto (a través del personaje de la doctora, de la cual literalmente no sabemos nada, más allá del hecho de que es mujer y es doctora) se quedan en una nada gris, con 3D, con ganas de ganar billetes pero pocas ganas de contar una historia.