En 1994 tuvo lugar uno de los episodios más bochornosos del deporte mundial en el que Tonya Harding, quien para entonces había ganado reconocimiento en el mundo del patinaje sobre hielo gracias a su Triple axel, fue acusada de haber contratado a un individuo para que golpeara la rodilla de Nancy Kerrigan, su compañera de equipo para los Juegos Olímpicos de invierno de Lillehammer de ese año. El caso llegó a la corte prohibiendo a la patinadora volver a pisar una pista de por vida. Pero lo más desafortunado fue el circo montado por la maquinaria mediática que al notar que allí había algo jugoso hicieron prácticamente lo de siempre. Así fue como alimentaron las 24 horas del día a sus televidentes con el primer pescado que saltaba a la superficie, sin importar si estaba podrido o no. Exprimieron al máximo una noticia que hasta el día de hoy mantiene cierto velo de misterio y contradicción, aspecto que la película resalta más de una vez con la pantalla partida al medio, oponiendo los dichos entre la patinadora y su ex marido Jeff Gillooly (de hecho, ya en el inicio un cartel negro avisa: “basada en entrevistas libres de ironía, salvajemente contradictorias y totalmente verdaderas”). Y como si fuera poco, hundieron descaradamente a Tonya en el olvido, la bajaron de un hondazo del podio de las estrellas, no sin antes, aprovechar para exhibirla como un monstruo.
En este punto, Yo soy Tonya guarda cierta relación con Monster (2003), otra película que intentó borrar, o aunque sea, buscó deslegitimar un poco la proyección de “la figura femenina maldita” creada por las mass media. Allí, Charlize Theron también se animó a la metamorfosis, endureció sus movimientos y sus gesticulaciones, también hizo carne la idiosincrasia white thrash, solo que, a diferencia de la transformación de Margot Robbie en la patinadora, lo hizo para asemejarse a Aileen Wuornos, prostituta y asesina serial ejecutada en 2002 por haber matado a siete hombres. Y si hablamos de monstruos, es menester mencionar a Allison Janney y su esplendorosa interpretación de LaVona Golden, la madre agria, antipática y maltratadora de la protagonista. Sin lugar a dudas una de las composiciones más fuertes y magnéticas del filme. Un personaje al que resulta imposible hallarle el menor rastro de humanismo. Una madre que, a partir de su trágica experiencia de vida con parejas inestables (e incontables) y un trabajo miserable como camarera, considera que educar a su hija a los golpes, entre sobreexigencias y maltratos psicológicos es el método más efectivo para convertirla en una campeona.
El largometraje entonces escarba en las heridas que moldearon a la psicología reaccionaria de Tonya Harding comenzando por su infancia semi rural en las afueras de Portland, Oregón y mostrando sin tapujos la crianza violenta y malsana a la que fue sometida desde pequeña. Como ya dijimos, una violencia maternal que al contraer matrimonio viraría al plano conyugal, y hasta incluso una violencia institucional o deportiva ya que no resultaba nada agradable salir a cazar conejos al bosque para tener algo qué almorzar y al día siguiente tener que patinar rodeada de princesitas insulsas, frente a un jurado para el que prevalecía la imagen de una niña sana hija de una perfecta familia tipo a la de un vástago podrido del fracaso americano, haciendo caso omiso a toda destreza y habilidad que la joven tuviese.
Claro que estas palabras suenan insoportablemente tristes, sin embargo allí reside el verdadero acierto del director Craig Gillespie y su guionista Steven Rogers. En la decisión de haber abordado la historia en un formato de biopic entretenido, cercano al mockumental y sobretodo con un tono creativamente tragicómico logrando que el público escupa alguna que otra carcajada frente a una situación para nada risible. Un matiz que alivia un poco el dramatismo de esta desgraciada biografía y en el mismo movimiento, aprovecha para satirizar y burlarse de la ridiculez tanto burguesa como del borde más marginal de la sociedad estadounidense. Pero para que una comedia negra se sostenga, además de un guion inteligente, hacen falta personajes con convicciones fuertes, que crean en sus estupideces. Ahí está el logro de Sebastian Stan como Jeff –ex marido de Tonya- y Paul Walter Hauser como su guardaespaldas Shawn, según la película, los verdaderos autores intelectuales (si es que se puede hablar de intelecto) de un crimen idiota, ejecutado con torpeza al mejor estilo Fargo (1996) de los Coen.
Por Felix De Cunto
@felix_decunto