Esperadísima y ansiada, Toy Story 4 es parte de una de las mejores sagas de la historia del cine y también de la tendencia a explotar viejos éxitos de modo seguro, con grandes presupuestos y una relación especular con películas anteriores. La película retoma a Bonnie más o menos donde la había dejado, en plena infancia de apego a los juguetes e imaginación encantada. Pero el comienzo del jardín de infantes se aproxima y a Bonnie le cuesta el cambio, así que, en un lugar entre el ángel de la guarda y la crianza respetuosa, Woody se hace cargo de la situación en pos de su objetivo supremo de cuidar y hacer feliz a su niñx de turno. En los primeros minutos de la película, Woody parece un psicopedagogo y habla como tal: no solo se mete adentro de la mochila de Bonnie y la acompaña a su primer día de adaptación sino que, cuando la ve naufragar, sale de la mochila para ponerle a mano unos palitos, lanas y masa con los que ella pueda construir un juguete, explicándonos que eso la ayudará en la integración. Como si estuviera escrita con un manual al lado, Toy Story 4 pone a los ex juguetes de Andy lejos del caos feliz que en el pasado los hizo queribles y los ubicó en ese cruce tan particular entre infancia y personajes del Hollywood clásico, capaces de toda clase de mezquindades y de one-liners brillantes en los que tantas veces relucía una pátina de malicia. Así que, cuando Bonnie y su familia salen de vacaciones en un motorhome, la misión de los juguetes será cuidar y recuperar a Forky, el pequeño tenedor enloquecido que se cree basura y solo quiere tirarse en un tacho. En el camino se cruzarán con Bo, que hace muchos años, después de ser descartada de la casa de Andy y Molly, se armó una vida nueva y feminista. Ahí empieza lo mejor de esta nueva Toy Story: todo lo que tiene que ver con la persecución, la locura y el juego más la presentación de nuevos personajes, todos geniales. La emoción, por su parte, se basa más en apelar a situaciones pasadas, mientras que Bonnie es una figura borroneada que apenas nos preocupa y que está allí para desempeñar la misma función que Andy. Toy Story 4 no es una película mala, todo lo contrario: es bastante buena pero, ¿y eso qué? A la historia de amistad y crecimiento que se había cerrado con el mejor final del mundo en Toy Story 3 no le aporta nada; en todo caso, lo mejor que tiene se basa en la repetición de motivos que probaron su éxito en las películas anteriores: hay otra vez un juguete que se pierde, una grupo que sale al rescate, villanos que lo son porque tienen el corazón roto, una despedida, alguien que crece. Sí, también está lo divertido, y es lo mejor de la película; todo lo que es acrobático y circense en Toy Story 4 es maravilloso, pero lo nuevo que tiene para aportar la película es francamente aburrido, una traslación aplastante del mundo adulto y su esquema evolutivo al glorioso reino payasesco de los juguetes.
A pesar de la idea simplificadora de que la comedia romántica tiene como centro a una chica que se desvela por el amor de un varón como fin supremo de la vida, el género siempre fue mucho más diverso que eso. Desde la screwball comedy, donde Katharine Hepburn o Rosalind Russell eran mujeres de carácter que podían enloquecer a un Cary Grant más delicado –y que ocasionalmente aparecía en una bata de mujer–, hasta una película célebre como Desayuno en Tiffany’s, donde se trataba de pescar a la chica que andaba seduciendo ricachones y no quería enamorarse, el romance se trató más de conciliar los opuestos y convertir la fricción en deseo que de reafirmar los roles de género según estereotipos ya establecidos. Es más: cualquier buen protagonista masculino de una película romántica tuvo siempre un componente fuerte de vulnerabilidad y delicadeza, como si el género estuviera mostrando que el amor –y lo divertido que puede ser enamorarse– es un estado que no se puede alcanzar sin dejar de lado ciertas rigideces, sin bajar la guardia. Ni en tus sueños se instala festivamente en esa tradición y la lleva hasta su punto máximo, casi al absurdo, porque imagina un amor donde ella sea la futura primera presidenta mujer de los Estados Unidos y él, algo así como su primera dama. Charlotte Field (Charlize Theron) es la Secretaria de Estado y trabaja para el presidente Chambers, un títere de las corporaciones de derecha que quiere dejar la carrera política para dedicarse a algo más prestigioso, el cine. Obviamente, todo en Charlotte es impecable: esbelta, bien vestida y elegante, sus encantos femeninos miden bien en las encuestas y la gente pretende verla saliendo con un político que esté a su altura, algo así como su equivalente masculino. Pero como corresponde a los mejores exponentes del género, toda la premisa de Ni en tus sueños consiste en desordenar ese equilibrio, y así Charlotte se cruza con Fred (Seth Rogen), el típico treintañero hipster que usa buzo con capucha y mochila, se droga con amigos y, ¿quizás por eso?, parece mantener intacto el idealismo adolescente, incluso ahora que trabajar como periodista para un periódico de Brooklyn. Hay algo alegre y osado en la idea de armar una pareja donde el romance y la seducción surjan entre la diosa de velos dorados de las publicidades de Dior y el chico judío de voz ronca y dientecitos de castor (algo de esto aparecía en Ligeramente embarazada, claro, pero la presencia de Charlize Theron lleva el contraste a la estratósfera), y ver cómo sucede en la pantalla grande es una delicia. La construcción del amor en Ni en tus sueños es perfecta y fluida: la primera vez que se ven, intrascendente y algo incómoda, Charlotte y Fred parecen estar a años luz de algo que se parezca remotamente a una pareja, pero la película hace ese trabajo artesanal de hacer crecer la complicidad que es todo el arte de la comedia romántica, y lo hace más que bien. Incluso hay una forma preciosa de hacer contrastar la pose del amor ideal y la familiaridad del amor cuando realmente sucede, en una escena donde Charlotte baila un tango (digamos) con un diplomático canadiense para el aplauso del público y luego, entre bambalinas, una canción de Roxette con Fred (y de paso ella muestra magníficamente cómo ser diosa es solo una performance, entre tantas posibles). Por otra parte, Ni en tus sueños encuentra una manera brillante de hacerse cargo de las desigualdades de género con una serie de chistes inteligente donde dos presentadores de televisión comentan lo buena que está la Secretaria de Estado, y de modo general plantea un mundo en el que la categorización de lxs individuxs se traduce en pura estupidez, de modo que el amor romántico, y el desorden que plantea, puede ser una fuerza transformadora y festiva.
