Cada tanto aparece una película que parece un fogón: reúne a todo el mundo. Si hiciéramos un prode de Las Pistas, votaría por Manchester by the sea. Mejor pensar que no todo está perdido, que quedan algunas cosas en común. Manchester… es sobria, sensible, la más triste en años, hermosa, tiene al mejor actor de todos, las mejores escenas, un pueblo al lado del mar que es como sentarse a mirar un faro toda la tarde y un humor desolado. Tiene sobre todo infinitas ganas de que el mundo exista y siga existiendo, a pesar de cualquier cosa. Es como una película de Ford, no hay casi nadie que siga ciego mientras la ve. Es la película milagrosa de la competencia. La experiencia es sencilla: cómo corre el tiempo para alguien que no quiere vivir y está vivo. O sea, cómo pasan los días, cómo se conectan los recuerdos, cómo lidia con los obstáculos que son las vidas cargadas de los demás que por la obligatoriedad del deber familiar y social nunca contraído modifican esa necesidad de hundirse hasta desaparecer. Lee está en su existencia, que consta en pasar el tiempo trabajando y cada tanto aparecer en un bar con la esperanza de hacerse cagar a piñas lo suficiente como para morir durante. Un llamado lo intercepta y tiene que volver al mundo de la gente, el pueblo donde además de un muerto vivo es un paria, a ocuparse del hijo de su hermano que hasta entonces tenía todo lo que a él le faltaba: la certeza de que su corazón no le iba a funcionar más de 5 o 10 años. La película rodea a esos dos hombres (uno está, el otro no) que tienen que vivir sabiendo que tienen el tiempo de vida incorrecto: demasiado o demasiado poco. A través de esa trama con el tiempo es que se hace posible acercarse a vivir como alguien que existe en la tragedia. No es empatía por emoción musical (tiene mucha pero no es un melodrama) ni golpes al corazón escritos en el guión, sino por duración espacial. Cuando un hermano muere el otro tiene que modificar su duración. El tiempo se llenó de ocupaciones que van a desorganizar su intento de vacío mental y cada una va a traer un recuerdo. Firmar los papeles de tutoría de su sobrino, ir al hospital, subirse al barco. Mientras tanto, la experiencia de la película no es el determinismo de un pasado (ver la construcción de un personaje a través de sucesos de su vida que se supone que dan forma directa a lo que es en el presente de la película) sino la construcción de un presente que aparece como esa transformación del tiempo. El pasado puesto en imágenes (flashbacks) moldean lo que pasa y desencadenan acciones que van sacando a Lee del pozo para ponerlo en la vereda de aire helado del norte. Nada de salvaciones absolutas ni cambios abruptos de historias de vidas transformadas con milagros sino detalles de continuidad de una existencia que se sabía terminada. Como en Arrival, la muerte es que un sujeto quede suspendido en el tiempo pasado y atornillado en la mente de los que viven. Hay un momento en que transitó la tierra, dejó unos recuerdo y después de x, eso dejó de pasar. Lo que va a pasar en esta observación sobre el tiempo de los que tienen el tornillo incrustado en la sien es que van a poder coexistir con los muertos paseando un rato por el pasado. Pasa de ser una tortura fuerte a una tristeza constante de una existencia que fue limitada pero efectiva. Si la película siguiera tendría que ensamblarse de otra forma. De hecho la estructura de construcción de la vida diaria con flashbacks termina cuando empieza la primavera y literalmente se derrite el hielo. Después de la escena de reencuentro de la pareja terminada desde la estación de servicio de Los paraguas de Cherburgo, esa en la que Lee se encuentra a su ex esposa paseando a su bebé en las calles llenas de escaleras de pueblo de puerto, que va a desencadenar que acepte por primera vez en voz alta que nunca se va a poder curar la tristeza, una forma de afirmar que va a seguir existiendo a pesar de eso por primera vez, viene la secuencia de la llegada de la primavera. Patty ve que el suelo está blando, Lee trabaja con un hombre y escucha sus historias trágicas sin drama, alguien juega al baseball, vuelan unos pájaros, comienzan los deportes acuáticos, florecen los cerezos, los amigos adoptan a Patty, el hermano tiene su entierro, la tumba familiar tiene un espacio vacío que va a tardar en llenarse, Patty puede comprar un helado, Lee juega con una pelota, tío y sobrino caminan ya un poco más reparados. El tiempo puede pasar más rápido, estar lleno de estímulos del mundo exterior que son bien recibidos, Manchester es un lugar increíble, no hay flashbacks. Cuando deja de creer que se tiene que morir, el personaje se funde con el espacio que habita y puede tener contacto con el mar, tiempo y espacio se juntan. Música bien puesta en un bar.
