Con tal solo 26 años, Xavier Dolan ya lleva 5 largometrajes a sus espaldas. Su prolífica carrera no ha sido a costa de sacrificar calidad, ya que ha ido demostrando desde su primer film J’ai tué ma mère (o Yo maté a mi madre) un crecimiento en las miradas de realidad que plasma en la pantalla. Mommy, su última película, es como su nombre lo indica, una narración particular de una Canadá francófona más burguesa, sobre la relación entre Diane (Anne Dorval), una viuda con un trabajo mal remunerado, y su hijo adolescente Steve (un gran Antoine Oliver Pilon) que padece de ADHD (Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad) lo que se traduce en un conflicto permanente en el entorno familiar. Lo que promete desencadenar en cualquier momento en una gran crisis, se ve alterado con la presencia en sus vidas y de manera absolutamente involuntaria, por su vecina Kyle (Suzanne Clement) la que arrastra un pasado del cual nunca sabemos el fondo, pero sí que le produjo una profunda timidez y una alteración emocional contenida. Desde una imagen en forma de cuadro (1:1) a una música pop noventera repleta de hits, este film va desgranando los problemas particulares de cada uno de estos 3 complejos personajes, donde cada uno cumple un rol, y que se juntan como una Jenga sentimental, donde la fuerte personalidad de Steve, es el hilo sobre el cual las dos mujeres descargan sus frustraciones y problemas. Con Mommy, Dolan asume un desafío argumental potente y directo, que no da respiro en la forma como estos tres personajes se mueven delante de nuestros ojos, llenos de una dicotomía existencial llena de vida, ansiedad y frustración, que deja dando bote en cada instante, la ebullición de un climax que sabemos va a llegar, aunque no bien cuando. Durante el año pasado, Dolan ganó por este trabajo, el Premio del Jurado en Cannes, transformándose en un verdadero niño mimado del festival de cine francés, ya que con solo 19 años pudo ingresar en la Quincena de Realizadores con la citada Yo maté a mi madre. Esperemos que con sus próximos trabajos Xavier Dolan, se consagre como el gran director que es, dando paso a historias distintas en su particular lenguaje: el de hablarte de frente, sin miedo a ocultar las miserias y bondades del amor.
Es recurrente el análisis superficial que se hace de las diferencias, entre el cine europeo respecto al norteamericano. A éste último, se le asocia con el cine de blockbuster (o palomitero), vinculado a grandes presupuestos, en donde una fórmula, casi matemática, debe rendir en boleterías de acuerdo a los cálculos que previamente procesan los estudios. Al europeo, por el contrario, se le vincula con un cine reflexivo, más de autor, en que las palabras importan más que la acción. Al primero, con entretenimiento y distracción. Al segundo, con largos diálogos y una puesta en escena austera. Todo lo anterior, en el marco de una caricatura que sabemos bien, no se ajusta la mayoría de las veces a la realidad. Los matices abundan en ambos cines, más aun conociendo la amplitud en el negocio que abren las nuevas tecnologías. No obstante, de la caricatura da cuenta el estreno hace una semana de la cuarta parte de “Tranformers”, que estalla en las boleterías, y en la crítica, una sonora rechifla unánime, aunque a Michael Bay poco parece importarle la verdad. Pero también, bajo el encuadre de esa misma regla, podría encasillarse a “El desconocido del lago”, una película francesa de bajo presupuesto, que sorprendió allá en cuanto festival se proyectó, partiendo por Cannes, en donde su director se alzó con el palmarés en “Una cierta mirada” el año pasado y finalizando en los Cesar, donde fue nominada en 8 categorías distintas. “L’ inconnu du lac” narra la historia de Franck, quien visita a diario, durante la época estival, un lago, en donde se funden las bondades de sus cristalinas aguas, con un frondoso bosque que lo rodea, y que sirve de albergue para el sexo casual, entre hombres exclusivamente. Cruising es el término que emplean los americanos para denominar esta práctica, la de tener sexo en lugares públicos, preferentemente gay, hecho que dio el nombre a una película del director William Friedkin, con Al Pacino como protagonista de esta historia policial. Sin embargo, el “Desconocido del lago” dista mucho del tinte que utilizó Friedkin en su film de 1980. En esta historia, son los silencios los que hablan por los personajes, es el acto sexual tras los arboles el que transmite hedonismo o dependencia, es la metáfora con que se construye la sensibilidad de los personajes, escondidos detrás de un bosque o que yacen al fondo del