Los cambios sociales profundos que Internet ha traído y que posiblemente traerá son el tema central de Lo and Behold, el documental con el que el Werner Herzog ofrece una visión del mundo entre lo sombrío y lo futurista, y que se proyecta hoy, a las 18 y las 23, en el Cineclub Hugo del Carril (y repite todo el fin de semana). A través de una serie de charlas con especialistas y personas cuyas vidas fueron alteradas por la web, el director alemán propone un recorrido desde los albores de este invento –a fines de la década de 1960– hasta la actualidad, sin pasar por alto las transformaciones que se esperan para las próximas décadas. El resultado es fascinante, en buena medida por el talento de Herzog para orientar sus entrevistas, con preguntas amplias, pero también curiosidades puntuales acerca del personaje que tiene en frente. A la vez deja un sabor amargo, una idea algo trágica de Internet, por el uso que los humanos hemos hecho de esta herramienta. El testimonio de una familia que perdió a una hija en un accidente y, a partir de ello, fue víctima de trolls, es elocuente en ese aspecto. También las palabras de los adictos a Internet, o de las personas que viven en una comunidad aislada, en la que no hay conexión. En otro gran momento del documental, Kevin Mitnick, un hacker legendario, deja en claro que el uso que hacen las personas de Internet es lo que representa la verdadera vulnerabilidad del sistema. Lo dice en referencia a la seguridad informática, pero es perfectamente aplicable a cualquier otra arista del tema. Danny Hillis, otro de los entrevistados, comenta en un momento de Lo and Behold: “Como Internet se diseñó para una comunidad que se tenía confianza entre sí, no tenía muchas protecciones”. A través de sus 10 capítulos, el documental repasa nuestras dependencias actuales con la conectividad y desliza hipótesis sobre el futuro: robots que puedan jugar al fútbol tan bien como Messi, viajes a Marte o una ciber guerra que tal vez ya se desató pero de la que no todavía no nos enteramos. Y una comunicación virtual cada vez mayor, en detrimento del diálogo cara a cara, el mismo que plantea Herzog en todo el documental.
La trastienda de un líder Michael Fassbender es Steve Jobs en esta nueva biopic del hombre que manejó los hilos de la revolución digital. Uno de los riesgos de filmar la biopic de un personaje tan complejo como Steve Jobs es dejar afuera algunas facetas de su personalidad o fragmentos de su historia. La edición debe ser cuidadosa y balanceada si la intención es ofrecer un retrato fiel, pero se sabe que en el cine eso no puede ser el único objetivo. El guion de Steve Jobs, a cargo del confiable Aaron Sorkin (Red Social), está basado en la popular biografía escrita por Walter Isaacson, pero se toma sus licencias para abordar varios dramas en la vida del gurú de Apple, interpretado con talento por Michael Fassbender. La película se divide en tres actos que representan el detrás de escena de tres lanzamientos emblemáticos en la vida de Jobs: la Macintosh (1984); la computadora NeXT, empresa que fundó luego de que lo despidieran de Apple (1988); y la iMac (1998), su regreso triunfal a la compañía de la manzana. En los minutos previos que anteceden a esas grandes presentaciones, Jobs enfrenta situaciones adversas que van desde lo técnico (un desperfecto que puede arruinarlo todo) a lo sentimental (su conflictiva paternidad). Los diálogos en Steve Jobs son veloces e intensos y permiten a Fassbender mostrar algunas características del genio informático: su inteligencia aguda, su despotismo, su desprecio y esa “distorsión de la realidad” que le permitía tensar sus exigencias hasta situaciones absurdas. En ese aspecto, hay una escena notable en la que su compañero y amigo Steve Wozniak (Seth Rogen) le reclama crédito por su trabajo y Jobs se lo niega con argumentos propios de un líder tirano, al que sólo le interesa mirar hacia adelante. El director Danny Boyle convierte esas trastiendas en escenas cargadas de una tensión extraña y urgente, en las que Jobs es un planeta con varios satélites que lo rodean. Sus relaciones con su hija Lisa, su exnovia Chrisann Brennan, el propio Wozniak, la encargada de marketing Joanna Hoffman (Kate Winslet), el CEO John Sculley (Jeff Daniels) y el programador Andy Hertzfeld (Michael Stuhlbarg) muestran las distintas caras de un hombre demasiado complicado de narrar. En ese conjunto que formaban el genio tecnológico, el maniático del diseño, el director natural de tendencias new age y el hombre que desafiaba los objetivos capitalistas, había un personaje histórico que todavía cuesta asimilar y que, como los grandes líderes, marcó la vida de millones de personas.