Leí por ahí que la primera media hora de Dolor y Gloria, la nueva de Almodóvar, es la más aburrida. Sí. Algo de eso hay. Después de una escena atractiva de lavanderas en el río y música, Dolor y gloria se abre con un hombre metido dentro de una pileta, en rehabilitación, y a los pocos minutos unos gráficos enumeran la serie de dolencias físicas que lo aquejan. Salvador Mallo, que funciona como alter ego de Almodóvar, es un director de cine que está inactivo porque una cirugía de columna reciente, sumada al duelo por la muerte de su madre, le impiden rodar. A Almodóvar le interesa particularmente construir al detalle esa vida que de pronto se ordena alrededor de la dificultad: a Salvador (un Antonio Banderas maduro y preciso) se lo ve calzándose unos mocasines sin agacharse porque una artrodesis lumbar se lo impide, entrando a un taxi con un movimiento pausado, incómodo, o tomando un cóctel diario de pastillas. Se trata de una vida aburrida, improductiva, en la que el cuerpo pasa a primer plano y ocupa demasiado espacio. Pero Almodóvar elige encarar su película sobre el dolor desde un lugar que se enuncia claramente un rato después, cuando se dice que el mejor actor no es el que sabe llorar sino el que sabe contener las lágrimas. Hay algo del desborde, de derramar el dolor en un llanto, que no le interesa a Almodóvar en esta película. Algo cambió, quizás porque se trata de un director que llegó a los setenta años, y el dramatismo más exasperado de películas anteriores (no así de Julieta, que se parece a Dolor y gloria en este punto, si bien todavía estaba el primer plano de rostro femenino por el que rueda una lágrima) dio lugar a un trabajo mesurado con los grandes dolores, tanto físicos como emocionales, que atraviesan una vida. A partir del reencuentro con el actor que fue protagonista de su primera película, se hacen presentes en la vida de Salvador los amores pasados, desde su madre hasta el hombre que más quiso, y también la posibilidad de encontrar alivio en la heroína. La pregunta que se le presenta al protagonista es qué hacer con el dolor, o los dolores, y sobre todo cómo hacer para seguir creando, para que el dolor no lo ocupe todo y haga que la vida pierda sentido. Pero ninguna de las vías posibles que explora la película parece ideal; hay un ejercicio de interrupción constante en todo lo que podría implicar cierto alivio, desde el consumo de heroína hasta la noche de sexo que deseamos y no se nos concede. Cualquier descarga, cualquier reparación, está vedada: tanto en el encuentro de Mallo con un ex amante (Leonardo Sbaraglia), que es una escena magistral de calidez y emoción contenida, como en las conversaciones de Mallo con su madre ya vieja y a punto de morir, donde le dice cosas como “te he decepcionado solo por ser quien era”, no hay respuesta, ni descarga, ni nada que amortigüe lo hiriente de la frase. Solo los personajes sintiendo el dolor hasta el fondo frente a la cámara, registrando con gestos mínimos el impacto de una verdad que, en películas anteriores de Almodóvar, hubiera estallado en un grito hecho canción. Pero aquí, hasta la voz cascada de Chavela Vargas se corta casi de modo brechtiano, y produce el efecto de algo así como el melodrama trabajando en contra de sí mismo, por así decirlo, en un equilibrio tenso. Dolor y gloria es consciente del berretín de contar la propia vida -e incluso hay un chiste precioso al respecto- pero nada ingenua, sino más bien sabia: no basta con eso, no basta ni con la nostalgia ni con la belleza ni con que a lxs espectadorxs les importe porque se trata de Almodóvar. Es preciso encontrar una forma. Y la del cine dentro del cine, en este caso, funciona de modo sofisticado. Un ejemplo nada más: la única escena sobre la que la película vuelve dos veces no es adorable, ni deseable, ni feliz. Son un niño y su madre que pasan la noche en una estación, como dos vagabundos. Él sabe que la molesta; ella lo abriga pero está fastidiada. Y sin embargo, porque la película fue a la vejez de esa madre y ese hijo y volvió y los vimos darse y lamentarse hasta el último minuto de lo que no pudieron darse, la escena es un milagro de vida vivida que está allí para mostrar quizás, entre las miles de cosas que muestra la película, que el dolor también puede ser un tesoro.
