A veces uno se enamora de libros, películas y autores. Ozon me embelesò a primera vista, tal es así que hoy lo sugiero fervientemente a quien exprese cierta afinidad por deglutir piezas del séptimo arte. Mi admiración por él data de largos años. En mi pubertad vi por vez primera “8 femmes” y quedé ciertamente enamorado. Mi tío de la vida, un doctor en letras y también harto cinéfilo puso frente a mi dicha película entre otras memorables como “Fanny and Alexander”. Películas que signaron primero mi gusto por ver cine y luego por estudiarlo. Con los años abarqué la obra completa de Ozon y siempre fui interpelado. Comedias hilarantes, intrigas, dramas, musicales y sexualidad sin miramientos. Entré a la sala para ver “Por gracia de Dios” sabiendo quizás que iba a encontrar un relato bastante más sobrio. Y efectivamente fue así. Excedida en duración, aunque no así en su intención denunciatoria, su última película genera consternación y algunos bostezos. Basada en hechos reales sucedidos en Francia, la película exhibe al detalle los abusos perpetrados por un sacerdote, a sabiendas de la santa sede y con complicidades civiles que lo mantienen incluso a día de hoy impune, pese a los cuantiosos intentos de las víctimas por lograr una sentencia firme. La película funciona como informe indispensable para manifestar los horrores del clero. Delitos que afortunadamente son a día de hoy inocultables y que horadan los cimientos de un credo vetusto y criminal que pierde adeptos diariamente. El abordaje es serio y solemne y sobrio de estilo. No hay mucho lugar para chascarrillos, aunque en algunas y poquísimas ocasiones parezca querer aflorar el sentido más bufo de Ozon. La dinámica se cierra con dilaciones que recurren una y otra vez al recuerdo de las depravaciones acontecidas, lo cual después de más dos horas de metraje se vuelve por lo menos fastidioso, ofreciéndonos quizás de forma indirecta una metáfora del tiempo en la vida de las víctimas y de la no resolución por el empecinado encubrimiento institucional y la demora burocrática. El relato es conducido por una lúcida tríada de personajes que se cerciora cuestiona y acciona al respecto, con todo lo que ello conlleva asumir en los círculos privados y públicos. Ozon sabe dirigir actores y eso es exquisito. Hay escenas ejecutadas a la perfección y el retrato de la iglesia es brillante. El cinismo atroz de los enviados de Dios es demencial y es ahí, en esas liturgias de oración y de perdón donde se nos asoma alguna que otra sonrisa de perplejidad. No es el Ozon del cual estamos acostumbrados y tal vez sea esta película prueba cabal de su ductilidad. Lo relevante y dichoso es sin duda el compromiso cantado que admite el autor para mostrar y así desbaratar algunos mecanismos insanos que ya no son bienvenidos en el presente.
Mientras la gente hace girar los engranajes del sistema y camina preocupada de acá para allá dejando el vestigio de la rutina inexorable, Marta Buneta, más conocida como Marta Show, pulula por el barrio de Congreso arrastrando consigo una palmera, hojas secas y flores rotas. También lleva sus pocos petates y algunos atuendos. A veces pareciera que enuncia incoherencias, pero en los intersticios de sus palabras leemos algunos razonamientos demoledores, análisis bastante atinados sobre la gente oficial, aquellos que están jugando dentro del régimen. Marta adora y alimenta a las palomas de la plaza. A veces también las droga con ibuprofeno, quizás con el afán de quitarles el dolor perpetrado por algunos seres humanos. Detalles al fin, porque allí mismo, en la vorágine de Congreso, acontece una verdadera expresión de libertad que la tiene de protagonista. Coordina un pequeño show de danza callejera a la gorra. La postal del pasado indica que Marta supo ser una bailarina de éxito nacional e internacional, pionera del striptease y del varieté porteño. No sabemos muy bien cuál fue su devenir ni por qué terminó en situación de calle, y aunque algunos bosquejos se trazan y se sugiere fragilidad, lo que esencialmente importa es que Marta jamás claudicó a la danza. Y en ese transcurrir de bailes y playbacks es feliz. En ese escenario improvisado que es la vereda se siente bien. El show de Marta es también gracias a dos muchachas, una de ellas directora del documental, quien interesada por aquello que sucede a los márgenes de la sociedad, la descubrió bailando un día por la ventana. De allí en adelante se acercó, nació una amistad y el espacio de lo lúdico se transformó también en un espacio de contención. Los transeúntes pasan y observan el espectáculo. Marta coordina, tararea las canciones que quiere y que Malena, su nueva amiga y ahora miembro fijo del show, se encarga de conseguir. El documental es un registro sincero que se aleja de cualquier premisa moralizante. La directora reflexiona sobre la intención que