Antes que nada, debo decir que detrás de la traducción del título en español se esconde una maniobra publicitaria que, si bien no miente, sí refleja su afán desesperado por convertirse en otro eslabón más de la franquicia Amityville, cuando en realidad solo convoca a la película de los setenta al final, con un plano de apenas cinco segundos. Lo que hace el director y guionista canadiense Sheldon Wilson en El origen del terror en Amityville, es recopilar todos los elementos posibles del género -desde la telequinesis hasta las puertas que se abren y se cierran solas, pasando por algún tipo de espíritu demoníaco y los infaltables adolescentes en pleno descubrimiento sexual-, y así como salen de la fotocopiadora, meterlos adentro de la típica casa embrujada en medio del bosque con sus respectivos tablones de madera que crujen y alteran los oídos. Jodelle Ferland interpreta a Angela, una joven huérfana de madre, que consigue trabajo en la famosa casa Briar como responsable de Adrian (Sunny Suljic), un niño mudo que acaba de mudarse a la casona con su madre soltera (Pascale Hutton) y quien no es más que una mezcla insípida del catatónico Danny Torrance de El Resplandor y el pequeño Damien de La Profecía. De un flashback potente que promete un suspenso psicológico mayor al que luego se ofrece, nos enteramos de la inexplicable desaparición de los antiguos propietarios, la cual nutre desde hace 17 años la superstición del pueblo más cercano. Una vez plantada la trama, Wilson no intentará jamás correrse del tutorial de las dark old house, y, salvo alguna que otra escena inicial, la previsibilidad a la hora de asustar al espectador cubrirá el largometraje, lo dejará quieto, girando sobre sí mismo, repitiendo unos pocos recursos en loop. Se contentará con minar la película con golpes de puertas en fuera de campo, objetos que se mueven solos, iconografía satánica, y ruidos abruptos e invasivos que aparecen desligados por completo de la imagen. Gracias a cierta imaginería visual, los primeros minutos parecen concentrar una ambición mainstream similar a la de El conjuro o Actividad Paranormal, sin embargo, una muerte en clave clase B desconcierta y refuta por un instante todo lo anterior. Este abanico de sub-géneros, al que se le une un tenue thriller psicológico, podría resultar interesante pero lo que hace en verdad es imposibilitar la manera de pararse ante el filme. Por un momento no se sabe si estamos ante un homenaje al terror dorado de los setenta y ochenta, eso sí: un homenaje extensivo y bastante democrático, ya que no debe ser para nada fácil meter tantas películas dentro de una sin que se filtre una idea propia. Por otros, parece que lo que estamos viendo es una sátira al género. Sino no se explica cómo puede haber personajes tan clichés, como la empleada negra de gestualidad exagerada o esos bad boys inocentes recortados cuidadosamente por el troquelado de una revista para chicos, a los que uno no imagina para nada que mueven droga, mucho menos que son capaces de disparar un arma. A diferencia de Alejandro Amenábar, quien sí supo darles una limpieza a las casas embrujadas con The Others, Wilson intenta lo mismo con su plot twist final, pero más que sorpresa, lo queda es un guion ahuecado e inconexo. El origen del terror en Amityville, se mete al género como un intruso indeciso a la hora de robar. No rompe nada, casi ni asusta, y así como entra, se va. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Steven Sorderbergh nos engañó a todos. Hace un tiempo había anunciado su retiro del cine argumentando que las nuevas tecnologías y formas de producción podían subsistir al margen de Hollywood. Otro rumor que corría era que al compulsivo y ecléctico director, quien siempre tuvo la habilidad de saltar de lo comercial a lo experimental sin mancharse los zapatos, se le habían agotado las ideas. Lo cierto es que Sorderbergh nos engañó, amagó y volvió a la pantalla grande con La estafa de los Logan, otro filme de atracos y delitos de guante blanco como a él tanto le gustan pero con un alto grado de humor por momentos