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Las nuevas tecnologías han democratizado la posibilidad de hacer películas. La baja en los costos que han implicado los avances en las filmaciones en digital, explican la posibilidad de que, en determinado momento, dos hermanos (Diego y Pablo Levy), ligados sólo lateralmente al mundo del cine (a través de la fotografía el primero y de la actuación el segundo), puedan haber tomado la decisión de filmar el microcosmos que envolvía el lugar donde trabaja su padre...
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En el marco de una muy acotada y algo decepcionante presencia latinoamericana (las olvidables y trilladas Bonsai y Miss Bala, chilena y mexicana, respectivamente, y las más interesantes películas brasileñas O Abismo Prateaedo y Travalhar Cansa), una pequeña película, cuyo resumen argumental podía espantar a algún prejuicioso, terminó por llevarse no sólo la Cámara de Oro, sino a generar una corriente de cariño y empatía que no es habitual en un evento monstruoso (por lo extenso, inabarcable y, en algún punto, impersonal) como lo es el Festival de Cannes. Esta película es Las Acacias, de Pablo Giorgelli. Confirmación (si es que ella fuera necesaria) de lo extensa, rica y heterogénea que es la producción del cine de nuestro país, nos encontramos aquí con un relato que sigue la historia de Rubén (Germán de Silva), un camionero que, además de su habitual carga, debe transportar desde Paraguay hasta Buenos Aires a una joven madre, Jacinta, con su hija Anahí (Hebe Duarte y Nayra Calle Mamani, respectivamente). Road movie en el que, como lo imponen sus reglas, los viajeros no serán los mismos al final del periplo, Las Acacias logra evitar a un tiempo los peligros y tentaciones que podrían haber representado cierto costumbrismo que tanto mal ha hecho a nuestro cine (por un lapso que nunca parece terminar del todo) o el acudir a ultra-transitadas fórmulas festivaleras, como lo podría haber sido la que tiene que ver con el cansino transcurrir de la nada. El camino que se elije recorrer es muy difícil de transitar: una anécdota pequeña, evitar los subrayados, hacerse fuerte en un sólido guión (en el que dicen más los silencios y las miradas que las palabras) y en actuaciones que no podrían ser mejores. Y ese desafío es superado con elegancia y sutileza; la mutación del solitario y cascarrabias camionero se explica en la gracia y silente dignidad de la forzada pasajera y su encantadora beba. Es por ello que la creciente sensación de agridulce y serena alegría que nos transmite esta sutil historia que queremos creer de amor nos acompaña al salir de la sala. Los personajes tienen una ternura, textura y profundidad que hacen que nos interesemos en su devenir y hasta que nos ilusionemos con la improbable posibilidad de un happy ending con que piadosamente nos despide la película.
El título local con el que se estrena esta producción de la mítica Hammer Films juega sin tapujos con cómo se conoció por estas tierras ese divertido pastiche porno soft que era Sliver (1993). De esa “Invasión a la privacidad”, gracias a la presencia de la hermosa Sharon-Bajos instintos-Stone, y a que el tiempo ha ayudado a olvidar al Baldwin utilizado en esa ocasión para los menesteres pertinentes, guardo un recuerdo que hace palidecer la actual película homónima (al menos por estas tierras; a quien corresponda: ¡gracias por la originalidad!). En este caso, nuevamente tenemos la historia de una mujer (Juliet Devereau, doctora interpretada por Hillary Swank), que tras romper con su novio se va a vivir a un amplio departamento antiguo, de alquiler sospechosamente barato, cuyo locatario (Max/Jeffrey Dean Morgan) aparece en principio como atento y encantador. El cómo esa relación va derivando en la escalada de voyeurismo y violencia, de encierro y persecución (hablar de El Inquilino, la de Polanski o la de Schlesinger, sería un exceso de ponderación hacia esta película) carece de clima y de progresión dramática. Por si a algún distraído (distraído al borde de sufrir una enfermedad cognitiva, deberíamos decir) se le escapa por dónde viene la trama desde el minuto cero de la narración, no daremos mayores detalles; lo que molesta (aun previendo el devenir de la historia) es la perezosa previsibilidad, el flashback explicativo para subnormales, la estética clipera que se quedó anclada en los 90 (ya sabemos: bañeras, velitas, copas de vino tinto) y ¡lo que es peor! la ausencia total de algún momento (¡uno!) que pueda causar algo parecido al terror (o al menos, miedo, o susto). Por último, sólo queda agregar que, olvidándose de que la Hammer no sólo fue la génesis del lanzamiento al estrellato de dos figuras como Peter Cushing y Cristopher Lee (aquí haciendo un papelito como abuelo de Max), sino que supo no hacer asco al erotismo (cruzando por ejemplo las historias de vampiros con el lesbianismo), las escenas de sexo son pacatas, eluden mostrar piel y terminan recordando alguna publicidad de perfume.
Que se presente una nueva película de Nanni Moretti siempre es un evento para festejar. Que vuelva a abordar el tema de la religión y el de la iglesia (no confundir), remite a su primera película estrenada en Argentina, Basta de sermones (La Mesa e Finita). Con menos desencanto, pero no por eso con menos filo, Moretti construye una serie de viñetas (que, es cierto, no siempre funcionan con igual eficacia) en las que la ironía y hasta la sincera sorpresa desnudan un mundo que por ridículo no deja de mostrar su costado perverso, regido por insólitas reglas de conducta y sistema de valores. La elección del Papa (Michel Piccoli) que duda en aceptar su designación y la entrada en escena de un psicoanalista para ayudar en esa circunstancia (el propio Moretti) dan lugar a grandes momentos en los que se muestran en paralelo las actividades que aquel psiquiatra emprende para matar el tiempo en su involuntario encierro en la Santa Sede (torneo internacional de vóley entre los prelados de los distintos países que eligen al máximo pontífice) y el deambular por Roma del Papa fugado (que da cuenta de su frustrada vocación actoral). Frente a la gestualidad de reminiscencias algo siniestras del actual Jefe de la Iglesia, la enorme y encantadora presencia de un Piccoli que expresa su convencimiento en cuanto a su falta de fortaleza para modificar de raíz lo construido sobre los cimientos que forjó San Pedro, complejiza lo que en otras manos podría haber sido un “film de denuncia”, al poner en el centro de la escena un personaje que provoca una ineludible corriente de ternura y empatía. Moretti nos deja imágenes e ideas inolvidables, en una línea menos subrayada que la de El Caimán (película injustamente atacada, a mi entender, sin embargo), mostrándose en plena forma y compartiendo su cosmovisión de consabido cascarrabias que tanto extrañábamos.