De los monstruos clásicos, Frankenstein es el que más despierta compasión. Creado a partir de restos humanos por el científico Víctor Frankenstein en la novela de Mary Shelley, publicada en 1818, él sólo quería ser aceptado. Claro que sus horribles cicatrices y su inicial torpeza para comunicarse provocaron el rechazo de la gente. Y así, este individuo trágico, marginado, quedó como motivo de pesadillas para miles de generaciones. Boris Karloff fue quien inmortalizó su imagen más icónica, pero hubo más versiones en numerosas adaptaciones cinematográficas.
En Yo, Frankenstein conocemos su otra faceta: la de repartidor de piñas y patadas… o algo por el estilo. Al principio, la historia toma elementos del libro, pero enseguida va por otra dirección: nuestro antihéroe (Aaron Eckhart) descubre que es perseguido por demonios que pretenden secuestrarlo para oscuros fines, pero es rescatado por las gárgolas, que conforman una raza con fines benignos, más allá de que no dudan en recurrir a la fuerza si es necesario. Descontento por el horror que produce su presencia y los intereses de los dos bandos sobrenaturales, Adam -tal como es bautizado por la reina de las gárgolas (Miranda Otto)- se aísla en parajes remotos durante siglos. Cuando regresa a la civilización, el mundo es distinto… aunque hay cosas que siguen vigentes: el asco de las personas al verlo y, sobre todo, los demonios, quienes esta vez no se detendrán ante nada. Adam deberá hacerse cargo de sus perseguidores y encontrar su lugar.