Por Lucía Salas, en contra Hay un tipo de crítica prescriptiva cuantitativa que extrae una especie de esqueleto tipo cinematográfico de una película (o audiovisual, depende de la calidad de la película y la crítica) pensando en si sería bueno que hubiese más películas como tal o cual. Por ejemplo, Do the right thing está buena y (porque) estaría muy bien que existieran más como esa. Es una idea noble si pensamos que el mundo está constantemente formando un hongo nuclear de muerte, destrucción, racismo, misoginia, homofobia, odio de clase (de las altas a las bajas) y distribución cada vez más desigual de la riqueza. No se si la historia del cine funcione bien de esa manera. Quizás lo contrario. Que un tipo cinematográfico (no un género o un régimen de representación sino algo más chico y transversal, algo que es formal y temático todo junto) se vuelva canónico no necesariamente instala una forma más justa de representación, por ahí incluso la hunde y la transforma en una cáscara para copiar, como dibujar uniendo los puntos sin más que eso. Por el contrario, está el efecto El diablo viste a la moda, esa idea de que para que vos tengas ese sweater violeta que compraste sin pensar en Wall-Mart sin demasiado interés, hay una historia de la moda que decantó en que exista y que en el cine de estudios oscarizable funciona un poco igual, sobre todo con las películas de los Oscars con conciencia social: son más un ejemplo de película que una película, una especie de copia pastiche de una idea de arte cinematográfico culto mezclado con cierta independencia económica y concepto generalizante de una moral de la representación. Pasa también con algunos recursos o procedimientos generales a los que se les da más valor que a otros, como cuando un actor para su trabajo en determinado film (por ejemplo Andrew Garfield en Hacksaw Ridge) se aprende un acento de alguna zona del mundo y lo repite como de memoria: una especie de esquizofrenia donde el acuerdo está dado de antemano, una afirmación previa en la cual si se transforma el habla, es bueno. En otros casos como las representaciones de minorías, se supone que la presencia en la pantalla significa visibilidad. Pero no se si la visibilidad es una cosa tan sencilla que tenga que ver únicamente con lo que aparece en el cuadro y no que no (de hecho Lion tapa con su forma más de lo que muestra). Es una forma un poco fóbica de pensar el fuera de campo: creer, al revés, que si no se ve no se hace visible. Por ejemplo, a los 25 minutos de Denzel Washington hablando sin parar en Fences, con ese hiperrealismo teatral hastiante al cual es imposible prestarle atención por completo, una de las preguntas que apareció en mi mente fue si habrá una película en la que este tipo actúe del millonario que es. Pero mi idea tenía un error (varios por ahí) y es que aunque esa película no exista no significa que eso no aparezca representado. En Fences, 12 años de esclavitud, o hasta Lion, hay un circulo lejano de la onda expansiva del fuera de campo en la cual Nicole Kidman, debajo de esa peluca rarísima, es la millonaria cadavérica que roba plata con la buena consciencia de haber sentado un ejemplo. Un robo a mano armada disfrazado de biografía con un CBU para hacer depósitos como título final. moonlight No soy fan de Maradona pero hay una frase suya que me dijo mi amigo Martín Emilio Campos que me acompaña seguido: lástima a nadie, maestro. La lástima es miserable y me avergüenza. Las películas de conciencia social de Hollywood chorrean lástima y debe ser difícil arrancar una película que cuente una historia triste o terrible con ese yunque sobre la cabeza. Lonergan lo resuelve con ascetismo y ritmo. Lion, Talentos ocultos y Fences son obvias en cuanto a sus designios malignos. Moonlight no es el enemigo, es el signo de refinamiento del enemigo. Tiene la tranquilidad de la parcial independencia y de la originalidad del moderado esteticismo, con la efectiva daga venenosa de los violines. Comienza con un plano secuencia como supuesta afirmación bazineana: esto es una calle real de Miami real, con actores