Stockholm es una película minimalista española de bajo presupuesto que está partida en dos: la noche y el día. La noche es donde arranca el juego, la seducción. Durante una fiesta, un chico le pone el ojo a una chica. La chica vuelve caminando sola a su casa, el chico la sigue, insiste, le dice que se ha enamorado de ella. Ella desconfía pero de a poco va aceptando su compañía. Caminan bajo tonos azules, planos en movimiento (hay un largo plano secuencia a lo Linklater), canciones indies embriagantes. Él busca dar pruebas de amor, no se va a dar por vencido. De alguna manera logra que ella suba a su departamento. Luego se hacen tres preguntas cada uno y algo empieza a andar mal. Ella huye por la escalera, él la alcanza por el ascensor y se besan apasionadamente. Fundido a negro. Al día siguiente por la mañana comienza la película, el drama. Él es frio y distante, la antítesis del personaje de la noche. El departamento es blanco y crudo, los planos son quietos y asfixiantes. Ella está consternada, no estaba preparada para este cambio y para una nueva decepción en sus relaciones. Entonces decide jugar como él lo hizo anoche con ella. Se rehúsa a salir del departamento y allí comienzan una serie de trucos, peleas, cambios de posicionamiento entre los dos que desemboca en un final abrupto. Stockholm se pregunta: ¿Cuánto escondemos de nosotros a la hora de seducir a alguien? ¿Por qué la juventud quiere todo ya y ahora? ¿Por qué permitimos que nos tiendan una trampa? ¿Por qué nos enamoramos de nuestro “secuestrador” (Síndrome de Estocolmo)? Todas preguntas que desembocan en una película completamente olvidable. Un mal golpe de efecto, un diálogo chicloso de dos personajes que nunca resultan interesantes. La transformación de él es exagerada, inorgánica, nada sutil. Y eso en una película realista no puede suceder, hace mal a los ojos. Cassavetes realmente se arrancaría los ojos y le diría algo así al director (Rodrigo Sorogoyen): no filmes la desesperación si no estás realmente dispuesto a hacerlo. La juventud occidental hedonista, el deseo inmediato y sus consecuencias letales sobre las almas en pena. Ese podría ser un título aceptable para una tesis sobre Stockolm. El problema es que ni siquiera es eso (yo con ese título de tesis podría conmoverme). Es difícil conmoverse con dos personajes con tan poco espesor dramático (los actores Javier Pereira y Aura Garrido no generan empatía, no logran ser queribles o misteriosos en casi ningún momento) pero sobre todo con un guión que elige la manera más superficial para abordar la crudeza del amor. Lo mejor de la película son tal vez las filmaciones de los planos de día, logran un clima agobiante, a lo Haneke. Pero una vez más se exagera, todo es demasiado blanco y evidente. Y luego hay un final que no voy a develar pero que tiene un movimiento de cabeza que redime, al menos un poco, la actuación de Javier Pereira.