tiene el mundo oficial de querer absorber a los marginales y traerlos de nuevo al casillero. Y quizás sea ese lugar que ocupa la mayoría lo que está mal. El universo de Marta no es color de rosas, vivir en la calle resulta muy violento y por ello desarrolla una personalidad aguerrida y desconfiada, por momentos incluso paranoide, pero a pesar de los vaivenes emocionales necesita y le gusta entablar conversaciones y precisa de un abrazo como cualquiera de nosotros. No hay golpes bajos ni patetismo alguno, una mirada límpida y tierna y un amor inconmensurable de Marta por la danza. Y claro, una pronunciada intención empática y desinteresada de Malena y Carolina por ella como ser humano. Un documental de tintes musicales con un personaje fascinante que pese a las adversidades de la vida danza con felicidad. También hay lugar para las tristezas, tristezas que son más llevaderas gracias a Malena y Carolina que brindan todo su amparo cultivando también un cable a tierra para ellas mismas.
Aquí no hay ficción ni efectos especiales. Aquí hay basura. Cantidades exorbitantes. La única ficción es la que nos condiciona a seguir pensando que como individualidades sin colectivo aportamos a la ecología comprando bolsas de tela y de aquello, una vaga idea prefabricada que nos venden, conformarnos sin interrogarnos sobre el circuito de lo que desechamos ¿Quién integra ese aparato que oculta la basura de nuestros ojos y narices? Satisfacernos y regocijarnos en el relato neoliberal de lo eco nos sumerge en un derrotero sin fin, dado que la producción neoliberal es ante todo vejatoria. Aniquila sin miramientos al medio ambiente que nos contiene usando al mismo tiempo un enorme disfraz virtual de buenas intenciones, imagen de funcionalidad electoral. Las políticas públicas respecto al tema en cuestión nunca fueron eficientes, incluso antes del neoliberalismo. La estructura del sistema capitalista explota todos los medios con tal de producir. No hay una solución formalizada y el optimismo menos pensado surge en la periferia desde hace tiempo. Lo clandestino sentó precedente antes que la clase media se haga del slogan del cuidado del planeta tierra. Casi como contracara anárquica a un sistema capitalista que ingiere y no digiere, las cooperativas recicladoras funcionan como algo más que un parche para la problemática. El obstáculo sigue viniendo de quienes hacen de la basura un negocio rentable. Hay basurales militarizados, por ejemplo, para que la gente sin recursos económicos no pueda entrar a recuperar y a ganarse la changa para comer. Una vez más son apartados y tratados peor que la mismísima basura. Una condición funesta. - Publicidad - Las grandes empresas a cargo de los residuos hacen rellenos sanitarios a diestra y siniestra. Otras entierran la basura y los políticos de turno proponen ahora alternativas tales como incinerar los desperdicios. Nos quieren convencer que esa es la magia precisa, sin pronunciar una palabra del terrible impacto medioambiental que su aplique conllevaría. El documental de Ulises de la Orden nos inicia en este viaje expositivo con la historicidad de la basura. Nos habla de los trapos sucios con los que acarreamos desde hace añares. De mi basura. De tú basura. De nuestra basura. Reflexiona sobre lo que muchas veces elegimos ignorar. La basura importa solo cuando huele, importa tan poco como aquel necesitado que tironea de tu pantalón para pedirte una moneda. Las villas y los basurales, ahora cientos replicados, por lo general conviven. En la periferia lo que molesta ¿no cierto? Parque temático de la pobreza, como señala Lorena Pastoriza, una referente de la cooperativa Bella Flor. Y es allí, en esos espacios nunca visitados por los citadinos, donde la miseria abunda y la basura mira como gigante, donde la gente se organiza para sobrevivir, para gestionar oportunidades y como no, para aplicar la medida ambiental más conveniente hasta el momento, la reutilización. El reciclaje. Y la palabra reciclaje cobra en las cooperativas otras acepciones. Allí se reciclan vidas. Nuevos andares para aquellos que vivieron en la calle o en la cárcel. Allí reciclan las ganas de vivir y trabajan sin un patrón hostigador. El peor mal es la sociedad incólume, la sociedad blanca que opina y ofende desde su confort. Y que, así como no sabe qué pasa con su basura tampoco sabe qué pasa con los pobres, habilitando así que el estado pueda dañar lo que con mucho esmero se construyó desde la clandestinidad. Por lo general los relatos que importan no son los oficiales. Las cooperativas como Bella Flor marcan historia y responden a las falencias cívico estatales. Construyen alternativa. Éste documental reivindica una tarea bastardeada como la de la ciruja, palabra con la que se siente identificada Pastoriza, la referente, quien explica que ciruja viene de cirujano. Trabajo fino.
