La historia de la película Las fiestas abreva en las tradicionales celebraciones que se producen en Año Nuevo. Estas fechas, punto de encuentro de la mayoría de las familias, son esas ocasiones anuales en las que salen a relucir los pases de factura acumulados durante mucho tiempo. En la trama, María Paz (Cecilia Roth) es la mujer que atraviesa una madurez espléndida, aunque debido a una salud endeble, acaba de atravesar una experiencia cercana a la muerte. Al ser dada de alta, luego de una larga internación, intenta rehacer la relación conflictiva que tiene con sus tres hijos y los invita a pasar unos días junto a ella, en su quinta. Así, Sergio (Daniel Hendler), el mayor, quien en apariencia busca ser condescendiente con la atención de su madre; Luz (Dolores Fonzi), la hija rebelde y cuestionadora y finalmente su hija trans Maly (Ezequiel Díaz), se trasladan al apacible campo donde todo parece fluir de la mejor manera. Pero, por circunstancias y resentimientos que anidan en el pasado y no están del todo explícitos, pronto advertirán cómo la personalidad materna intenta volver a tomar el control. Madre competitiva La protagonista prácticamente delegó en su amiga Muñeca (Maitina De Marco), la crianza de sus vástagos. Es una madre buena y comprensiva, pero no ante los ojos de su estirpe. El principal problema radica en que quiere vivir al ritmo de su descendencia y compite con ellos constantemente, dejando en claro que existe una manipulación muy etérea. Por fortuna, el tono buscado desde la dirección es la sutileza. Esta matrona nunca eleva la voz, ni cae en el dramatismo del llanto. Por el contrario, maneja los hilos de la cotidianeidad, de una forma apenas perceptible. Las relaciones de sus retoños tampoco son un ejemplo de virtudes. Sergio atraviesa una crisis matrimonial al descubrir que su esposa podría estar engañándolo con otro hombre. Luz está separada del padre de su hija Carlita, tiene dificultades para mantener un vínculo estable y deposita en algún encuentro transitorio, como con el hijo del jardinero, la esperanza de obtener un momento placentero. A su vez, Maly, trabaja como mesera, soporta el maltrato de los clientes y hasta debe sortear las burlas que recibe cuando algún desubicado le grita barbaridades en la calle. Es como si ninguno de los miembros del terceto estuviera preparado para afrontar la vida tal como es, con circunstancias positivas y negativas. El guion, escrito por el propio director Ignacio Rogers, junto a los actores Julieta Zylberberg, Esteban Lamothe, Ezequiel Díaz y el dramaturgo Alberto Rojas Apel, fluye de manera natural, sin bajar línea ni pontificar sobre cómo deberían funcionar las relaciones familiares. Por el contrario, presenta las situaciones de una manera tan espontánea que funciona como si instaláramos una cámara dentro de cualquier hogar de una familia contemporánea. Para destacar, la entrega absoluta de Roth, una especie de otoñal imagen salida de una pintura campestre, la espontánea rebeldía de Fonzi, la presencia de Hendler y el compromiso actoral de Díaz, en un rol exigente.
La historia comienza con la llegada de Génova, allá por principios del siglo XX, de Américo Bertotti (Diego Peretti), quien deposita sus esperanzas en ayudar a construir un nuevo país. En pos de sus sueños de progreso, se instala en Mercedes, provincia de Buenos Aires donde funda una tradicional pizzería. En su alma anida una esperanza: que el emprendimiento eluda los avatares de la historia y que llegue, portando la tradición italiana, al año 2000. Quimera difícil, sobre todo por las transformaciones sociales y económicas que ha padecido nuestro país a lo largo de tantos años. Las peripecias continúan los tres últimos días de diciembre de 1999 y están centradas en la descendencia de los Bertotti, siendo Mirta González de Bertotti (Florencia Peña), el exponente máximo de la auténtica matriarca siempre atenta a resolver los problemas de la familia. Su esposo Zacarías (Guillermo Arengo), ha sido despedido tras veinte años de trabajo en la misma empresa y tienen tres hijos, el estudioso José María (Bruno Giganti) y dos retoños un tanto díscolos, la adolescente Sofía (Ángela Torres) y el rebelde Caio (Agustin Battioni). Con 51 años a cuesta, Mirta protege el nido hogareño con el escudo de su afecto inconmensurable, aunque la situación es tan crítica, que su hijo mayor desiste a una beca en el extranjero, para ayudar en las alicaídas finanzas del hogar. Para colmo de males el nono no está bien de salud y el negocio languidece con apenas un par de clientes. Pero a pesar de todo, la chispa de esperanza se enciende, y estos seres disfuncionales, como tantos en cualquier rincón del planeta, ponen manos a la obra para llevar adelante el deseo de Américo. Mirta toma las riendas con sus pichones y suma la ayuda de algunos parroquianos, para revitalizar el local, lavarles la cara a las paredes y poner en funcionamiento el horno a leña. Grotesco, excesos y humor negro Obviamente no contaremos acá cómo avanza y concluye la historia, sólo diremos que esta bienvenida comedia costumbrista, que remite inmediatamente al clásico Esperando la carroza, es pródiga en excesos, subrayados y hasta un poco de humor negro matizado por la muy buena música de Gerardo Gardelín. Bienvenidos los hallazgos de guion y dirección, en especial los soliloquios de la protagonista frente a cámaras y la unificación del tono de comedia de todo el elenco, en esta lograda radiografía de nuestra idiosincrasia. Para destacar, la entrega absoluta de Peña, una especie de volcánica Sofía Loren en pantalla y el siempre eficaz Peretti, quien tras un logrado maquillaje diseñado por Karina Camporino, con la especialista en caracterizaciones María Celeste Caparelli, se transforma en un anciano entrañable.
El filme está pensado para entretener. Por momentos lo logra, por otros no. Hay que analizar cada película en su contexto. Apuntada a romper con la taquilla de vacaciones de invierno, Locos sueltos en el zoo no pasará a la gloria ni por las actuaciones ni por la trama, claro está. Sí, quizás, como una de las primeras películas nacionales que le pone voz a animales reales (el movimiento a veces coincide, otras no). El argumento se enfoca en esa fauna parlante -en español neutro: cine for export-, hasta entonces un secreto conocido por pocos. Pero llega a oídos de un empresario inescrupuloso (Matías Alé) que entonces quiere robarse al gorila con la ayuda de dos detectives medio torpes. El director del zoo (Emilio Disi), la veterinaria (Luciana Salazar) y uno de los guías (Fabián Gianola) intentarán impedirlo. Muchos personajes son casi una parodia de sí mismos. Jelinek es la secretaria sexy y naif que dispara selfies; Marley hace de Marley: despistado y comedor de insectos; Florimonte es la guardia machona y exigente del zoo que se sensibiliza -y feminiza- cuando ve a Alé, un chanta galanteador. Dentro de tanta autorreferencialidad, una rareza ver a Disi actuando -y cumpliendo- un papel más serio. Lo rescatable: Waldo Navia y Pachu Peña como los detectives Bielsa, homenaje a los Tres Chiflados a pura mueca y puñetazos; y algún que otro chiste de los animalitos. Como cierre extra, todos bailan la canción de la película -guiño a "Quiero mover el bote" de Madagascar- con subtítulos incluidos. A fin de cuentas, el filme se erige como un infantil que busca enternecer, hacer reír y que no escapa del tinte popular -y bizarro- de otras producciones de Carlos Mentasti y la emblemática Argentina Sono Film, a saber: las nuevas de Los Bañeros, Papá es un ídolo o Brigada explosiva, entre otras.