Pistas para volver a casa es una película que trata sobre (y es) una búsqueda y un viaje. La primera entrega de Jazmín Stuart como directora en plan solista, tras haber codirigido Desmadres junto a Juan Pablo Martínez en 2012, es una road-movie interprovinciana protagonizada por la efectivísima dupla que conforman Érica Rivas y Juan Minujín. Es la historia de dos hermanos que deben dejar atrás sus pequeñas vidas en la ciudad para acudir al encuentro con su padre (Hugo Arana), quien ha sufrido un accidente y los espera con extrañas noticias sobre su herencia y el paradero de su madre (Beatriz Spelzini) que los abandonó cuando niños. A partir de este encuentro con su progenitor herido y delirante, el relato sale disparado hacia una real aventura en la cual Dinah y Pascual deciden subirse al auto y emprender la búsqueda de un tesoro oculto por su padre. Lo que queda atrás, más allá de la vida mediocre de los personajes, es el tono costumbrista general que tiene el film en su comienzo: la historia se vuelve bien entretenida, rápida y, por varios momentos, graciosa. Érica Rivas y Juan Minujín consiguen desplegar un humor muy personal, y una sobrada facilidad para ir y venir entre la comedia y el drama. Ellos son, sin dudas, uno de los puntos más altos de la obra. Ellos son, sin dudas, dos grandes actores. Ambos intérpretes tienen una responsabilidad directa en el hecho de que la cinta, en términos generales, sea muy disfrutable. La joven pero reconocida actriz y directora, Jazmín Stuart, creó la historia y logra contarla de una forma fresca. Éste es el otro punto alto de Pistas para volver a casa: la narración es ágil, la película no podría considerarse lenta, como todos los haters del cine argentino prejuzgarían. Aquí todo ocurre con un ritmo que hace que el relato no se estanque y avance. Los personajes se mueven por distintos escenarios fotográficamente originales y hermosos. Hay varias escenas (en particular, la cual en la que un caballo aparece, un momento muy extraño y bello) que podrían llegar a ser recordadas por el público una vez terminada la función y, aunque el guion no sea súper realista, ni se esfuerce de más por responder nuestras dudas existenciales, terminará constituyendo un film ameno que propone un estilo particular y apuesta por la generación de nuevos estilos para nuestro cine.
El hecho de que el cine saque a la luz vidas de personas trascendentes pero prácticamente desconocidas es algo que deberíamos celebrar siempre. Churchill dijo en su momento “Turing fue el individuo que más esfuerzo hizo para que ganemos la guerra”. Pero, a decir verdad, ¿alguien acá que no haya visto The Imitation Game sabe quién fue y qué hizo este matemático? Turing fue, básicamente, uno de los padres de la informática moderna y, además, una pieza trascendental para el triunfo aliado en la Segunda Guerra Mundial a la hora de descifrar los códigos en los mensajes del enemigo nazi. El problema es que, durante más de cincuenta años, este pionero y revolucionario científico fue ocultado e ignorado por la historia tras haber sido perseguido y empujado al suicidio por el gobierno británico (¿si pasó en la realidad esto cuenta como spoiler?). La causa de su persecución fue que era homosexual, algo que durante la época de posguerra hasta fines del milenio pasado era castigado severa y cruelmente por la ley anglosajona. Si bien la película del director nórdico Morten Tyldum llega para recomponer históricamente a la figura de Alan Turing en la piel del siempre interesante Benedict Cumbertbatch, la trama se centra, principalmente, en los días del criptógrafo en Bletchey Park, la central de inteligencia británica durante la guerra, y no se anima a profundizar en el drama posterior que tuvo que vivir más tarde, en el ocaso de su vida. Tyldum y el guionista Graham Moore dejan para los minutos finales, a modo de brevísimo epilogo, todo lo que podría llegar a emocionarnos en referencia a su sensible persona y al terrible castigo que sufrió. En su lugar, enfocan el relato en los días en que el workaholic de Turing y sus compañeros-súbditos (entre los cuales se encuentra Keira Knigtley) descubren cómo descifrar los mensajes encriptados alemanes, alzando la obra del matemático por sobre sus emociones que asomarían en su tiempo más oscuro. Cumberbatch ofrece, una vez más, una performance sólida y convincente. Inevitablemente, aquellos fanáticos de Sherlock (la serie de televisión británica que protagoniza junto a Martin Freeman) encontrarán en su interpretación de Alan Turing cierta reminiscencia con el querible y retorcido detective. Pero aquí, Benedict no se repite a sí mismo, sino que saca a relucir todo su rango como actor dramático, construyendo hábilmente otro personaje de personalidad brillante y conflictiva sin perder originalidad. Teniendo en cuenta que el estreno de este nuevo drama biográfico llega en simultáneo para Latinoamérica con el de The Theory of Everything, (film que relata la historia del reconocido cosmólogo Stephen Hawking), podríamos decir que nos encontramos en temporada alta de biopics sobre genios incomprendidos. A simple vista, en ambos films saltará a la luz una marcada referencia de tono y estilo en la gema de Ron Howard de 2001, A Beautiful Mind, sobre la vida de John Nash (Russel Crowe).