Hay un enrarecimiento particular en la experiencia de ser familia o padres/madres en esta época que se debe quizás, aunque todavía no lo tengamos demasiado claro, al hecho de ser una generación que creció con un fuerte desengaño de lo familiar, tantas veces con progenitores separadxs, u observando cómo seguían juntos pero solo para horadarse lentamente hasta que ya no quedó más tiempo. Para las chicas, en ese sentido, la maternidad era el horror, aquello de lo que había que escapar porque nos convertiría, sin remedio, en mujeres. Por eso si hablamos de mandatos el tema es más complejo, ¿cuántas tuvimos que saltar por encima de un prejuicio demasiado intenso para acceder al deseo de maternar? La protagonista de De nuevo otra vez, primera película de la escritora, dramaturga y actriz Romina Paula parece representar un poco esta experiencia, que es generacional. Y por eso la película en la que despliega una exploración de lo familiar y la maternidad, en pasado y presente, tiene la particularidad de contrastar aquello que sí era, sin lugar a dudas, una familia –y que también conforma el prototipo de familia que circula socialmente– con ese otro conjunto de vínculos más flexibles y tentativos, más inciertos, y que probablemente no tiene nombre. Un ejemplo: en un momento le preguntan a Romina, protagonista y directora a la vez, si su hijo tiene papá. “Sí, tiene un papá, es mi novio”, contesta, y con razón, porque seguramente lo que ella tiene no es un marido. De hecho esta protagonista, una mujer que está cerca de los cuarenta años, llega a la casa de su madre en Buenos Aires en una visita, junto a su hijo de tres años, que tiene también algo de fuga: las cosas no andan bien con este novio (Esteban Bigliardi), y alejarse parece una buena idea. En Buenos Aires Romina conversa ampliamente con la madre, en una lengua a medias entre el alemán y el español en la que fue criada, piensa en empezar a trabajar y ensaya, con una actitud casi performática, algunas cosas que quedaron atrás junto con la juventud. Una de las dimensiones de De nuevo otra vez es este presente en el que la posibilidad de una separación y de un nuevo comienzo se vive más con curiosidad que como tragedia; la otra es la mirada sobre el pasado y el futuro, que se vale de una batería de ideas visuales potentes, sintéticas y con cierta carga lúdica, como cuando la protagonista se disfraza de la señora que imagina que pronto será, o cuando los personajes de la película posan frente a las proyecciones de las fotos de la infancia. Romina Paula mira el archivo familiar –diapositivas de los setenta/ochenta, la memoria de una generación entera– con dos impulsos distintos: uno, el de contar la historia familiar, una de inmigrantes y desarraigos. Otro, para mirar a esas personas en tanto familia, gente común, fotografiada alrededor de la mesa o al lado de un auto, en imágenes y poses que se replican en tantas otras fotos para construir en el conjunto, precisamente “lo familiar”. Lo que la voz que comenta las fotos recuerda de la infancia es nada menos que el rechazo, y una promesa que imagino muchos nos hicimos: juro que yo no voy a ser así. Jamás. Se trataba sin dudas de una promesa noble, porque había todo por cuestionar en esos modelos familiares, pero las décadas pasaron y muchxs de nosotrxs nos encontramos criando niñxs con otras personas y casi sin saber cómo habíamos llegado a eso que se parecía peligrosamente a una familia. ¿Se puede estar en pareja y criar un hijx juntxs sin resultar absorbidxs por los patrones que adquirimos en la infancia? ¿Hay margen todavía para convertirse en otra cosa? ¿Y qué papel juega el afecto en todo esto? Éstas son algunas de las cuestiones que se plantea De nuevo otra vez desde coordenadas inmejorables: con consciencia de estar dialogando con un movimiento que es de muchas pero la firme intención de encontrar una manera propia de decir, sin épica, sin heroísmo, con un aire de ligereza aprendido de las mejores películas de Matías Piñeiro y Alejo Moguillansky, y la sabiduría de complementar las preguntas con aquellos fragmentos valiosos de vida que solo las imágenes registran.
