Esta película (¨We need to talk about Kevin“, Lynne Ramsay, 2011) viene precedida de cierta polémica, pero no por méritos propios, sino por el contenido del libro que dio origen al film. Y el conflicto en los lectores estaba dado en varios ámbitos, siendo el más relevante, el cuestionario que deriva de plantearse qué pasa cuando no hay vínculos entre una madre y un hijo. Tu propia sangre, alguien que pariste, no te quiere, y aunque ella lo fuerce, no parece funcionar. Y no porque sea mala persona, sino porque tu hijo es un engendro de maldad. Simplemente, la maldad por la maldad. Algo inherente al sujeto y que no tiene explicación.
El film de Lynne Ramsay toma otro camino, pero rescata la pregunta primordial: ¿cómo tu hijo se convierte en alguien malvado sin que te des cuenta, o (y ésta es la pregunta más dura) sencillamente nació con el germen de un alma negra?
Sin embargo, esta película brilla por sí misma. Y se ilumina por la portentosa interpretación de Tilda Swinton, una actriz que hace tiempo está pidiendo un protagonismo que los grandes directores vivos no han capturado aún. No es que se descubra en este personaje, pero su caracterización enaltece el relato y lo torna más interesante, porque a través de sus miradas, de sus silencios, hacia su propio hijo, va transmitiendo ese cúmulo de sensaciones que pesan sobre una mujer atormentada y confundida, que no tiene la oportunidad de transformarse en la madre a la cual toda mujer aspira de forma instintiva.
John C. Reilly, está correcto en su papel del padre que no sólo se mantiene ajeno a la dicotomía madre-hijo, sino además de aquél incrédulo que niega con tozudez lo evidente, que su vástago es un sociópata que sólo guarda las formas para sobrevivir y engañar al resto, menos obviamente a quien lo trajo al mundo. Un padre egoísta ante los temores de su mujer, que se ciega más por comodidad que por convencimiento.
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Sin duda que quien se lleva el palmarés, es Ezra Miller, joven actor que transmite a través de sus gestos la indiferencia y desprecio que le produce su entorno. Una familia modelo, pero vacía, donde el concepto de lo normal, no encuadra con su torcida lectura de la vida, la cual simplemente no termina de escribir.
Ahora bien, el envoltorio puede traer a engaño. Una fotografía cargada al rojo, algo obvia por lo que busca proyectar en el epílogo, pero que contrasta con una música incidental acertada, a cargo de Jonny Greenwood, guitarrista de Radiohead, quien reincide en las bandas sonoras, donde sólo conoce de buenas elecciones.
Resulta curioso que la película busque no sólo no juzgar a la progenitora, sino exculparla por las conductas de su hijo, pero mostrando a su vez cómo la sociedad sí lo hace de manera brutal, inquisidora, recayendo en ella la mochila de piedras, de haber parido a un ser que sólo destila maldad.
Esta es una película dura, que carga en los hombros de la madre el estigma de la culpa y el arrepentimiento constante, por algo que pudo hacer y no hizo. Creo que algo le faltó en el relato, pero que no desmerece algo notable, el cómo contar una relación familiar y transformarla en un thriller psicológico potente y oscuro.
Resulta más inteligente hacer las preguntas adecuadas, que intentar responder cuando no te convences de la sustancia de esa respuesta. Y en eso, este film, hace lo primero.