Parecería que cada vez que un grupo de productores en Estados Unidos se junta para ver a quien llaman para personificar a un cincuentón de entradas marcadas y aire decadente, el nombre “Bill Murray” aparece bien arriba en la lista de posibles candidatos. Es que a Murray le quedan a medida esos papeles de personajes de mediana edad atravesando distintas variables de crisis y, además, hay que aceptarlo: Bill es un tipo oscuramente gracioso que no necesita hacer mucho para caernos bien. Simplemente poniéndose en frente de una cámara, el actor de 64 años emana una especie particular de carisma triste, que ya hemos visto varias (¿demasiadas?) veces en muchas películas y que, aun así, nos sigue pareciendo interesante. Con un rostro cubierto de arrugas y marcas en la piel que cuentan una historia por sí mismas, Murray encarna a Vincent, un típico whitetrash, ex soldado de Vietnam tapado de deudas que se la pasa bebiendo y acostándose con una prostituta rusa (Naomi Watts, quien ha admitido que su fuente de información para construir su extraño personaje ha sido, principalmente, YouTube). Así, de un día para el otro, Vincent se convertirá en el improbable niñero de su nuevo vecinito Oliver (Jaeden Lieberher) para conseguir unos dólares extra, aprovechando que la madre soltera del niño (una apagada Melissa McCarhty) tiene que trabajar todo el día para mantenerlo. St. Vincent, ópera prima de Theodore Melfi, es un film perteneciente al conocido subgénero de comedia que responde a la fórmula – pibito inofensivo + viejo mala onda = contraste bizarro – , una ecuación que ya hemos visto funcionar en numerosos títulos, desde Un santa no tan santo con Billy Bob Thornton (Terry Zwigoff, 2003) hasta Rushmore (Wes Anderson, 1998), una de las tantas colaboraciones de Murray con Anderson, quien tal vez sea el director que mejor ha sabido explotar el peculiar humor dramático del actor (Los Excénticos Tenenbaum, La Vida Acuática con Steve Zissou y más), como así también lo hizo Sofía Coppola en la memorable Lost in Translation (2003). “Él es cool, pero de una forma malhumorada” admite Oliver cuando su madre le pregunta qué onda Vincent luego de la primera tarde que estos pasan juntos. A partir de ahí, la película avanzará a fuerza de algunos gags bastante divertidos y de una vívida fotografía muy bien lograda para mostrar las andanzas de esta “políticamente incorrecta” dupla en una comedia que al mismo tiempo que nos hace reír, intentará, también, robarnos alguna que otra emoción.