Frente a ese mantra de la autoayuda que dice que cuando estés preparadx el amor va a llegar, la realidad es que el amor irrumpe. Y puede ser que unx se encuentre en la disyuntiva de ordenar sus asuntos alrededor de eso que es nuevo y todo lo empuja, o decida que mejor es seguir como estaba. Eso le pasa a Juan Badur (Javier Frías) en Badur Hogar, la nueva comedia del director salteño Rodrigo Moscoso, que participó en la Competencia Argentina del último Bafici. Como el apellido lo indica, Juan es el heredero de una casa de electrodomésticos que fue la empresa familiar desde la generación de sus abuelos y que ahora está abandonada, intacta, como un museo donde los precios están en australes y las licuadoras y secadores de pelo son naranjas y rojos pero no son retro: son, simplemente, de otra época. El negocio, fundado por el abuelo y dirigido luego por el padre, cerró y por algún motivo –que será, por supuesto, una revelación a lo largo de la película– se mantuvo intacto, las ventanas cubiertas con papel y cada artículo a la venta en su lugar. La película está construida alrededor de este espacio que atraviesa extrañamente las épocas, y representa para Juan una herencia problemática, que lo desconcierta, pero también es el fin de un modelo de trabajo estable y para toda la vida en el que se formó la generación de nuestros padres, en una época en que la vocación y la realización personal pesaban menos que la idea de practicidad y de tener un medio para sostener a la familia. En este local fuera del tiempo, Juan prácticamente juega a la casita, se tira un colchón para pasar la noche y lleva una chica para coger, porque sigue viviendo en la casa paterna, o intercambia porro por licuadoras. El protagonista de Badur Hogar, que se conjuga perfectamente con esta empresa detenida, es el prototipo del eterno adolescente que tanto le dio a la comedia reciente: tiene 35 años, nunca se armó una vida más allá del techo familiar y se dedica a hacer changas en una Mehari con un amigo metalero. Pero la aparición de Luciana (Bárbara Lombardo), en una situación de comedia de enredos en que se hacen pasar por matrimonio en una fiesta, lo cambia todo, o por lo menos hace que la vida de Juan tal como es parezca inaceptable y deslucida y desata como consecuencia, en lugar de una maduración inmediata, una sarta de mentiras. Badur Hogar recorre el crecimiento de esa relación y muestra a Juan haciendo malabares entre la chica que le gusta, un compañero del secundario que parece feliz y exitoso, los reclamos familiares y un problema de salud que necesita ser encarado de frente, todo envuelto en una estética de comedia de los sesentas, desde al afiche hasta la música (que es una delicia), pero con corazón de comedia americana. Juan podría ser uno de esos varones que no terminan de crecer que tan bien delineó Judd Apatow, pero hay un equilibrio en el uso de las fuentes y un buen trabajo de ambientación no costumbrista, con un pie en una familia tradicional de inmigrantes sirios, que hace que la película de Rodrigo Moscoso tenga carácter propio. En 2001 Moscoso había estrenado Modelo 73, una película que fue importante en el contexto del Nuevo Cine Argentino, también ambientada en Salta. Como si en los 18 años que median entre las dos películas hubiera varias más, Badur Hogar es una película compleja construida con soltura, que filma la ciudad de Salta desde la altura como si fuera Los Ángeles pero también sabe buscar lo propio, como cuando en la primera cita de Juan y Luciana en un restaurante coqueto se cansan de esperar y terminan yendo a un carrito a comerse unos sánguches de paradxs. Y que también, y aquí reside un acierto de la película, sabe hacer jugar su historia de amor en un contexto más amplio, de diferencias entre generaciones y geografías, que no son innegociables pero hacen del romance y las elecciones individuales algo mucho más enredado que el simple voluntarismo.
Hay dos tipos de artistas representados en la nueva Dumbo de Tim Burton, dos versiones del show business man: uno (Danny De Vito) es el dueño de un circo pequeño, itinerante y familiar. Es vulgar y algo bruto con las personas y animales que trabajan en su circo, pero tiene buen corazón y un cariño sincero por su negocio. El otro (Michael Keaton) es el magnate frío y desalmado, ostenta su dinero y la belleza de las mujeres que lo rodean, es capaz de construir un parque de diversiones ambicioso y extravagente e incluso de montar un espectáculo vistoso, pero carece de sentimientos. O mejor dicho, no puede percibir que son criaturas vivas, ya sea humanas o animales, las que trabajan para él, y por lo tanto las explota sin contemplaciones. Hay algo en Dumbo que hace creer que Burton se vería reflejado en la primera de estas dos figuras, del lado de un hacer artesanal y modesto que se basa en emociones sinceras. Pero al mismo tiempo, todo en su película pertenece al universo del magnate, del gran presupuesto para construir una perfección sin alma. Eso es, en resumidas cuentas, lo que la nueva Dumbo tiene para ofrecer, un producto bien hecho de principio a fin, con ciertos guiños al presente, y en consonancia con un cine contemporáneo bien hecho, desangelado y olvidable. La vieja Dumbo, de 1941, era una película modesta, con una huella fuerte del cuento infantil de la que provenía, y la libertad necesaria como para ofrecer una secuencia de alucinación psicodélica producida en el elefantito por el consumo de alcohol, con un toque pesadillesco. Además, estaba protagonizada por animales, y en el centro por supuesto el elefantito de ojos celestes que tenía la expresividad y el encanto de un bebé. La nueva Dumbo, de acción en vivo, necesitaba personajes humanos, y Burton rodeó al elefante de toda una galería de adultxs y niñxs a partir de los cuales se construye la emoción en la película, aparte de la consabida separación entre el elefantito y su mamá: en primer lugar, hay un papá (Colin Farrel en la versión más nula que se pueda concebir) que perdió un brazo en la Primera Guerra Mundial y a la esposa durante su ausencia, un nene y una nena que compensan sus carencias afectivas a través de Dumbo, una trapecista deslumbrante (Eva Green) que se presenta como femme fatale pero luego se revela sensible y dispuesta a ocupar el lugar de madre en esta familia arrasada. También está el magnate-villano de Keaton y el dueño de circo de la vieja escuela de Danny De Vito, como dije, pero el centro es la pequeña familia que hace de partenaire de Dumbo a lo largo de toda la película y es un problema, porque esta familia apenas logra importar. Todo en ellos es estereotipado y rígido, desde la ternura de lxs niñxs hasta la fragilidad del padre, para no hablar de la forzada historia de amor con la trapecista a la que ni siquiera se le dedica un despliegue que permita sentirla. Es que Burton, que en otra época supo construir emoción como un artesano (pienso en El joven manos de tijera, por ejemplo), esta vez prioriza lo panorámico: muchxs artistas, muchas luces, mucho decorado, grandes planos generales del parque de Vandevere (Keaton), recorridos por el circo donde todos los artistas se muestran como si estuvieran adentro de una vitrina pero ninguno importa, y una fascinación con el diseño que se impone en cada plano. Si la Dumbo de 1941 era una película que podía ponerse a la altura de un elefantito y un ratón y sostener con ellos una escena, la del 2019 necesita construir un parque de diversiones gigante y luego prenderlo fuego para generar intensidad. Es más, hay un esquema que se repite varias veces y nos pone al borde de la butaca para después liberarnos del modo más maravilloso, y es el suspenso de si Dumbo podrá volar o no. Esa oscilación entre el peligro y la libertad es un elemento clave, y toca una fibra del presente –el malestar ante el maltrato a los animales– que la película no se anima a convertir en un tema salvo hasta una resolución tardía y sacada de la galera.