lago. Así como Michael Hanneke o los hermanos Dardenne desnudan de artificios la pantalla, sin música, sin efectos, para entregar el producto en bruto, Alain Guiraudie utiliza la contemplación serena en el personaje de Franck y las conversaciones con Henri, como un elemento a escudriñar en una historia que poco a poco se decanta en un thriller muy sui generis. Franck (Pierre Deladonchamps) en sus visitas diarias al lago, entabla amistad con Henri (Patrick d’Assumçao) un sujeto bucólico que contempla el lugar desde una punta de la playa, provisto de bañador (cuando lo usual es el nudismo) y sin dejar claro su orientación sexual. En estas circunstancias vamos entendiendo un poco quien es Franck y que busca no solo allí, sino en la vida, en sus relaciones. La gran virtud del film, es que no utiliza la temática homosexual como el nudo de conflicto argumental, sino que surge con naturalidad como parte del decorado, tal como lo son los juncos y árboles que sirven de fondo. No es tema, está allí, aún para incomodidad de muchos. Hablamos de una historia que hacia el tramo final va mostrando sus cartas, aún a tropiezos del sexo explícito, que a mi entender, a veces resulta excesivo, dejando a “La vida de Adele” casi como un ejercicio amateur de provocación. Una película que, me atrevo a pronosticar, difícilmente veremos estrenar en cines comerciales en América Latina, pero que gracias a los medios que provee la red, va a permitir apreciar, con todas sus fortalezas y debilidades, uno de los films más provocadores del año que ya se fue.
Durante casi 20 años, Wes Anderson, ha ido construyendo una cinematografía con una suerte de identidad pulida a su nombre, adornada de actores que se repiten, casi como una camada de amigos que se reúne cada dos o tres años a pasarlo bien y a contarnos un pequeño cuento, algunas veces con un dejo de melancolía, otras con una risa cínica. Lo que sí siempre tiene claro Anderson, es cómo nos quiere contar su historia. Desde su sencilla y bien armada “Rushmore”, donde comienza su primera colaboración con un adolescente Jason Schwartzman (sobrino de Francis Ford Coppola y por tanto primo de Soffia), pasando por la tremenda “Los Tenenbaum” (su mejor película para este servidor) hasta la nostálgica “Moonrise Kingdom”, el director oriundo de Texas, ha ido armando un mundo que varía entre la aparente tristeza y desidia de la mayoría de sus personajes, por la búsqueda de la esperanza en un objetivo que deben cumplir, casi de manera mesiánica. Anderson va imprimiendo una paulatina progresión a darle más alegría y optimismo a las historias, no así en profundizar el contenido. Se delata en esa intención, el uso de colores vivos, un dejo del uso del gag ocasional acompañado por las notas de Alexander Desplat que ha ido componiendo la música incidental en sus películas desde “El Fantástico Mr. Fox”. En este trabajo en particular, Desplat se despacha una banda sonora de lujo. Sin lugar a dudas, quien se lleva la atención y los aplausos para la galería es Ralph Fiennes, quien personifica a Gustave, un conserje del Gran Hotel Budapest, durante el periodo de entreguerras, en un papel que parece Wes Anderson hubiese escrito pensando en él. Hace mucho tiempo no se veía a este actor inglés tan a sus anchas, con un carisma que traspasa la pantalla, y que engrandece ese aparataje visual, del que forma parte en la historia. La historia se va desenmarañando progresivamente, como si se tratase de una muñeca matrioska, cuando una joven (que por su aspecto le hace honor al mote de gurú hispter de Anderson) comienza a leer el libro que da origen al film. El autor del libro, interpretado por Jude Law, nos cuenta las desventuras del millonario Zero Mustafa (Tony Revolori), quien fue nada menos que el “lobby boy” (algo así como un botones) de Gustave H. Es él, quien narra lo que vemos, un seguimiento al conserje y este pequeño aprendiz de origen irakí, perseguidos por una intrigante familia por el cobro de una herencia. Ver “Gran Hotel Budapest” resulta en una grata experiencia visual, sofisticada y entretenida, llena de guiños a un cine clásico americano que ha perdido el encanto por contarnos historias sencillas. Para el crítico de la Rolling Stone, Peter Travers, la última película de Wes Anderson “es una compleja caja de juguetes, con un aspecto tan delicioso que es posible que desees lamer la pantalla.” Si esa caja fuese de mazapán, sería un postre perfecto, pero acá tenemos un gran plato para degustar en el más fino restaurant, como si pensáramos en el espectador como un sibarita visual, que te deja con una sonrisa por un buen rato.