sano, casi siempre ácido. Uno se preguntaría qué más puede otorgarle a la rigidez del género alguien que filmó, incluso tres veces, Ocean’s Eleven -aquella exitosa trilogía en la que Las Vegas se volvía el blanco oportuno para que una banda liderada por un George Clooney dandy y perfumado se hiciera de una importantísima suma de dinero- y la verdad es que el guion de la debutante Rebecca Blunt trae consigo una suerte de aire fresco. En esta nueva entrega el atractivo tiene que ver con una cuestión geográfica. La luminaria hipnótica de los casinos deja de ser el escenario para situarnos en una zona rural del sur de los Estados Unidos, lugar de hombres toscos, idiosincrasia hillbillys y música country (infaltable también un tema de Creedence). En su cuarta colaboración a las órdenes del cineasta, Channing Tatum interpreta a Jimmy Logan, un minero que debido a un problema en su pierna es despedido de su trabajo como constructor en un imponente autódromo. Gracias a sus conocimientos geológicos y edilicios -y guiado por una suerte de urgencia y revanchismo- el joven desocupado tiene planeado robar las ganancias del NASCAR, el evento automovilístico más popular y comercial de Estados Unidos, pero para eso (y para toda película de atracos), hace falta gente. Comienza aquí a repetirse la fórmula como si fuese un recetario médico. Primero, la planificación del robo que por más improbable e inverosímil que sea es contada con tanta certeza y seguridad que se vuelve incuestionable. En este punto, el director se reafirma como un gran conocedor del entretenimiento y de cómo hay que hacer para mantener el ritmo trepidante en el espectador. Cuando parece que la costura queda a la vista, Sorderbergh ya nos está arrojando una catarata de elipsis sin darnos tiempo ni siquiera a sacar la lupa del bolsillo. Cuando la historia parece desviarse hacia el drama familiar o hacia algún que otro carril romántico, una buena pelea en un bar, una explosión o un amotinamiento carcelero son ases útiles para que la adrenalina no baje. Segundo, como todo clan delictivo se requieren personalidades complementarias y arquetípicas. Al cráneo Jimmy se le unen rápidamente sus hermanos Mellie (Rilley Keough) y Clyde, que no es más que Adam Driver trasladando su sosegado personaje de Paterson (Jim Jarmusch, 2016) a un bartender quien, producto de la maldición genealógica que acecha a los Logan, también sufre de un infortunio anatómico al haber perdido su brazo en la Guerra de Irak. Sin embargo, toda la empatía queda concentrada en el personaje de Daniel Craig, un irreverente experto en explosivos llamado Joe Bang, al que le faltan solo seis meses para quedar libertad. La rusticidad de estos personajes se vuelve la contracara de la elegancia que envolvía al elenco de Ocean’s Eleven lo que aumenta no solo lo absurdo de la trama, sino el grado de comicidad al poner a prueba a este puñado de desclasados white thrash sin más fortalezas que el carisma y las ansias de contrariar su destino con un golpe directo y al hueso. La estafa de los Logan apenas sorprende pero gracias a su guion repleto de referencias a la cultura pop contemporánea y un elenco con alguna que otra estrella (entre los cuales -por más mínimos que sean sus papeles- sobresalen Hillary Swank y el humorista Seth MacFarlane) entretiene, divierte y vuelve la película efectiva en cuanto da lo que uno va a buscar. Menos mal que Sorderbergh no sabe cuándo retirarse. Por Felix De Cunto @felix_decunto