Hace dos años, y como parte de un proceso de crecimiento de la presencia de afroamericanos en la industria del cine, Jordan Peele sorprendió con una película de género que era original, divertida, y a la vez interpelaba el racismo en el presente (a diferencia de tantas películas celebradas que insisten en presentarlo como cosa del pasado, Green book incluida). Get out partía de una premisa perfecta: un chico negro salía con una chica blanca y ella lo llevaba a conocer a sus padres, una pareja de intelectuales blancos progresistas que posaban de copados. Pero a nadie se le escapaba el detalle de que, en la casa lujosa de las afueras de la ciudad donde vivía esta familia, los negros eran exclusivamente empleados domésticos, y los blancos patrones. La situación se enrarecía más y más a medida que estos empleados negros –ama de llaves, jardinero y demás– revelaban cierta mecanicidad y despersonalización que de pronto eran terroríficas. Nosotros, la segunda película dirigida por Jordan Peele, también contrapone blancos y negros, a través de dos familias tipo que van de vacaciones a una zona de lagos y playa: los blancos son una especie de caricatura de nuevos ricos, vulgares, en constante hipocresía y con una mamá que solo soporta la vida a fuerza de tragar vodka. Los negros son una buena familia de clase media; el padre (Winston Duke) es torpe y un poco adolescente, los hijos son solo moderadamente rebeldes y la madre, Adelaide (Lupita Nyong’o), parece perfecta. Salvo por un detalle: de chica tuvo una experiencia extraña, un encuentro con una nena exactamente igual a ella en la casa de espejos de un parque de diversiones, y desde entonces siente que esa nena la persigue. La nena, por supuesto, aparece, pero ahora es la esposa y madre de una familia que duplica a la de Adelaide. Y en una noche cualquiera, esta familia doble llega a la casa de los Wilson para plantarse como una especie de tribunal que enrostra a la buena familia negra con sus privilegios al mismo tiempo que remarca sus propias carencias. Hay una larga secuencia que recuerda al Michael Haneke de Funny Games en este ejercicio de crueldad que se funda en una versión de la justicia –porque la familia de dobles, de overol rojo y tijeras doradas en mano, ha venido para matar a los Wilson–. Y también hay una superposición de signos que no necesariamente suma en el diseño de estos dobles: están uniformados de rojo sangre, llevan tijeras lujosas y al mismo tiempo muestran rasgos de animalidad, desde los gruñidos guturales y la velocidad hasta la gestualidad del hijo menor, que directamente funciona como un perro. Somos americanos, dicen, pero está claro que nadie los reconoce como tales. Se trata, entonces, de la venganza de esta infrahumanidad sobre los habitantes del mundo superior, a los que consideran culpables. Son monos con navajas, pero glorificados, y tienen un plan. La película funciona para los que se fascinen con este diseño en espejo, y con la pretendida y pretenciosa profundidad del tema de los dobles. No funcionará tanto, en cambio, para los que pensamos que no hay nada peor que un uso tan pretencioso del género. Por supuesto, de ahí en más, todo se trata de escapar, y las secuencias de acción son mejores que las expositivas, aunque de éstas hay bastante más llegando al final de la película, que no se priva de metaforizar sus seres de laboratorio por medio de jaulas con conejos ni de ofrecer una larga explicación a cargo de la doble de Adelaide: antes del enfrentamiento final, y mientras habla, no solo dibuja en un pizarrón una cadena de personitas que replica las que se encuentran por todas partes en la superficie, sino que también corta personitas en papel calado, se las muestra a Adelaide y cuando solo quedan dos –que son ellas mismas– las separa. Un PowerPoint tiene el mismo grado de sofisticación, pero hay una proliferación tal de “pistas” en Nosotros que demanda con urgencia del espectadorx una lectura metafórica y asegura que aquí el cine de terror (que siempre lo fue), solo porque es obvio, es político. Quizás lo más novedoso de Nosotros sea que, por una vez, son afroamericanos los que representan a la familia buena de clase media amenazada.