conversando en tiempo real. El movimiento constante que deja siempre un frente cubierto (y por fuera uno sin cubrir, al que corre inmediatamente, dejando un nuevo bache de punto ciego y así en un péndulo infinito de desconfianza) es como un grito de atención más un desprecio por la tensión de lo inmóvil. Su realismo pasa rápidamente al de los temas: al tiempo y espacio se le suma la realidad real. La raíz del prescriptivismo cuantitativo: la realidad excede a la representación (Viola Davis en el discurso de su premio: la única profesión que celebra lo que significa vivir una vida – la representación como reflejo fijo de la realidad). Después, la esquizofrenia representativa de pasar de un realismo a otro saltando entre adornos rítmicos y musicales, el impacto del plano fuera de la narración con interpelación directa al espectador mirada a cámara mediante. El sujeto, coloreado, ralentizado, sin voz, con adornos que son hasta la sangre, con el ojo puesto hacia el exterior de la pantalla se transforma en un objeto. Con hay sujeto. Cuando el centro está puesto en impresionar a otro, disfrazado de causar un shock por estar frente a una realidad otra, ahí hay una traición, un utilitarismo. Ahí está el problema: no es vivir una vida, es percibirla. No es una experiencia estética consciente, es un simulacro de realidad estetizada (en un mal sentido, existe uno mejor), la imitación de una vida y no el traspaso de la experiencia de pensarla y crearla materialmente. Esto se pone en pausa en dos partes. En la primera, parcialmente: la escena de los amigos en la playa, con la experiencia sensible de la mano cubierta de semen (no visible pero visibilizado) pasando por la arena. La segunda, completa, el amor: ambos amigos en el bar, comiendo y charlando. La experiencia de dos personas, sujetos complejos, en un espacio también complejo, con tiempo, con luz, con sentido. Rivette decía en el capítulo de Cineastas de nuestro tiempo que le hicieron Daney y Denis que ya no se podía ir de Miami a Nueva York en una hora cuarenta de película, que ahora hacía falta como mínimo dos horas y media. Tampoco los periodistas se casan tan fácil con millonarias. Lo que pasa es que con el tiempo también cambian los usos y costumbres de la imagen cinematográfica. Si uno ve un plano de Sucedió una noche de Capra parece como si el cuadro directamente se llenara de otra forma, como si tuviera otra densidad más baja pero con volúmenes más abultados. También, más intensidad. La luz, la cantidad de destellos por centímetro cuadrado de rostro, era mayor. Quizás porque la pantalla era siempre grande y el tamaño de las cosas se consideraba distinto. No sólo es la figura humana la que mide el plano sino también el formato de destino. Una de las cosas que pasó entre Sucedió una noche y la entrevista a Daney es que Hollywood importó una idea de modernismo del cine como tipo, una cáscara que dotaba a las películas de una especie de halo de sobriedad o seriedad, de importancia. Algunas parábolas moralistas con actuaciones estridentes y evidentes pretensiones formales como The children’s hour. Lo que pasa con la escuela del “bueno, por lo menos…” del prescriptivismo cuantitativo es que no ve que en este caso el antecedente de Moonlight es ese quizás primer infiltrado, esa primera farsa del arte culto, del formalismo vacuo disfrazado de estilo, del dilema, de la falsa verdad revelada. Lástima, a nadie, maestro.
Por Lucía Salas, a favor: Primero, un regalito: https://open.spotify.com/user/11123139161/playlist/7821faJkaRQYYyCGjXi7WL ¿Qué sentido tendría hacer una remake de High Sierra (1941) de Walsh? Todos, es una obra maestra. De hecho lo hizo Walsh en 1949 en Colorado Territory con McCrea por Bogart, Colorado por California y western por policial. Mackenzie se instala en el medio de los dos: semi policial y semi western. ¿Cómo puede ser? Con un dúo protagónico que no se junta hasta el final. Por un lado un ladrón de bancos (Chris Pine), por el otro un Texas Ranger (Jeff Bridges). El primero es uno de esos bisnietos de esos viejos de Tobacco Road, viejos que estuvieron por perder la granja en los ’30 y tuvieron que hipotecar hasta lo que no tenían, que quiere sacudirse la pobreza como si fuera una enfermedad y la cura fuera robarle a un ladrón. El plan no es un sofisticado robo de bancos con explosivos y desencriptadores de contraseñas de caja fuertes al estilo siglo XXI sino el asalto a mano armada con