Yo soy Tonya

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

La violencia omnipresente

I, Tonya (2017) analiza una de las vidas y uno de los episodios más bizarros del deporte de las últimas décadas, tan insólito que resulta sorprendente considerar que recién ahora Hollywood haya craneado una película acerca del tópico: hablamos del devenir profesional y privado de Tonya Harding, una talentosa patinadora sobre hielo norteamericana, y su participación en el ataque del 6 de enero de 1994 a Nancy Kerrigan, su competencia directa en el equipo de Estados Unidos que estaba a punto de viajar a los Juegos Olímpicos de Lillehammer, en Noruega. La realización, dirigida por Craig Gillespie y escrita por Steven Rogers, adopta un enfoque casi tan inusual en este tipo de biopics mainstream como la propia Harding, apostando a una combinación explosiva entre entrevistas símil documental expositivo, interpelaciones a cámara por parte de los personajes y un tono narrativo cercano a la comedia negra basada en un montaje que enfatiza los contrastes entre la hipocresía del ambiente del patinaje artístico y la condición de “redneck/ white trash” de la protagonista.

Para que quede claro desde el vamos, la propuesta no se anda con sutilezas y por ello mismo se sumerge de cabeza en el cinismo prototípico de las sociedades contemporáneas, pero a diferencia de tantas obras que se mueven en la misma sintonía, el film que nos ocupa por lo menos no nos embauca con moralinas y desenlaces maniqueos ya que aquí lo que prevalece es una sinceridad muy inteligente que lleva hasta las últimas consecuencias su postura ideológica, lo que de por sí constituye un soplo de aire fresco (o un balde de agua helada, depende la ocasión). El credo de fondo es sencillo, se reduce a tres conceptos centrales: todos los ciudadanos son unos imbéciles, se viven canibalizando entre sí y sólo los más “aptos” -en este darwinismo social exacerbado- pueden llegar a sobrevivir. Desde pequeña, Tonya (Margot Robbie) sufre una colección de negligencia, maltrato psicológico y violencia física de manos de su madre LaVona Golden (Allison Janney), una camarera que destina gran parte de su magro salario a pagarle lecciones de patinaje a su primogénita.

Entre insultos entrecruzados, una actitud abiertamente confrontacional, la vaga noción de convertir a Tonya en una “luchadora” y una frustración enorme por un matrimonio que eventualmente llega a su fin, Golden marca el carácter de la protagonista, quien asimismo se transforma en una puteadora compulsiva con una autoestima fracturada y tendiente siempre al conflicto, en una eterna búsqueda en pos de la legitimación de los payasos del patinaje artístico (un enclave en el que los vestiditos y las patinadoras family friendly pesan más que la técnica y la destreza propiamente dichas) sin tener ni los recursos ni la paciencia necesarias para ello (sus escasos ingresos, su idiosincrasia aguerrida y su condición de marginada -esa que arrastró desde los comienzos- le complicaron la senda hacia el éxito porque no cuajaba con las féminas “vendibles”/ de cartón pintado del rubro). A pesar de coronarse como una de las mejores patinadoras de las décadas del 80 y 90, tanto en su tierra como en el extranjero, todo se vino abajo por la agresión contra Kerrigan (Caitlin Carver).

La violencia y el delirio, factores vinculados a un estado permanente de los personajes, en la historia toman la forma de la relación entre Harding y su esposo Jeff Gillooly (Sebastian Stan), un enlace sadomasoquista -tracción a golpes y amenazas- que ella soporta bajo la misma lógica que la llevó a aguantar las palizas de su madre, porque son consideradas una suerte de señal de cariño/ interés/ preocupación. De hecho, el retrato de nuestra antiheroína no incluye un ensalzamiento barato ni la pose cool típica de Hollywood ya que apunta directamente a presentarnos la perspectiva de Harding sin romantizaciones, abrazando su dialéctica y poniéndola en interrelación con el ataque de turno: como bien dice Tonya, ella se pasó toda la vida cosechando moretones y no puede entender el por qué de tanto escándalo por haber aporreado a una burguesita boba. Como toda película sin resonancias “políticamente correctas”, a una primera mitad humorística -y muy negra- le sigue una segunda parte más gélida que a su vez deriva en un final trágico desde todo punto de vista.

Sin dudas el guión de Rogers se juega por la hipótesis más extendida en lo que atañe al asalto a Kerrigan, a quien un tal Shane Stant (Ricky Russert) golpeó en una pierna con un bastón retráctil para incapacitarla, un episodio que en vez de romperle la extremidad sólo logró lesionarla. Harding pretendía unas bellas amenazas de muerte contra Kerrigan pero el bestia de Gillooly, en colaboración con su amigo y supuesto guardaespaldas de Tonya, el mitómano Shawn Eckhardt (Paul Walter Hauser), contrató a Stant y Derrick Smith (Anthony Reynolds), un chofer para la fuga posterior, con el objetivo de que llevasen las cosas un poco más lejos. I, Tonya no deja pasar la oportunidad de disparar munición gruesa contra el circo que los medios de comunicación armaron a partir del suceso y el cruel escarnio popular y del sistema judicial contra ella, poniendo el acento en reconfigurar la desgracia de Harding en tanto metáfora de ese otro tipo de violencia, la institucional, y ese canibalismo de las sociedades de nuestros días al que hacíamos referencia con anterioridad.

Gillespie, conocido sobre todo por Lars y la Chica Real (Lars and the Real Girl, 2007) y Noche de Miedo (Fright Night, 2011), lleva adelante un muy buen trabajo que por momentos resulta un tanto caótico a nivel del desarrollo aunque su prepotencia y energía constituyen también su principal virtud, consiguiendo un dinamismo contagioso cuyos pivotes centrales son el desempeño de Robbie y Janney: el director enfatiza a la súper jetona actriz australiana con un maquillaje recargado que ella complementa sin prejuicios a través de escenas gloriosamente sobreactuadas que calzan perfecto con el sustrato ridículo de las situaciones, y Janney por su parte ofrece una arpía controladora con algunos puntos lejanos en común con su homóloga de El Ganador (The Fighter, 2010), aquella otra “madre tremenda” interpretada por Melissa Leo, pero esta vez más volcada a los intentos explícitos de sabotear la carrera de su hija. El film es en última instancia un retrato acertado de la estupidez -y no de la manipulación lisa y llana, porque aquí predominan los sectores marginados y no la burguesía acaudalada- detrás de un país injusto que vive pulverizando sueños de progreso y verdadera independencia económica, ahora con el agregado de un plan absurdo visto desde afuera aunque “coherente” según los ojos de Harding y su familia/ séquito de desequilibrados… allí mismo encontramos el mayor logro del convite, en el hecho de profundizar en esta mirada herida y transformarla en una cruzada sin parangón.