Carol Danvers, alias Capitana Marvel, no es la primera mujer superhéroe que llega al cine con su propia película pero se siente como si lo fuera, porque sí es la primera que no está construida prácticamente en ninguno de sus rasgos desde una mirada masculina. Y eso es todo un hito. En 2005 se estrenó, con poca fortuna, la mediocre Electra, donde Jennifer Garner interpretaba a una asesina por encargo devenida heroína que, si bien esto no era central en la trama, se enamoraba del hombre que la habían mandado matar. La Viuda Negra de Scarlett Johansson apareció por su parte en varias películas de Marvel, y Wonder Woman tuvo su protagónico en una película de DC; las actrices siempre aparecieron enfundadas en trajes diseñados para resaltarles el culo y las tetas, como versiones de carne y hueso de esas heroínas de curvas imposibles, cintura de avispa y belleza clásica que son casi obligadas en la multitud de historietas pensadas en principio para un público masculino. De más está decir, además, que Scarlett Johansson, Jennifer Garner y Gal Gadot, que interpretó a la Mujer Maravilla, se acomodan sin esfuerzo en la categoría de belleza hegemónica (no por nada dos de ellas fueron modelos). Está bien, ya entendimos que las mujeres pueden mostrar el culo y ser poderosas al mismo tiempo pero, ¿tenemos que creer que no hay ninguna variante en el guardarropas de las heroínas? Por otra parte, y casi como si fuera la contracara de eso, a veces se hizo un esfuerzo por buscarles a las superheroínas características que las diferenciaran en tanto mujeres; el gran furcio de la película de la Mujer Maravilla, en ese sentido, fue hacerla pronunciar un discurso intragable sobre el amor que todo lo vence en el clímax de la batalla final, justo cuando estaba bajando enemigos a fuerza de piñas y con recursos que poco tenían que ver con el amor. En Capitana Marvel se siente desde el principio que hay algo distinto, y la película nunca decepciona en este punto. Ambientada entre la tierra y un planeta habitado por los kree, la historia está llena de idas y vueltas en el tiempo y la memoria pero básicamente tiene que ver con Vers (Brie Larson), una kree de sangre azul y puños que disparan fotones que se entrena para defender a su planeta en una guerra intergaláctica. Pero en un momento sabrá que tuvo un pasado como Carol Danvers en el planeta Tierra, donde fue piloto de avión en la Fuerza Aérea, y que debe investigar ese pasado para saber quién es. Arrojada a la ciudad de Los Ángeles en la década del 90, Vers se cruza nada menos que con Nick Fury (Samuel Jackson) con unos años menos, y ahí descubre que tiene no solo una historia sino también una especie de familia íntegramente femenina. Algo confusa en la profusión de datos sobre la guerra entre dos razas de extraterrestres, la película se vuelve más íntima y permite conocer mejor a su protagonista cuando la pone a interactuar con humanos, tanto con Nick Fury como con Maria Rambeau (Lashana Lynch). Y Brie Larson, con su actitud escéptica y su disposición para divertirse cuando se arma un equipo que recuerda a los Guardianes de la Galaxia en su heterogeneidad festiva, es algo digno de ver. Con los gestos cancheros de los pilotos en películas como Top Gun (1986) –además de jeans y una campera de cuero, remeras con inscripciones, pelo siempre desordenado–, algo de la irreverencia de Tony Stark y la remota posibilidad de que quizás sea la primera superheroína lesbiana (algo parece insinuarse al respecto en una pelea con Minn-Erva), esta chica se conoce por el nombre nada menos que de Capitana, su gesto más característico es la cara de enojo y los puños apretados, y en sus momentos de máximo poder, cuando atraviesa el aire envuelta en llamas, lleva un casco por el que el pelo rubio le asoma en una cresta. Porque basta con verla para saber que es fuerte, y porque lo es, la película no necesita cargar las tintas sobre su capacidad salvo por un momento, breve, en que musicaliza una pelea con Just a girl, de No doubt: nadie estaba pensando que la Capitana Marvel era solo una chica, pero valga la escena como remanente de un pasado muy cercano en el que fue necesario aclararlo.
De todas las “grandes” películas recientes protagonizadas por mujeres -que constituyen, es cierto, una novedad y una respuesta en cierta forma a la voluntad colectiva de reclamar más lugar en el cine-, La favorita debe ser la que más tiene para decir sobre el género. Lejos del paternalismo con algún destello de lucidez de Roma, de Cuarón, y de la tibieza con que la Suspiria de Luca Guadagnino trabaja el sexo y la brujería, La favorita hace con los géneros lo mejor que puede hacerse: usarlos para jugar. Y en ese sentido es una fiesta. Yorgos Lanthimos, que en sus anteriores películas estallaba de solemnidad y de la pretensión de resultar profundo, parte de una premisa que funciona perfecto: se puede hacer una película de época en la que cada elemento de esa época sea la excusa para un juego (como ya lo había hecho Sofia Coppola en María Antonieta, ese estallido de moda y cupcakes entre los cuales se hastiaba una niña rica con tristeza). Un tablero demasiado rígido, en cierta forma –según las convenciones que indican que reyes y reinas se comportaban todo el tiempo exactamente igual que sus estiradísimos retratos–, en el que plantear jugadas inesperadas: eso es La favorita, y las fichas que Lanthimos pone en el tablero son inmejorables: Olivia Colman, Rachel Weisz, Emma Stone, un trío de mujeres que en los inicios de un muy ficcional siglo XVIII y en pleno centro de la política del reino son capaces de decirse una a la otra: “Cogeme”. Ellas son la reina Ana (Olivia Colman), Sarah Churchill, su mano derecha (Rachel Weisz) y Abigail Masham. Sarah es la consejera de la reina y también su amante, cosa que se nos revela en besos tras las puertas con