Si sos músico (o lo fuiste alguna vez pero tuviste que dejar de tocar por “la facultad” o porque “tenías que ayudar a tu papá en el negocio”) esta película, la segunda del director y guionista indie fana del jazz, Damian Chazelle, es una vista obligada para vos, un verdadero –must see-. ¿Por qué? Porque el film nos habla del camino hacia la excelencia de un joven en la complicada primavera de su vida creativa, de cómo dominar el arte sofisticado de ser un baterista de jazz y del alto precio a pagar por intentar ocupar un puesto deseado por varios pero indicado para muy pocos. Pero Whiplash no se trata del típico camino del héroe inesperado que lleva al chico de barrio hacia al estrellato y a la fama que acompaña al éxito comercial, sino que nos mete en el arduo y poco romántico trayecto sin fórmulas mágicas que atraviesa un joven veinteañero con ciertos problemas de socialización para intentar transformarse en un baterista de elite de la escena jazzera neoyorkina. El protagonista Andrew Neyman (interpretado por Miles Teller) no tiene amigos pero se siente orgulloso de elegir una carrera poco común para alguien de su edad, o algo así da a entender en una escena en la cual se sienta a la mesa con sus tíos y sus primos, quienes piensan que ser capo en el equipo de futbol americano del college es, lejos, mucho mejor que lo que sea que él esté haciendo en esa orquesta. De modo muy pragmático, Chazelle (quien además de dirigir la película, la escribió) se despoja rápida y hábilmente de la subtrama romántica que podría meternos en una parte que a nadie le interesaría de la historia para continuar enfocándose en lo que verdaderamente nos quiere hacer entender: para ser un número uno (de verdad, no solamente ser bueno en algo) hay que arriesgarlo todo. En serio. Hasta la vida. Párrafo aparte para mencionar el soberbio trabajo de J.K. Simmons como el desquiciado director de orquesta y profesor de dudosa metodología, Terrence Fletcher. Simmons se roba la atención del espectador con cada una de sus amenazantes apariciones en pantalla personificando a una eminencia del jazz neoyorkino a quien no le importan en absoluto los sentimientos o estados de ánimo de sus alumnos y dirigidos, de los cuales no esperará menos que la perfección técnica. A fuerza de gritos desgarradores al estilo Sargento Hartman en Full Metal Jacket, Simmons se impone con una performance soberbia, que ya le consiguió un Globo de Oro y que va por más en los Oscars, donde Whiplash se anota también en la terna de Mejor Película. En fin, vayan al cine a ver Whiplash (la película cuenta con una mezcla de sonido imponente, que debe ser experimentada de la mejor manera posible), una de las mejores películas indies de los últimos tiempos a puro sangre, sudor y lágrimas sobre parches y platillos.
Sensibilidad para el mundo Hay problemáticas que no conocen fronteras y hay giros simples que pueden dar vuelta toda una vida: hubo un error en un hospital maternal en Japón y dos bebés fueron entregados a la familia incorrecta. A partir de este conflicto, el último film de Hirokazu Koreeda se construye como un bello retrato sobre la idiosincrasia nipona que trabaja con temas relacionados a la paternidad (mucho más que la maternidad, lamentablemente), el orgullo y hasta la felicidad misma. De tal padre, tal hijo es una película que es, al mismo tiempo, una pregunta retórica. De la trama surgen y se plantean interminables interrogantes que Koreeda no se gasta en responder literalmente, dejando que la sensibilidad del espectador interprete los problemas y las sensaciones por cuenta propia. La obra, en realidad, no es más que una sensible observación sobre la vida de dos familias de distintos estratos sociales que deben decidir qué hacer con el hecho de no haber estado criando a sus hijos naturales durante seis años. La historia, guionada por el cineasta japonés pone en juego cuestiones relacionadas a la herencia y a la pertenencia que interpelarían a cualquier padre o madre alrededor del mundo. de tal padre tal hijo El director Hirokazu Koreeda es uno de los realizadores japoneses con más renombre internacional de los últimos años. A través de su filmografía, uno logra encontrarse con un autor que examina distintos temas con problemáticas muy humanas y premisas fuertes (After Life, de 1998, tiene su planteamiento en “El Cielo”) apoyado en un estilo visual único. De tal padre, tal hijo no contó con un estreno comercial en América Latina, aunque sí llegó a algunas salas alternativas de Buenos Aires a partir del pasado enero. Allí, algunos espectadores ya pudieron emocionarse a pesar de las diferencias culturales que se reflejan en pantalla y de la barrera idiomática que se cae cuando uno se da cuenta que el conflicto en cuestión causaría, obviamente, un impacto tremendo en cualquier familia de cualquier lugar. Uno que también parece haberse emocionado fue Steven Spielberg, quien tras ver la película en el Festival de Cannes 2013, ceremonia en la cual el film de Koreeda se llevó el Premio del Jurado, ordenó la compra de los derechos por parte de DreamWorks Studios pensando en una posible remake hollywoodense.