Cuando vi y pronuncié el título de dicha película pensé: ¿Qué encontramos en el cuarto de una madre? - Publicidad - En el cuarto de mi madre, por ejemplo, recuerdo cajas, cajitas, perfumes, joyas de fantasía, fotos, ropa y manualidades nuestras, de sus hijos, expresiones infantiles de nuestro amor por ella. También recuerdo espiar ese cuarto para reencontrarme con las cosas del ausente. Viaje al cuarto de una madre es una película española, un pequeño relato intimista sobre la vida de una familia compuesta por madre e hija. Estrella, la madre, encarnada por una soberbia Lola Dueñas, es una mujer de aproximados cincuenta años, abatida por una tristeza inconmensurable. Leonor, la hija, se encuentra con la imperiosa necesidad de buscar algo mejor lejos del pueblo. Entre las dos hay una relación fuerte y un teléfono que suena. Un teléfono que nos develará poco a poco ese dolor que parece reinar en el espacio. En la monotonía compartida hay encuentros y desencuentros. Como todo vínculo donde prevalece un lazo de amor. Dos mujeres atravesando el devenir del tiempo y que comparten algunas liturgias que afianzan la cercanía. Como en la vida misma, un plot twist rompe esa atmósfera de silencio y detención. Leonor quiere estudiar inglés y dejar de lado el tedio de planchar y arrendar pantalones como lo hizo su madre. La fricción aparece ante la incomprensión de una madre que no parece estar preparada para, de alguna manera, aceptar el inevitable porvenir de su hija y lo que todo ello conlleva. Salir y proyectar otra forma de vivir. Otro abandono muy pronto, parece que piensa Estrella. La emancipación de Leonor es inminente. Con algunos tirones y llantos silentes la madre entiende que debe ceder. Leonor por su parte también empatiza con su madre y advierte su fragilidad emocional. Ambas se perciben y se entienden y se disfrutan cómplices, pero sus contextos las contrapone. Una película de silencios y estados, diálogos concisos y miradas largas. Una atmósfera teñida de duelo y rebeldía. Cuando la soledad absoluta llega para Estrella, la fragilidad se expone con fiereza. Si bien asistimos a un drama, el relato tiene la capacidad de añadir algunas notas de humor que nos sacan más de una genuina sonrisa. La distancia de la hija, quien parece ya haber resuelto su futuro en Inglaterra, desplanta en Estrella un nuevo cariz para resignificar su existencia. Empieza a llenar su vida con algunos estímulos que surgen en la interacción con terceros y en el nuevo giro de los engranajes a veces se encuentra torpe. Estrella transita la maquinaria del perder. Muerto su marido y lejos de su hija la angustia florece radiante, pero el dolor no es eterno. Un hombre que aparece fugaz la anima a hacer un vestuario para un concurso de baile. Alguien repara en sus habilidades y ella toma la sugerencia como un reto sano para escapar al menos por un rato de la soledad que la carcome. En el medio de los silencios parece existir en Estrella el pensarse amada de nuevo por un otro. A pesar de la distancia, Estrella le envía a su hija periódicamente una caja con sustentos típicos de la región. El vínculo parece disiparse por la diferencia horaria, por una hija que parece haberse adaptado a la independencia y por la impertinencia de una madre que por momentos no entiende el mutismo y llama a altas horas de la madrugada. Sin embargo, el amor permanece impertérrito. Todo lo que sucede podría suceder entre una madre y un hijo. Nada extraño. La comunicación, aunque cortada, existe. Hay un detalle significativo: Estrella decide confeccionar una camisa para su hija. Camisa que al momento de empacar observa y palpa y decide suya repentinamente. Con este detalle Estrella mutará de estado. Se empieza a pensar a sí misma, no ya como la extensión de su hija, sino como una mujer independiente, con deseos y proyectos. Llega su cumpleaños y la hija retorna sorpresivamente. El amor se evidencia en un hermoso abrazo. Estrella por primera vez en mucho tiempo, decide salir, ir al concurso de baile y quizás volver a cruzar mirada con el hombre que la volvió a conectar con algo que le gustaba y tenía soterrado. Ahora es Leonor quien está sola en casa y se pregunta ¿Qué encuentro en el cuarto de mi madre? Leonor encuentra recuerdos. Fotos. Ropa. Y un bandoneón. El bandoneón de su padre. Suavemente lo abre. Contempla