pasión real, o en momentos de intimidad y ternura en los que Sarah -que tiene un esposo en la guerra- cuida a la soberana, con la que tiene una amistad profunda desde que las dos eran niñas. La relación es lo suficientemente intensa e interesante como para tener, de por sí, varias facetas: no se trata para Sarah de conseguir un lugar de poder influenciando a la reina o de ser su amante de años, casi una esposa, sino de las dos cosas a la vez. La llegada de Abigail Masham (Emma Stone) no puede sino ser conflictiva: la chica empieza a trabajar en el palacio como sirvienta y viene de un matrimonio arreglado con un tipo horrible, al que soportó como pudo, pero Sarah, que es su prima, se encargará de tenderle la mano para que pueda volver a la realeza. La película deja en claro que estas son mujeres para las cuales acostarse con tipos, incluso satisfacerlos sexualmente o permitirles que se satisfagan con ellas, es parte de una rutina que también puede incluir fregar los pisos, para Abigail, o hablar en público, para la reina. Deberes, formalidades, entre los cuales se abren paso para dedicarse a lo que realmente les interesa. Que es, por supuesto, el poder, pero también el sexo. El problema con el lugar de “favorita” de la reina, con lo tentador que pueda resultar, es que no es más que eso, un lugar, y toda la película se trata del intento de Abigail por reemplazar a Sarah en esa función. En esa disputa la reina, una mujer que parece vulnerable y algo deprimida, que perdió 17 hijos y los ha reemplazado por conejos, da la impresión de ser una figura pasiva, pero no es tan así: la originalidad de La favorita es que se trata de una película protagonizada por tres villanas a la vez, y esas villanas son maravillosas. Para cada una hay una construcción compleja y rica: la reina es vulnerable, un cuerpo sufrido y a la vez grandiosa en un traje de montar ortopédico que parece una armadura de caballería, Sarah es una especie de pirata que se viste de varón la mitad del tiempo y hasta se dibuja un bigote, Abigail juega a la mosquita muerta y a la comedia física pero a la vez destila su veneno. Y si unx se puede sobreponer a los mil recursos técnicos con los que Lanthimos enturbia este triángulo brillante, la sorpresa es una película que es comedia y tragedia a la vez, con un toque brutal, y con el tipo de heroínas que el cine clásico supo derrochar, unas que hacen estallar cualquier agenda.
Hace mil años, a orillas del Mar Negro, tres mujeres inventaron la brujería. Eran hermanas, se hicieron poderosas y fueron perseguidas, pero lograron preservarse a través de los siglos porque se hicieron construir tres edificios en cuyos sótanos establecieron su morada. El arquitecto que diseñó estas casas se llamaba Varelli; una en Friburgo, Alemania, otra en Roma, otra en Nueva York, las casas replicaron la estructura del castillo gótico y escondieron en sus entrañas el mal que podría hacer tambalear al mundo civilizado y moderno. Porque, además de alimentarse permanentemente de sus víctimas, especialmente muchachas, ciertos objetos mágicos podían despertar el terrible poder de las brujas, Madre Suspiriorum, Madre Tenebrarum y Madre Lachrymarum, una trinidad maldita que invertía en clave oscura y visceral el poder racional y ordenador masculino. Así, en forma de cuento de hadas, ficcionalizaron lxs guionistas Dario Argento y Daria Nicolodi los comienzos de la brujería en la Edad Media, y arrastraron hasta el siglo XX la amenaza de las brujas en tres relatos que tienen exactamente la misma estructura. La trilogía de las Madres, se los llamó, y tardaron treinta años en completarse. Las dos primeras películas, Suspiria (1977) e Inferno (1980), repiten la misma fórmula: alguien llega a uno de estos edificios con total inocencia, pero pronto una serie de sucesos inexplicables y crímenes horrendos hacen que empiece a saber. Los retazos de información se arman como un rompecabezas y, cuando el cuadro está listo, el o la protagonista está también preparado para descender al infierno en busca de la bruja de turno. Las dos, también, se basan enteramente en desplegar esta idea a través de pasillos de paredes rojas, desvanes atestados de objetos rotos, escaleras y pasadizos, en recorridos por el espacio y trampas de la visibilidad que son perfectas, toda una manera de entender al cine como experiencia física. En La tercera madre (2007) Argento complicó el esquema tratando de hacer un cine más contemporáneo y a la vez pensando en una apoteosis posible para su Trilogía de las Madres que se proyectara a una escala mayor, cósmica, pero a la vez no quedó nada de la estética que hizo de sus primeras entregas películas de culto. Porque así de sencillos como suenan los argumentos, el arte que Argento plasmó en Suspiria tenía que ver con hacer del recorrido por la mansión gótica un material suficiente a través del color, el diseño, y una puesta de cámara que mantuviera el suspenso minuto a minuto. Suspiria es una caja de sorpresas, por supuesto que malditas. Hay una estudiante de danzas norteamericana, Susie Bannion (Jessica Harper, elegida entre otras cosas por el tamaño de sus ojos) que llega a una academia de danzas en Friburgo. Basta con ver la fachada de la casa, de un colorado furioso, y a la que Suzy llega en medio de la lluvia más feroz, para entender que todo será desastroso: las alumnas están asustadas, las profesoras y personal de la academia son señoras grotescas de labios rojos y sonrisas de marioneta, las habitaciones están infestadas de gusanos y, por si todo esto fuera poco, la noche en que Susie llega una estudiante huye despavorida en medio de la tormenta y se interna en el bosque. La genialidad de Argento, además de un uso del color que tenía influencias del giallo italiano y de otro maestro como Mario Bava, consistió en hacer del diseño el soporte que