Aquel que vaya al cine a buscar alguna similitud con el Frankenstein de Boris Karloff saldrá desilusionado, desde ya. Pero si el espectador se entrega a una película de aventuras y con un despliegue visual impactante, más de uno saldrá satisfecho con “Yo, Frankenstein”, aunque con algunas reservas. El director Stuart Beattie usó como disparador la creación de Mary Shelley para contar el derrotero de una criatura, hecha con partes de ocho cadáveres, a lo largo de más de dos siglos. La trama despega en 1790 para ofrecer una breve introducción pero el nudo del filme se desarrolla en la actualidad, en el marco de una batalla entre los demonios y las gárgolas, seres alados que pretenden salvar a la humanidad de los villanos. Aaron Ekchart sortea con eficiencia el rol de Adam, el nombre que adoptará la creación de Víctor Frankenstein. Adam buscará su destino y tratará de integrarse a la vida cotidiana pese a que debe soportar el karma de no ser un humano. Un grupo de científicos, liderado por Naberius (un brillante Bill Nighy), lo busca para un experimento que tiene el objetivo temible _como otras tantas propuestas hollywoodenses_ de sembrar el mal en la Tierra. Las batallas de los seres demoníacos y las gárgolas (ocultos tras las figuras humanas) son el motor de este filme, realizado por los mismos productores de “Inframundo”. Este golpe de efecto termina debilitando la línea argumental, que de a poco pierde rigor, si alguna vez lo tuvo, con el correr de los minutos. Sólo recomendable para los que buscan entretenimiento rápido, monstruos alados y fogosas batallas. El final deja abierta la historia para una posible secuela. Ojalá que esa apuesta sea superadora.