Danny Boyle, es un director difícil de encasillar. En su filmografía se plasman grandes éxitos comerciales y de crítica, como “Trainspotting”, a estas alturas, ícono de una generación hastiada del mercantilismo surgidos al alero de dos décadas de gobierno conservador en Gran Bretaña, junto a otras como “Vida sin reglas” (A Life Less Ordinary), que fueron recibidas más bien fríamente por el gran público. Luego, a principios del nuevo milenio, sorprende con “Exterminio” (28 Days Later), una vuelta de tuerca al mundo zombie, que supuso un nuevo aire a ese sub-género del terror. Finalmente, el 2007 vuelve a sorprender con una historia sencilla pero efectiva con “Slumdog Millionare”, una de esos films que encaprichan a la Academia de Hollywood y la premian como si se tratase de “El Ciudadano Kane”. Pasado el chaparrón de luces, efectos y libras esterlinas, que le supuso dirigir la obertura de las Olimpiadas en Londres 2012, nos regala su nuevo trabajo: “Trance” (En Trance), que cuenta la historia de Simon (James McAvoy) un empleado de una casa de subastas, el cual al oponerse al robo de una obra de Francisco Goya, recibe un golpe en la cabeza que le hace perder la memoria. Los ladrones, al revelar su botín, se dan cuenta que el cuadro no está ahí. Obstinados en recuperar su botín, estos contratan a una psiquiatra experta en hipnosis (Rosario Dawson) para que de este modo, pueda armar el rompecabezas desatado en la cabeza de Simon producto del golpe. “Trance” es un thriller de buen ritmo, muy frenético en el desarrollo, impregnado de flashbacks que a ratos marea, y cuyo fin es perder al espectador en el laberinto de lo que parece y no es. Un ejercicio de buena muñeca en el manejo de la acción, que mantiene el interés durante gran parte del metraje, pero que abusa de los giros permanentes en la historia. Sinceramente, ese alambique de golpes de efecto, tiende a aburrir hacia los últimos 20 minutos del film, y dejan a esta película de Boyle, dentro de lo más débil de una filmografía plagada de grandes aciertos, pero que no obstante, resulta un divertimento muy por sobre la media del cine comercial de acción hoy en cartelera.
Esta película (¨We need to talk about Kevin“, Lynne Ramsay, 2011) viene precedida de cierta polémica, pero no por méritos propios, sino por el contenido del libro que dio origen al film. Y el conflicto en los lectores estaba dado en varios ámbitos, siendo el más relevante, el cuestionario que deriva de plantearse qué pasa cuando no hay vínculos entre una madre y un hijo. Tu propia sangre, alguien que pariste, no te quiere, y aunque ella lo fuerce, no parece funcionar. Y no porque sea mala persona, sino porque tu hijo es un engendro de maldad. Simplemente, la maldad por la maldad. Algo inherente al sujeto y que no tiene explicación. El film de Lynne Ramsay toma otro camino, pero rescata la pregunta primordial: ¿cómo tu hijo se convierte en alguien malvado sin que te des cuenta, o (y ésta es la pregunta más dura) sencillamente nació con el germen de un alma negra? Sin embargo, esta película brilla por sí misma. Y se ilumina por la portentosa interpretación de Tilda Swinton, una actriz que hace tiempo está pidiendo un protagonismo que los grandes directores vivos no han capturado aún. No es que se descubra en este personaje, pero su caracterización enaltece el relato y lo torna más interesante, porque a través de sus miradas, de sus silencios, hacia su propio hijo, va transmitiendo ese cúmulo de sensaciones que pesan sobre una mujer atormentada y confundida, que no tiene la oportunidad de transformarse en la madre a la cual toda mujer aspira de forma instintiva. John C. Reilly, está correcto en su papel del padre que no sólo se mantiene ajeno a la dicotomía madre-hijo, sino además de aquél incrédulo que niega con tozudez lo evidente, que su vástago es un sociópata que sólo guarda las formas para sobrevivir y engañar al resto, menos obviamente a quien lo trajo al mundo. Un padre egoísta ante los temores de su mujer, que se ciega más por comodidad que por convencimiento. Tenemos que hablar de Kevin poster 420x600 Tenemos que hablar de Kevin cine Sin duda que quien se lleva el palmarés, es Ezra Miller, joven actor que transmite a través de sus gestos la indiferencia y desprecio que le produce su entorno. Una familia modelo, pero vacía, donde el concepto de lo normal, no encuadra con su torcida lectura de la vida, la cual simplemente no termina de escribir. Ahora bien, el envoltorio puede traer a engaño. Una fotografía cargada al rojo, algo obvia por lo que busca proyectar en el epílogo, pero que contrasta con una