le permitía instalar su película en el cruce del terror con otros géneros. Un ejemplo: como la idea original era que las alumnas de la academia de danzas fueran niñas pero esa película era imposible de hacer (el gore, la carne cortada en primer plano y la abundancia de sangre de color coral son algunos de los sellos de Argento), se decidió que las puertas fueran sobredimensionadas y los picaportes quedaran altísimos, como para dar la sensación de que las chicas eran niñas. Solo con esos recursos, Argento hace que la útlima parte de la película sea una versión macabra de Alicia en el País de las Maravillas, así como el final de Inferno tiene elementos de El Mago de Oz. Se trata de películas que inventan, escena tras escena, variantes atractivas y festivas del susto que las convierten en una especie de tren fantasma rebosante de creatividad visual, como las versiones de la telaraña o laberinto -de alambre, de gatos, de cuerdas- en que se enredan los personajes. O esa secuencia morosa al comienzo de Inferno en que la protagonista mete la mano en un pozo lleno de agua para buscar el colgante que se le acaba de caer: la mano femenina, las uñas pintadas, la cadenita de color dorado y el manojo de llaves entre escombros conforman un plano precioso en el que todo el dramatismo y el suspenso están dados por el movimiento de la mano, que rebusca en lo que su dueña no puede ver, para angustia de lxs espectadorxs. Solo en La tercera madre, que abandonó ese tipo de construcción detallista en pos de recursos más convencionales, se diluye casi por completo un estilo visual que no supo sobrevivir a su época (cosa que por otra parte era un gran desafío, porque Argento no podía replicar Suspiria o Inferno sin resultar “retro”). Ese trabajo visual, sumado a un relato tripartito cuyo centro era, como en el gótico, un poder primitivo y oscuro que el mundo moderno reprime pero que permanece como amenaza y atracción, condensado en el cuerpo de las mujeres, era suficiente para hacer no “grandes” películas sino películas inolvidables, porque lo grande es precisamente el enemigo, la importancia discursiva, la complacencia con los temas “importantes”. Lo bello del gótico es que desde el principio encontró su manera de referirse a los mismísimos cimientos de nuestra cultura con recursos estéticos, sensuales y sensoriales. En su nueva Suspiria, Luca Guadagnino (a pesar de que venía de hacer Llámame por tu nombre, una película sobre el amor y el deseo entre varones donde el verano italiano, lo bucólico, los estanques y la fruta madura eran palpables) hizo exactamente lo contrario de Argento. Puede ser que amara Suspiria, pero no le pareció suficiente, y eso está claro en el modo en que cruzó en su película el argumento de Argento y Daria Nicolodi con el contexto político de la Berlín dividida en el año 77 y pérdidas todavía presentes en los campos de concentración del nazismo. De nuevo es Susie Bannion (Dakota Johnson) la que llega a una academia de danzas comandada por mujeres rarísimas, esta vez en una Berlín recreada a partir de la estética realista de los setenta con una paleta de marrones y beiges. La sangre se acopla a ese espectro, ya no brilla, tiende al bordó, y tampoco figura demasiado. Guadagnino usa la danza, casi ausente en la primera Suspiria (donde lo que le interesaba a Argento, como dije, es la idea de internado de pupilas) para mostrar cómo la protagonista de pasado menonita en Ohio, atraída a la academia por un impulso casi maléfico e inexplicable, empieza a conectar con algo oscuro que reside en el lugar. Las brujas, un enjambre de mujeronas vulgares que gritan y ríen a viva voz, tienen lo suyo, y por supuesto está Tilda Swinton como la profesora andrógina, con un aire al Drácula de Coppola, con la que Susie establece una relación que unx desea lésbica. Porque hay sexo desperdigado acá y allá, en una danza extática después de la que Susie afirma que sintió estar cogiendo con un animal, o en los sueños que Madame Blanc (Swinton) le insufla por las noches. Eso es lo mejor de esta nueva Suspiria, y quizás también el intento de giro interesante de que Susie Banion sea otra cosa que la ejecutora de la bruja de turno; Dakota Johnson, magnífica y entregada, que prácticamente empezó su carrera desnudándose para coger duro en la novelesca Cincuenta Sombras de Grey, parece la actriz fetiche de un cine clase B que ya no existe pero podría, al menos en espíritu. Guadagnino elige otro camino, con su película de dos horas y media subdividida en seis actos y un epílogo y en una maraña de subtramas entre las cuales las brujas son casi lo que menos importa entre Baader-Meinhof, el secuestro de un avión de Lufthansa por agentes palestinos, un psicoanalista al que otra alumna de la academia (Chloe Grace Moretz, que arruina todo lo que toca) va a visitar y con el que se trata de tender un puente temático entre creencias esotéricas y manipulación mental de corte fascista: todo está ahí, mezclado y superpuesto y tratado con una superficialidad que impide a la película o a lxs espectadorxs conectar realmente con nada. Para no hablar del desdén absoluto de Guadagnino por el terror como género y su potencial metafórico; acá, todo tema debe ser aludido y enunciado, solo para ser descartado y pasar otro tema igual de importante. En ese sentido la Suspiria de Guadagnino opera como Roma, otra “gran película” contemporánea: se puede poner mujeres como protagonistas, hablar a través de ellas de maternidad o sexo pero solo un poco, y justificar la importancia de todo esto sugiriendo conexiones con el gran panorama histórico de la época (si es los setentas, la violencia política y la lucha armada, tantísimo mejor). Ninguna película es el enemigo, pero está bien odiar a un arte que se produce desde una agenda políticamente correcta y en última instancia aburridísima.