pasamontañas en la cara como si fuera el pañuelo de un bandido del oeste que sólo es posible en esa tierra de nadie que es Texas del oeste, que es como una república aparte en la que tienen sus propios bancos y un ratio de posesión de armas de 1:1. Lo acompaña el desquiciado del hermano, un colorado que acaba de salir de la cárcel y que lo sigue a todas partes con tal de tener un poco de acción. Como le decía el médico de High Sierra a Humphrey Bogart, dos tipos que viven corriendo hacia la muerte. Los otros dos tipos que van corriendo hacia la muerte son el Texas Ranger y su compañero, un ranger de familia mexicana que tiene cara de indio al cual Bridges no para de atosigar a chistes un segundo, paciente como nadie, tiene una forma sutil y casi completamente invisible de cuidar a Jeff Bridges casi como si fuera un padre al que hay que tapar con una manta a la mañana temprano porque se quedó dormido trabajando en el sillón. Marcus Hamilton es un viejo ranger que está por pasar a su versión de muerte absoluta: el retiro. Uno de esos tipos para los cuales la vida es perseguir y atrapar criminales y esta es su última misión. Ya está viejo y poco ágil, agarrar a estos dos hermanos es quizás lo último que haga, aunque le cueste dormir a la intemperie un par de noches vigilando el banco que cree que están a punto de robar. En Hell or high water es la vida en efectivo. Los ladrones entran al banco con armas y se llevan la plata de la caja, los policías interrogan testigos y persiguen a los criminales por la ruta. La única forma de resolver el caso en con un encuentro real, en el lugar. No pueden rastrearlos, ni perseguirlos en helicóptero, sólo pueden perseguirse o escaparse o tirotearse. Los cuatro personajes andan rondando un lugar que es el centro de la mismísima nada, el único lugar en el cual todavía es posible robar un banco y salirse con la suya como si fuera 1941. Es que en ese lugar es 1941, o mucho antes. Hay vacas cortando la ruta, gente que va al mercadito a caballo, empalizadas, fuego que sale de todos lados. El estado está literalmente prendiéndose fuego y parece que ya no quedara nada más que pasar el tiempo. Eso es algo de lo que se ve todo el tiempo porque en el medio de esos dos protagonistas y sus compañeros la película tiene una especie de déficit de atención horizontal. Ese lugar parece el más plano del mundo y cada vez que alguno se sube a un auto a la película se le ban los ojos hacia los restos de lo que alguna vez fue un lugar habitable donde ahora están rematando todo, prendiendo todo fuego para sacar el petróleo, lo único que vale la pena ahora está bajo tierra y todo lo que está por encima es una ruina. El otro déficit de atención que tiene la película es personal. En esa mezcla entre el policial (la parte de la película que le pertenece a Jeff Bridges) y el Western (la que le toca a Chris Pine) que dura un par de días, con esa lógica cuerpo a cuerpo y cuerpo a tierra los protagonistas se van a ir cruzando con algunas de las pocas almas que quedan en ese páramo, como una especie de ultimo registro antes de que un pozo de petróleo agriete el suelo y se hundan todos en el centro de la tierra para siempre. Si hay algo que no resignaron ninguna de las parejas de contrincantes es esa forma de vivir que se mueve por curiosidad, herederos de una época de pasarse todo el día hablando de nada en un bar o investigando a base de entrevistas. La moza de un bar que por poco no le dispara a Jeff Bridges por sacarle los 200 pesos de propina que le dejó Chris Pine después de charlar un rato, la empleada del banco que se resiste a abrirles la caja del banco hasta el pico máximo de su mal carácter, el comanche que le dice al hermano loco que comanche significa “enemigo de todos”, la vieja que trabaja de decirles a los que van a comer al restaurant en el que está lo que van a comer y tomar, los vaqueros que se aparecen de la nada en el medio de la ruta quejándose de que es el siglo XXI y están arreando ganado para alejarlo de un incendio, el padre que aunque sabe que no puede volver a la familia vuelve todos los días a arreglar algo para ver en qué se convierten los hijos que tiene. La idea de solamente pasar el tiempo cobra profundidad porque se empieza a ver que en realidad donde parece que nadie estaba haciendo nada en realidad todos se están prestando atención entre todos y que no es que están pasando el tiempo esperando a morirse sino porque hay un verdadero placer en estar en un lugar simplemente comiendo o tomando algo, viendo si hay algo nuevo que se mueve, charlando mientras todo se hunde. Sobre todo si son dos tipos que van a robar el banco que les robó toda la vida. De a poco ese lugar deja de ser el medio de la nada y se vuelve el centro de algo, no sólo el centro de estos dos protagonistas sino de todos los que andan alrededor.
