La parte automática:
Mi papá no es un ídolo
Es engañoso definir una película por lo que no es, pero en el caso de La parte automática se impone: tratándose de un documental sobre un chico que viaja a Israel para reencontrar a un padre que lo crió en el sur de nuestro país y volvió a instalarse en la patria de origen después de 2001, y sobre todo de uno que es llevado adelante por la voz en off, grave, reflexiva, del protagonista, es fundamental aclarar que todos los lugares comunes que podrían esperarse de semejante itinerario son burlados uno a uno en esta película que sorprende por su inteligencia.
Desde el modo en que evita la tentación de regodearse en posibles tragedias (el Museo del Holocausto pasa como en un suspiro, tanto como la militarización de Israel) hasta el poco énfasis sentimental que se imprime al motivo “búsqueda del padre”, pasando por la velocidad y la eficacia con que se introduce la historia de este hombre que pasó por Nicaragua y por el Partido Comunista, y la posición del hijo al respecto, La parte automática es de una sobriedad inesperada, admirable.
Porque hay quizás un centro, una perspectiva que organiza el relato y es la del no saber, la de la falta de certezas que habilita -bienvenida sea- la experiencia: Ivo recorre Israel durante varios días con un contingente de chicos a los que se les dice que no son turistas sino hijos que vuelven a su madre (la secuencia en que una chica lee un texto donde se le da voz a un muro, apelando a la emotividad de los viajeros como nunca lo hace la película, es brillante) y, sin embargo, parece un viaje de egresados. Se trata de un país al que le cuadra la definición de “desierto” por la cantidad de precipitaciones anuales pero siempre parece que está a punto de caer una tormenta. También, Ivo busca al padre pero no sabe bien por qué, o en el proceso se da cuenta de que podía haberlo visto mucho antes pero la verdad (y esta es una epifanía genial que define un poco la película), hay un punto en que el protagonista reconoce que “no sé qué hacer con un padre”.
Así, las grandes preguntas -porque son grandes, y porque se hacen con una madurez inédita- surgen del recorrido, de lo que sucede y sobre todo de lo que no sucede allí, y nunca dan la impresión de formar parte de una agenda predeterminada. Casi podría decirse que La parte automática es una historia pequeñísima, una crónica referida desde la decepción, desde descubrimientos que no se corresponden con la intensidad de la búsqueda. Porque esa intensidad no está solo en lo que se piensa, en lo que se enuncia, sino en la forma en que se filma un Israel permanentemente nublado, extrañamente seco y marrón, pero de cielos grises que la cámara parecería querer horadar de algún modo, como si algún secreto se escondiera detrás de la niebla. Pero si en algo es fiel esta película al espíritu del mejor documental es en su modo de estar abierta a lo que se encuentra en el viaje, aunque eso que se encuentra sea o parezca -engañosamente- poco y nada.
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