El último largometraje de Anahí Berneri (directora de Un año sin amor, Encarnación, Por tu culpa y Aire libre) inicia de forma contundente en la privacidad de su protagonista. Alanis vive con su amiga Gisela y su bebé Dante de apenas un año y medio, en un departamento que funciona al mismo tiempo como hogar y lugar de trabajo: las dos son prostitutas. A partir de una serie de denuncias la policía toma conocimiento de la situación, y haciéndose pasar por clientes ingresan a la fuerza y se llevan detenida a Gisela, dejando a una madre y su hijo prácticamente tirados en la calle. Lo que sigue de aquí en adelante es un manual de supervivencia, un peregrinaje maratónico por ese micromundo kitsch que es Once, todo impulsado por la energía que una circunstancia así solo puede otorgar el amor filio-maternal. Gracias a la potencia y la frontalidad de Sofía Gala a la hora de construir su personaje -clausurando en el espectador cualquier tipo de prejuicio moral por las acciones que se ve obligada a cometer- el relato avanza con la urgencia de alguien cuyos pies tocaron fondo y ahora debe recaer nuevamente en el uso del cuerpo para ascender, pero esta vez parando en las esquinas a sabiendas de los peligros que corre. Su tez es demasiado blanca para ofrecerse en los alrededores de Plaza Miserere y las dominicanas de la zona se lo dejaran bien clarito. Estamos ante un cuerpo con una doble funcionalidad: cuando no sirve de refugio y alimento para su hijo, funciona como “herramienta de trabajo”, se vuelve pura mercancía. En esta línea, su figura sutilmente iluminada rebota contra los espejos, quedando duplicada, a veces fragmentada y hasta incluso marginada en alguna esquina del encuadre. Así y todo, es posible encontrar algún que otro respiro, un remanso entre tanto pantano urbano. Del contraste entre el derrotero del personaje de Sofía Gala y los instantes de distención que ofrecen las secuencias con su hijo, nace el equilibrio. Punto aparte para la “actuación” improvisada del pequeño Dante, quien por disciplina, alineación de los astros o perspicacia de la directora, llora justo cuando tiene que llorar, ríe cuando tiene que reír, y hace del “pedir la teta” (esa misma teta que en otras escenas será prestada a quienes paguen por ella) un leit motiv cómico, que hace olvidar por completo la situación desfavorable en la que están envueltos. En algún sentido se podría decir que en Alanis lo documental se hibrida con la ficción, no con la misma turbulencia documental de La noche , de Edgardo Castro, donde la periferia de Plaza Miserere y todo su círculo nocturno de drogas, strippers, travestis y prostitutas era registrada con un alto grado de exposición que por momentos rozaba lo obsceno. Pero sí, en la película de Berneri las trabajadoras sexuales que aparecen lo son en la realidad. La calle, los negocios, los hoteles alojamiento y las diferentes locaciones son captados sin artificios, casi al desnudo, lo que no implica tampoco una limitación en términos de calidad de imagen o prolijidad. Por más reducidos que estos espacios sean, la directora se las ingenia para encuadrarlos con un sentido geométrico único, como si jugara al tetris con ellos. A Berneri le bastan solo tres días en la vida de Alanis, madre y prostituta, para dar un pantallazo general de la inestabilidad laboral, de la estigmatización y de la situación hostil en la que se encuentran las trabajadoras sexuales. Sin embargo, antes de tomarse todo tan a la ligera hay que especificar una cosa y es que la película de ningún modo pretende ensuciarse las manos metiéndose en el mundo de la trata, solo ilustra el tabú que hay en quienes practican este oficio a través de una mujer específica, individualizada y en teoría “independiente”. La obra pone sobre la mesa un abanico de cuestiones que van desde lo judicial y lo burocrático, pasando por la sordidez de las calles, hasta el fuero íntimo y la libertad en las elecciones personales (limpiar baños ajenos en vez de salir a ofertar el cuerpo también es para Alanis una forma de ser presidiaria). ¿Quién decide entonces que ser empleada doméstica es más digno que ser prostituta? ¿Por qué una sociedad –y todo su aparato cómplice- apuntan con el dedo y denigran a quienes ejercen esta profesión? Los interrogantes que se plantean son directos e incisivos. Están ahí para tocarnos el hombro y de un manotazo sacudirnos la cabeza hasta que se nos caiga la venda de los ojos. Por más alianzas que puedan hacer entre ellas, por más auxilio que se puedan otorgar, hay una deuda estatal, un prejuicio social, una situación realmente inestable que hace que las meretrices sigan condenadas al éxodo. Por Felix De Cunto @felix_decunto