En medio del affaire cinefilia vs. Chazelle, David Bordwell salió con la respuesta sencilla de los sabios: se puso a laburar. Lo que hizo fue ver qué era lo que había en La la land de los musicales clásicos de los 30s y 40s, de los 50s, de Demy y el musical de Broadway. Acá hizo algo muy parecido con todas las nominadas y procedimientos sencillos repensados, como el plano-contraplano. Lo que hace Bordwell es sacar de un libro de Jack Viertel sobre el musical de Broadway (The Secret Life of the American Musical: How Broadway Shows Are Built) la idea de la Song Plot (¿trama de canciones?) una especie de columna vertebral musical formada por los números musicales de un espectáculo, en la que se hace eco de la trama de acción. Un esqueleto fijo en cuanto a la forma de organizar orden y duración de las canciones, como una especie de narratología con canto y baile, alejando al musical de la idea del número musical como la interrupción de la narración por espectáculo. Para Viertel el orden es este: el primer número es un solo o un estallido, el segundo un I want (aparece un protagonista que quiere algo), el tercero un numero de amor condicional, el cuarto un cambio de estrella/protagonista, varios números más en el medio y antes del final, la canción de 11 minutos, el momento en que el musical alcanza el mayor momento de abstracción y desmesura. La la land es un musical según el libro (de Viertel), con una batería de referencias generales como callejones sin fondo, que responden más a la idea de lo que es un musical que a lo que esencialmente es (la trampa que sembraba Sinatra al principio de That’s Entretainment!: ese lugar donde no estaban sus cabezas pero si sus corazones, como si no anduvieran juntos), los colores que tiene un musical, la trama que tiene que tener o cómo es un número musical en teoría. Se las arregla para hacer una película por encima, sentada sobre la cáscara de algo que con esa forma ya no existe (como hacer una escenografía de cientos de metros con forma de escalera que gire con el peso de cientos de personas encima). Los musicales clásicos eran una cuestión de colaboración: director/actor, director/coreógrafo, las combinaciones necesarias que hacen existir la puesta en escena. En el casi primer número musical de Un americano en París (primer número de baile) lo gracioso de la escena gira alrededor de hacer como si los movimientos de Gene Kelly estuvieran restringidos y hechos en función del cuartito y el tiro de cámara cuando es claro que ese cuartito con 160 cosas en 2 metros cuadrados está ordenado en función a la cantidad de cosas que puede mover al mismo tiempo un único ser humano que es Gene Kelly. Gene Kelly ya no existe y en el cine no tuvo continuidad la tradición de esos actores/bailarines con destreza física y gracia sobrenatural. Lo que hay ahora es la gracia de la no-destreza que mantiene una idea de ilusión por ilusión: que algo sea humanamente posible lo acerca a una especie de simpatía, como aprender una coreo de memoria. Los números con visible ensayo para el caso dejan la ligera posibilidad de proyectar que cualquiera podría hacerlo, deja afuera la especificidad de lo increíble a favor de lo creíble y lo posible (escena de amor condicional en Man Up). Todos esos chicos que si tienen habilidades espectaculares del primer número de la autopista ya no tienen lugar en el protagónico de un musical en el cine. En las películas de Chazelle no hay mucho lugar para la colaboración (si vieron Whiplash recordarán ese cúmulo de odio y sometimiento). Hay momentos de La la land que dan una sensación molesta porque parecen hechos al servicio del lucimiento de la persona equivocada, cuando todo está hecho en función de un movimiento complejo de cámara y todo se vuelve denso. En el segundo número musical (la preparación de las chicas la fiesta y la fiesta nocturna) lo que empezaba como una forma de inventar un espacio con velocidad propia en la casa de las chicas termina tapando canto y baile con una toma subacuática con una velocidad inentendible