el fuelle y lo hace sonar. El silencio en el relato se carga nuevamente de sentido. Y allí, en la repetición de una melodía, madre e hija se reencuentran transitando y duelando. Con nuevos tirones y aflojes comparten un imaginario. Una consciencia de semejanza. Más allá de todo, allí siempre estuvieron ellas, la una para la otra. Un relato sostenido por dos actrices brillantes que se complementan de forma instantánea. Planos cerrados reparando en los microgestos de los rostros. Escenarios domésticos pasados de moda y una decidida atmósfera de sigilo. El aire cortado por la ausencia. La ópera prima de Celia Rico seduce y sumerge. No hay pretensiones ni palabrerío vacuo. Hay estados al servicio de registros emocionales.
Astrogauchos es una película de época con aires parisinos, los años sesentas significaron para la Argentina el arribo de estéticas foráneas, entre ellas la francesa. Se nos endilgó así una cultura impropia y fuimos nombrados incluso como los parisinos de sud america. Un chiste de alta costura prét-á-porter. Ropa de etiqueta y el glamour de los cigarros finos. La película se presenta como una comedia en donde el héroe tropieza con un grupete de desbocados inexpertos y corruptos señores que habitan la orbe política. Todo es una gran incompetencia. Emilio, el protagonista (un soberbio Ezequiel Tronconi) es un científico que tiene bajo su brazo un proyecto para posicionar a la Argentina a la vanguardia en materia aeroespacial. La llegada a la luna es aún una proyección de las dos grandes potencias. - Publicidad - Como un relato contrafáctico, Argentina se vislumbra capacitada para clavar la bandera en la luna. Capacitada pero no. Casi como la realidad que nos acompaña y acontece perpetuamente. Un país que a veces sabe conferir ideas progresistas y que pocas veces logra progresar. Emilio ingresa al juego político, su afán para desarrollar su idea lo lleva a habitar un espacio absurdo. Un ministerio de la desidia, de la pérdida de tiempo. El proyecto es aprobado y él es designado a ocupar un cargo estatal para supervisar la construcción del cohete. El crédito, eso sí, se lo lleva un primo lejano de Onganía. Nada más y nada menos. Los personajes cargan un tono extraño. Incongruentes, exaltados y otras veces vaciados de emoción. Las situaciones irracionales abundan en ese ministerio, desde empleados que juegan al pinpong con mamelucos, hasta una veintena de secretarias que fuman empedernidamente sin hacer nada. El poder como objeto de corrupciones y corruptelas. Emilio parece ser el único digno en ese enchastre, aunque sus formas lucen inadecuadas y por momentos hasta pareciese que no sabe si quiera caminar. Es caprichoso y obsecuente y si bien reacciona y contesta tajante ante los delirios de terceros, parece que encuentra cierto regocijo en ser engañado. En definitiva, su condición de penante lo acompaña todo el tiempo, hasta el final. La cámara se articula en numerosos travellings ópticos y algunos paneos. El montaje juega con superposiciones y fundidos. Una película que de alguna manera rinde homenaje a esa herencia cultural y que asumiendo la forma de sátira busca reírse de ella. De la fachada chabacana. Ya sabemos que si raspamos un poquito, lo que parecía oro en realidad no lo es. Algunos decires y juegos remiten a Rejtman. Los escenarios y situaciones absurdas disparan a Jacques Tatí. Una comedia atiborrada de referencias estéticas, quizás excedida a conciencia. A secas, una nouvelle vague a la argentina. El problema puede que sea que Astrogauchos, más allá de sus juegos, sus escenarios, sus ropas y su pop, no logra generar tantas risas como las que uno como espectador espera de una comedia. El tono actoral no se consolida (a excepción de Tronconi) y algunas escenas resultan un tanto forzadas, sin embargo, lo destacable es el riesgo que asume Szulanski al atreverse a un género que en nuestro país vive maltratado por superproducciones que siguen apostando por un humor vetusto y maloliente. Aquí tenemos una película pequeña, estéticamente correcta y con un destacable protagonista. También encontramos algunas pinceladas narrativas interesantes. Algunos detalles históricos bien empleados. La fórmula no siempre encuentra su lugar. Claramente hacer una película no es fácil. Ardua tarea. Escribir sobre una es una tarea más accesible.