música incidental acertada, a cargo de Jonny Greenwood, guitarrista de Radiohead, quien reincide en las bandas sonoras, donde sólo conoce de buenas elecciones. Resulta curioso que la película busque no sólo no juzgar a la progenitora, sino exculparla por las conductas de su hijo, pero mostrando a su vez cómo la sociedad sí lo hace de manera brutal, inquisidora, recayendo en ella la mochila de piedras, de haber parido a un ser que sólo destila maldad. Esta es una película dura, que carga en los hombros de la madre el estigma de la culpa y el arrepentimiento constante, por algo que pudo hacer y no hizo. Creo que algo le faltó en el relato, pero que no desmerece algo notable, el cómo contar una relación familiar y transformarla en un thriller psicológico potente y oscuro. Resulta más inteligente hacer las preguntas adecuadas, que intentar responder cuando no te convences de la sustancia de esa respuesta. Y en eso, este film, hace lo primero.
No voy a inventar la brújula, señalando que el director californiano tiene una predilección tanto por el spaguetti western (subgénero bastante menor al clásico cine americano) como por la violencia explícita en sus films. Que guste de fagocitar antiguas películas de dudosa calidad, resulta, a estas alturas, un verdadero cliché. Y que logre sacar partido de guiones divertidos, resucitando a actores sumidos en el olvido, para darles un tanque de oxígeno a sus carreras, es algo que la mayoría asumimos. Esta premisa puede ser un molde, una base, sobre la cual se sustenta, superficialmente, el cine de Quentin Tarantino. Sin embargo, sus historias, esconden, como las de todo director con talento, muchos de sus gustos, ansiedades, traumas o aspiraciones. Durante los 90’s, con sólo 3 films, Tarantino logró imprimir a guiones propios o adaptados (como es el caso de Jackie Brown, quizás la mejor de todas) elementos que le daban un toque diferenciador a lo que se hacía hasta ese minuto. No eran sólo esos elementos estéticos tan característicos de su cine, sino que se respiraba oscuridad, vaguedad, cierta amoralidad en sus personajes. Desde el fracaso que supuso la citada Jackie Brown, el cineasta se tomó un tiempo para volver con el taquillazo que resultó “Kill Bill”, que giraba en torno a la idea de la venganza. Esta idea de venganza, desde entonces es un tópico presente en las producciones del director. Saltándonos “Death Proof”, la premisa central de “Bastardos sin Gloria” giraba en torno a la venganza de Shoshanna contra los nazis. Hoy, en 2013, el nudo argumental de “Django Unchained”, es nuevamente la venganza, pero de un esclavo negro (Jamie Foxx) en contra de los explotadores blancos que hicieron la vida imposible de él y de su mujer, la cual cae en manos de un hacendado de Missisipi, muy bien caricaturizado por Leonardo Di Caprio. Obviamente, Django no puede llevar a cabo su arremetida contra el poder blanco de manera solitaria. En esta cruzada, lo ayuda el caza recompensas alemán Dr. Schulz (Christoph Waltz, nuevamente extraordinario), un personaje que deja muchas dudas, sobre cuáles son sus reales motivaciones para comportarse de manera casi paternal, con el hombre al cual compró su libertad. django unchained 2 new tv spots and clips Django Unchained: Los excesos de Tarantino cine El film que tiene una duración de más de dos horas y media, goza de una intensidad abrumadora, que tiene como gran fin, la entretención. Lo demás sería buscar oro, donde no lo hay. El guión de “Django…” es de una simpleza que llama la atención. Aunque en honor a la verdad, la mayoría de esos films que evoca Tarantino, eran igual de básicos en su nudo argumental. Pero no nos equivoquemos, al director estadounidense, podemos exigirle más. La gracia de su cine, es transformar la nostalgia del cine B, llenos de diálogos torpes, carentes de ritmo, en una serie de cruces hilarantes, bizarros y algunas veces, muy amargos. Estamos ante un film sumamente entretenido, lleno de excesos, con escenas para reírse a carcajadas (como la del Ku Klux Klan), pero asimismo, con baches brutales en la narración. Cuando vivimos tiempo en que nadie quiere darse el tiempo de ver algún clásico, por muy malo que sea, Quentin te los da como un McDonald, como un combo, un todo en uno. Un verdadero Big Mac, llamativo, que resume un montón de cine basura en algo visualmente de calidad. Y ni la palabra plagio cae parada acá. A Sergio Leone, el padre del spaguetti western, Kurosawa lo demandó por copiar el guión de “Yojimbo” (1961) en el clásico “Por un puñado de dólares”. Por tanto, plagiador que copia a plagiador, tiene cien años de perdón.