que no deja ver nada más que un final con fuegos artificiales, un procedimiento por encima de lo que se ve (o vería) en la escena. Pero en su primera película tiene algo sorprendentemente colaborativo que parte de una situación documental que se repite en esta: hay unos tipos improvisando (jazz) con instrumentos en una ronda y en eso aparecen unos jóvenes que saben bailar tap. Hacen un dance-off entre ellos y cuando termina el ganador hace lo mismo pero con un trompetista: el trompetista toca y el bailarín le responde bailando con el sonido de sus zapatos. La escena está filmada con paneos rápidos desde el único punto del espacio que puede ocupar el que filma, está bastante lleno de gente. Así y todo se ve lo que está verdaderamente pasando en un lugar. Los planos están hechos de una manera en la que es posible ver la mayor cantidad de destreza por parte de estos dos diestros: el plano tiene protagonistas. Parecido a lo que pasa en la escena de piano-baile, en la que Gosling toca el piano y Stone baila, un momento en que los personajes verdaderamente disfrutan de la música y de estar haciendo algo (pasajes de tiempo prolongado en los que se empieza a entender por qué La la land es tan larga). En el primer número musical (el plano secuencia en la autopista sin los protagonistas) los movimientos de cámara están directamente ligados a los movimientos del canto y baile y a inventar algo un poco extraño. Es un día de verano y al final de un paneo por la música que se escucha desde cada auto, una canción se arma en la combinación foso-pantalla que hace que empiece el número musical y que con la primera chica el pedazo embotellado de autopista se vuelva un escenario, una especie de maqueta de Los Ángeles en cuatro colores en la cual existen en ese momento todos los actores y artistas jóvenes sin pegarla que hay en la ciudad (al fondo los espera Thom Andersen con un rifle). Todos están yendo a audicionar, todos dejaron sus casas para llegar ahí y ahora los autos en los que se mueven forman una estructura de calles y esquinas, como cuadritas por las que avanzan desde el sur las columnas de estrellas wannabe. Para el primer paneo ya están aplastando y saltando sobre los reemplazos de cuadras de Los Ángeles desafiando la gravedad y para cuando aparece una banda en vivo con gente bailando de flamenco a capoeira ya hay alrededor un Godzilla en versión remera violeta que hace parkour entre los autos sonriendo sin parar. Un número musical multitudinario en un escenario real hecho de autos, que dice es una vida de mierda pero por lo menos hay sol, Los Ángeles es un monstruo fagocitador de sueños (a diferencia del antro de perdición fuera de campo que es en Vivir de noche) Estridente y amargo. Espectacular con toques de buen humor, ese es el tono con que empieza La la land. A partir de entonces, la película va a ser lo que pasa cuando se rompe la premisa del principio: el éxito en Hollywood es el proyecto que sirve y cualquier otro proyecto es secundario, incluido el romance. Se rompe porque ambos proyectos son erráticos, azarosos y se cruzan en un punto, el mejor de la película: la fiesta de los 80, la secuencia de amor condicional como le pone Viertel. En medio de una serie de cometarios malaleche sobre la gente que se dedica a algo (Chazelle classic), los protagonistas se reencuentran después de un episodio desagradable protagonizado por Sebastian y Mia no se va a dedicar a otra cosa que no sea tomarle el pelo. En una comedia romántica clásica el mejor momento de amor suele ser el que se arrastra de la screwball (otra forma de baile): el momento en que los protagonistas se odian-aman y producen la mayor cantidad de maldades ingeniosas por segundo que puedan, lo que va a terminar defininiendo el ritmo de la pareja protagónica. Cuando la escena finalmente lleva a los protagonistas lejos del decorado fiesta comienza el sonambulismo de la escena de amor condicional (la letra dice que no pero los movimientos dicen que si): hace falta solamente que se sienten en un banco en un mirador y se pongan los zapatos para que los pies se mueva solos. Ahí pasa lo que siempre en un número de amor condicional: los movimientos acercan a los personajes, transforman la trama y el amor aparece. Ese es el primer momento de la película en que los personajes son el motivo principal del plano: si la cámara baila con ellos, es sutil. Todo depende del encanto de ver algo transformarse en vivo, y