El final del verano. En Vóley, Martín Piroyansky retrata en clave de comedia a un grupo de amigos que entran en conflicto a partir de la tensión sexual que generan entre sí. Hay una especie de sentimiento fugaz que une los trabajos de Martín Piroyansky, el intento por dibujar la viñeta siguiente a la fase coming of age, un género que muestra el paso de un periodo de vida al siguiente (por lo general, de la adolescencia a la adultez). En Vóley, ese retrato (que pareciera extenderse cada vez más con el correr de los años) está en clave de comedia, aunque algunas escenas provoquen más melancolía que gracia. Un grupo de amigos decide pasar sus vacaciones en una casa de verano del Tigre, propiedad de la familia de Nicolás (Piroyansky), al que apodan “Cavernico” por sus impulsos hormonales: es divertido, promiscuo y mantiene sus sentimientos controlados a través de un discurso antropológico bastante subjetivo y de muy dudable validez. Lo acompañan Pilar (una especie de amiga con derecho, interpretada por Inés Efrón), su gran compañero Nacho (Chino Darín) y su novia Manuela (Violeta Urtizberea), y la misteriosa y esnob Cata (Vera Spinetta). Minutos después de su llegada a la casa se les suma Belén (Justina Bustos), amiga de Manuela, una rubia de belleza intimidante que despierta una tensión sexual muy palpable en el ambiente. Cada uno interpreta una suerte de estereotipo de la post adolescencia, personalidades que juegan con emociones y valores propios de una época y una clase social puntuales. La película plantea un cuadro de situación en el que los perfiles entran en conflicto a partir de la convivencia. La chica retraída e intelectual, la soñadora y colgada, la responsable y obsesiva, la seductora y segura, el chico maduro, el despreocupado: cada personaje juega su rol en un escenario bucólico y libre, con la falta de preocupaciones que permiten las vacaciones, y motivados por las drogas y la música. En su búsqueda estética, el Piroyansky director usa los colores opacos, una técnica probablemente inspirada en cierto cine de autor norteamericano (incluso la fuente tipográfica de los créditos es amarilla y con ausencia de mayúsculas), y la ropa de los chicos es informal pero cool, muy en sintonía con tendencias actuales, algo que también se percibe en algunas líneas de diálogo y chistes que en otra época seguramente no hubieran funcionado. Es un poco exagerado calificar a Vóley como una película generacional, pero queda claro que está la intención de retratar costumbres de cierta juventud de hoy. Todos los habitantes de la casa viven aventuras –sexuales y sentimentales–, pero es Nicolás el que juega más fuerte. Es la figura central de ese partido de vóley en el que todas las tensiones laten por debajo de la adrenalina deportiva, una escena que resume el clima de esas vacaciones con excesos y romances intermitentes. Y como todo el mundo sabe, en algún momento las vacaciones se terminan.