BADUR HOGAR, la segunda película de Rodrigo Moscoso (luego de una larga pausa de ocho años tras su ópera prima Modelo 73) es una comedia romántica de embrollos. Y una película federal, un relato descentralizado que se sitúa al norte de nuestro país, Salta. Hemos visto hartas veces el retrato de la idiosincrasia salteña, sobre todo el de familias acomodadas. El escenario siempre muestra terratenientes y empleadas con cofia. La diferencia social en medio de idílicos paisajes. Aquí también veremos un poco de eso, desde el tamiz melan-cómico. - Publicidad - En dicho film, Juan Badur (Javier Flores) hijo cuarentón y heredero de un ex emporio electrodoméstico, vive su cotidiano en el confort más impasible. Aún convive con sus padres. Su destino incierto le permite algunos estímulos caprichosos. Es su labor de limpia piscinas junto con su gracioso humilde amigo y empedernido metalero lo que lo cruzará con un ex compañero del colegio al que le fue mejor en creces. Allí se origina una mentira, la mentira azul francia. La mentira del progreso. Sin embargo, quien realmente quebrará el stato quo en la vida de Juan será Luciana (Bárbara Lombardo) una joven porteña de carácter aguerrido que elige Salta para escapar de su anterior vida. Casi compartiendo igual condición que su flechazo, también se sumará al juego de fingir apariencias frente al tercero indeseado, poniendo en práctica una especie de ejercicio teatral desenfadado e inocente con el único fin de recrear un otro lúdico. En ese transcurrir, el amor nace genuino y se legitima en el cristalizado comercio heredado. Un espacio anquilosado en el tiempo. Decorado alegórico de lo viejo frente a lo nuevo. Lugar que pide refundarse tanto como Juan Badur. ¿Cuál es el precio que se paga por la bondad de lo que se adquiere? El amor le señala a Badur afrontar la realidad y deshacerse de la inmadurez que lo silencia de sus temores, para así darle rienda a lo que se presenta como inédito. Badur lo sabe, aunque niega su responsabilidad. Lo que empezó siendo un juego consensuado de micro ficciones, es ahora un impedimento para construir un porvenir. Una vez disipado el ruido, habrá un re-comienzo tanto para él como para ella. Un destino que se sugiere compartido. El director propone un elenco variopinto con fuerte presencia local, entre ellos Nicolás Obregón, como el secundario entrañable y Cástulo Guerra, actor salteño que desembarcó tiempo atrás en Hollywood, realizando papeles en películas de corte mainstream como Terminator y Los sospechosos de siempre. Bárbara Lombardo, la coprotagonista, como la foránea porteña que exhibe otro sonido de la misma lengua. La dupla protagonista derrama buena química y conduce los malos entendidos en medio del folclore local. Una comedia universal con tintes dramáticos y tonada salteña, pequeña y precisa, sin pretensiones innecesarias y con un personaje femenino que lejos de ornamentar, conjuga y acciona, escapando así de la configuración tradicional sobre los roles femeninos en los relatos románticos.