para eso hay que dejarlo suceder. Eso es lo que produce euforia, felicidad y ganas físicas de bailar, proyección directa en la pantalla que va a durar toda la película y un buen rato después. Gosling y Stone se defienden con lo que tienen con discreción (encanto, ligereza) y con el trabajo visible que les lleva. Para el próximo numero juntos directamente van a volar por los aires. El número de 11 minutos de La la land es un poco vetusto y sin mucha imaginación pero como la posibilidad de desborde como espectáculo tiene la gracia del final con multiverso: el final que se abre a dos posibilidades coexistentes. Cuando Minelli tenía de esos finales, era que uno de los dos no se veía: el factible, verosimil. El de la chica que se va con otro y el tipo que se tira por el balcón en Un americano en París (1951), la chica a la que van a buscar para pedirla como amante oficial y no como esposa en Gigi (1958), el del pueblo esfumado para siempre en Brigadoon (1954) y hasta el del accidente de auto esta vez efectivo en Two weeks in another town (1962). En La la land es la posibilidad de haberse quedado juntos. Lo que tiene el multiverso es que queda siempre claro que sin eso no habría ni canción ni película (por lo tanto, canción y película existen), y sin embargo deja una sensación de muerte impregnada. Como si la película se muriera un poco antes de terminar, contra la idea de que para que todo pase de nuevo solamente hará falta volverla a ver. Es que se puede volver a ver una escena pero no se puede retroceder en el tiempo. En este caso, la idea y la esencia coinciden y así termina. Hay un problema real de la relación con el pasado de La la land, que es la secuencia cine-observatorio. Problema me refiero a donde la película me pone y tiene que ver con hasta donde se le puede pedir o no algo a una película, y en su caso el límite de la autonomía que se choca con el límite del gusto generalista por el pasado. Los personajes se encuentran en el Rialto, un cine viejo de una sola sala que ahora parece que esta cerrado al público (en la película está en funcionamiento y pasa reposiciones de clásicos) y van a ver Rebelde sin causa. Mia llega tarde y se para delante de la pantalla para buscar a Sebastian. Cuando lo encuentra empieza su primera cita. La película en la escena realmente no importa, es un decorado convertido en otra cosa como podría ser la autopista del principio. De hecho la escena termina con que la copia se daña, en la pantalla se ve como se prende fuego un fotograma y ahí a Mia se le ocurre ir al observatorio que se veía en la escena, que queda ahí cerca y que un poco es el lugar de la pareja porque se da a entender que en ese parque que queda cerca del observatorio bailaron la primera vez y ahí también se van a despedir. El observatorio es una cuestión de decorado y de geografía. El momento en que la copia de Rebelde sin causa se daña no es cualquier momento, es ese en el que el grupo entero de jóvenes están en el observatorio de frente al universo proyectado en una cúpula mientras el profesor que trabaja ahí les relata qué pasaría en el universo si la tierra explotara (prácticamente nada), mientras aparece en el cielo un estallido violento que ilumina las caras de todos los adolescentes que están atrapados en un cuarto mientras un tipo les dice que para el universo ellos no son más que una cosa insignificante. Una de las escenas más aterradoras de la historia del cine. Es injusto comparar a cualquier persona con Nicholas Ray, pero en la película los personajes no tienen tiempo de llegar a ver eso, porque están enamorándose. Lo que importa en la escena y se corta injustamente es el beso, no el momento aterrador de enfrentarse con algo en una película. Lo último que se llega a escuchar es que “las estrellas todavía estarán ahí” (cuando algo explote). De ahí corta a una imitación exacta del plano en que el auto de James Dean entra al observatorio y de ahí el número musical en el que vuelan por el aire. No parece casual y despliega sobre todo un salpicado de contradicciones, como el final con multiverso pero más, porque dirige la atención sin querer a que el universo si está lleno de cosas, y no se las puede mirar a todas al mismo tiempo. Esas son las cosas que la hacen imperfecta, la dejan en movimiento y hacen que, como dijo alguien en Facebook, se vea Minelli como nunca antes en un verano argentino como cuando se estrenó La la land. A favor y en contra.