Los Caballeros del Zodiaco: la leyenda del Santuario recrea y aggiorna un momento clásico del manga de Masami Kurumada. El desafío principal de Los Caballeros del Zodiaco: la leyenda del Santuario es claro desde el comienzo: debe satisfacer a los fanáticos de la saga y a la vez entretener a un público muy joven que no está familiarizado con caballeros de bronce, signos zodiacales y poderes místicos que surgen a partir de sentimientos nobles. Para lograr el objetivo, la compañía Toei Animation, aunque japonesa, decidió “occidentalizar” un poco la historia. Esto es: reducir el argumento de uno de los momentos más recordados del manga y el posterior animé para que funcione en la lógica de una película taquillera. Y le otorgó efectos tridimensionales para que las batallas (y los poderes, los colores, las hermosas arquitecturas) fueran más espectaculares, con efectos de slow motion y travellings que recuerdan los más logrados videojuegos de pelea. Liderados por Seiya, los Caballeros son un grupo de amigos que desde niños fueron entrenados para defender a la joven Saori Kido, reencarnación de Atena, la diosa griega. En el filme, deben acompañarla al Santuario para demostrar que Kido es aquella divinidad y no una impostora, como asegura Saga, el líder de aquel lugar, un personaje oscuro que en el fondo representa a un villano clásico, corrompido por el poder y la ambición. Mientras Saori agoniza a raíz de una herida, Seiya, Shiryu, Hyoga, Shun e Ikki, Caballeros de Bronce, deben atravesar las 12 casas del Santuario, cada una perteneciente a un signo del Zodiaco y protegida por un Caballero Dorado. Es probable que varios seguidores de la primera hora protesten por algunas simplificaciones en el argumento, aunque el propio Masami Kurumada, creador del manga, haya sido el productor ejecutivo de la película, y los doblajes al español estén a cargo de las mismas voces del dibujo animado que pudo verse en la televisión argentina de la década de 1990. Sin embargo, la trama de fondo se respeta. Incluso cuando el enemigo a vencer es más poderoso, el valor de dejar la vida por las convicciones supera todos los obstáculos y agiganta la fuerza. Cuando Seiya pronuncia “Voy a elevar mi cosmos, lo elevaré al máximo” puede sonar cursi, pero también emocionará a un puñado de nostálgicos.
No sos vos, soy yo Lo primero que recibe el espectador de Todos tenemos un plan no es una imagen, sino un sonido. Amenazante, levemente incómodo: el sonido de un enjambre de abejas. A partir de allí ya podemos deducir que estos insectos –o la apicultura, para ser más precisos– van a funcionar como una analogía del devenir de los protagonistas, algo que se confirma hacia el final de la película. En principio, la trama aborda un trasfondo clásico. Una persona que lleva una vida convencional comienza a fantasear con la idea de dejarlo todo para abrazar una nueva experiencia, más salvaje y menos programada. Esa persona es Agustín (Viggo Mortensen), cuya relación con Claudia (Soledad Villamil) se desmorona por su propia desidia. Pero un encuentro con su hermano Pedro (nuevamente Viggo), un hombre enfermo instalado en el Tigre, lo hará vislumbrar la posibilidad de ese cambio radical que anhela en secreto. A partir de allí la acción se sitúa en la isla, a la que la directora Ana Piterbarg convierte en una zona oscura, donde los habitantes disimulan sus verdaderas intenciones bajo una aparente tranquilidad. En esa tensión constante, y una vez muerto su hermano, Agustín viaja hacia allí simulando ser Pedro, pero poco a poco descubre un pasado criminal que complica las cosas. Adrián (Daniel Fanego), otro habitante de la isla, es el verdadero motor de los trabajos siniestros que involucran a los hermanos y en ocasiones también a Rosa, una Sofía Gala que sorprende gratamente, aunque sus raptos reflexivos le quitan algo de frescura al personaje. Como las abejas en una colmena, cada uno de ellos tiene su misión en ese escenario suspensivo, calmo sólo en la superficie, aun cuando desconozcan sus destinos. Uno de los grandes aciertos de Todos tenemos un plan (de su guión, en rigor) es la dualidad que plantea para cada personaje, un desafío interpretativo que no siempre se resuelve bien en la pantalla, pero que de todas formas condimenta un argumento original, que mantiene oculta su resolución hasta los últimos minutos, y hace que la película pueda llegar a buen puerto.