El gran cine Paul Thomas Anderson, comenzó su carrera en Hollywood, como el nuevo “Scorsese”, asimilando el montaje de su segunda película “Boogie Nights” de manera muy similar al de “Godfellas” o “Casino”. Su forma de narrar era trepidante, contando historias de personajes huérfanos de afectos. Con su siguiente film, “Magnolia”, su carrera tomó un giro inesperado, quizás la gran película de la década recién pasada, una obra coral en que la palabra “maestra” le queda corta. De ahí en más, el director americano, ha ido avanzando a un cine mucho más clásico, alejado de los arquetipos y las caricaturas propias de la mayoría de los creadores de su generación. “There Will Be Blood” (2007), es una película grandilocuente, donde las imágenes nos hacían recordar al mejor John Ford, en que sus protagonistas transmitían el salvajismo de una época, en que ganar a punta de escopetazos era la norma, en un Estados Unidos que explotaba sin misericordia sus recursos naturales. En “The Master”, queda más claro el camino que se ha ido trazando Anderson: la búsqueda de contar historias centrada en sus personajes, en que el entorno sea parte de esa misma narración. De ahí su obsesión por filmar en 65 mm., algo inusual, ya que la norma es 35 mm. Es decir, mostrar en toda su dimensión el peso de la imagen, de una época en que Estados Unidos, embriagado por la victoria en la 2ª Guerra, deriva en un camino de pubertad religiosa, entregada a contemplar la aparición de numerosos líderes carismáticos. “The Master” cuenta la historia de Freddy Quell (interpretado por el extraordinario Joaquin Phoenix), un ser inestable, que luego de pelear como marine en el Pacífico, da tumbos en una sociedad a la que no se adapta. En este camino tortuoso, que lo lleva al desempleo y a vagar como errante, hasta que se encuentra con Lancaster Todd (Phillip Seymour Hoffman, nuevamente vuelve a brillar con Anderson) el líder de una incipiente secta que busca sanar a las personas mediante su “reeducación”, quien recluta a Quell como a un verdadero soldado, un brazo derecho al servicio de su obra. La propaganda no oficial de este film, hablaba de una verdadera biografía del creador de la Cienciología, Ron Hubbard. Sin embargo, la historia que nos cuenta Anderson trata sobre dos personajes salvajes, que se atraen de manera brutal, enmascarados en creencias burdas. Para Todd, la transformación de Quell, se convierte en su leit motiv, su obsesión. El camino de este supuesto cambio parece dar un paso adelante y dos atrás, lo que contagia al entorno del gurú, que no logra entender la obstinación de su líder con este sujeto que a ojos del resto, vale tan poco. En la parte final de Rocky IV, Balboa gritaba eufórico “Todos podemos cambiar”. Al contrario de esa idílica escena, Anderson parece creer que los cambios son tenues, grises, plasmables en pequeños gestos, pero que al final del día, en una suma y resta, los demás no perciben. Con “The Master” Paul Thomas Anderson se matricula como uno de los grandes directores de cine en las últimas décadas, entregándonos una película oscura, compleja, sutil en las referencias, que no debe reducirse a un ensayo sobre una secta, sino verse en la dimensión de lo que es: es el despliegue de un gran cine, uno que ya no se hace, de un clasicismo visual ambicioso, donde los personajes con sus miradas, con sus rabietas y sus silencios, con sus axiomas y sus interrogantes, que sucumben a la exposición de sus creencias, pero que no pueden cambiar sus propias esencias, esas que los desnudan como seres básicos, y tristes. Muy tristes.