Martín Piroyansky – el actor y director de veintitantos, de cara larga, ojos expresivos y naturalidad asegurada – consagró el lunes por la noche su vuelta a la pantalla grande con su segundo largometraje, Voley. Cinco amigos deciden vacacionar en vísperas de Año Nuevo en una casita a las orillas del Tigre, un escenario natural más que adecuado para que comiencen a enredarse los delicados hilos de los cuales penden las relaciones que los conectan. Cinco amigos modernos, desenfadados y bien diferenciados entre sí que deciden habitar bajo el mismo techo en el transcurso de lo que parecen ser algunos días. Hasta ahí, la película simula ser un road trip, con la particularidad que los viajes son en su mayoría sobre la superficie del agua. Lo primero a destacar – de hecho, lo que primero revela la película – es la construcción minuciosa de todos y cada uno de los personajes principales. Es así como conocemos a Pilar (Efrón), algo así como la Phoebe Buffay de la reunión, habitante de su propio planeta, distraída y original; a Nacho (Darín) – el macho alfa – pintón, caballero y novio eterno de Manuela (Urtizberea), la maniática controladora, que sin aviso invita a Belén (Bustos) - su amiga de la infancia – provocativa y mordaz; Cata (Spinetta), el personaje mas enigmático y ácido del relato, que genera risas tan solo con pocas líneas, y Nicolás – “Cavernico” – que pocas expectativas tiene acerca del amor y las relaciones duraderas y que, casualmente , es el que se encama con la mayoría de las mujeres de la casa, a pesar de que nadie sabe “cómo hace”. Con este elenco llamativo en cartelera y, además, coherente en su totalidad, Piroyansky trabaja a sus personajes de manera equilibrada, donde cada quien tiene su momento para expresar su singular personalidad; todos ellos tienen asignados instantes del guión para originar risas en el público; por ejemplo, en la escena de del festivo brindis, donde un monólogo de Nicolás es interpelado de manera justa y dinámica por las respuestas de sus compañeros de mesa. En general, cada miembro del elenco se desarrolla bien dentro de los límites de su propio papel, sobre todo el propio Martín, que encarna a ese personaje familiar – entre langa y perdedor– que conquista la comicidad con sus muecas y voces, provocando risitas aún cuando ese mantiene callado. Pareciera que el sinfín de rostros que puede tener Piroyansky bastara para el publico se divierta. El sexo descomprometido, el encuentro con un abanico de drogas de recreación y los impulsos más primitivos del hombre son los ejes de una comedia que se desenvuelve de manera adecuada con su elenco y sus emplazamientos. A nivel técnico, el largometraje resulta prolijo y vistoso. Pareciera que el nuevo cine argentino que llega a pantalla ha adoptado un compromiso estético que, a un primer vistazo, parece ser serio. La fotografía es impecable; los colores y las luces de las escenas de verano están bien cuidados y acompañan de manera natural algunas situaciones del guión. En general, la película es dinamismo puro, llevándonos de una situación a otra en cuestión de segundos, donde los personajes parecen desfilar en derredor de una casa, topándose continuamente unos con otros. Si bien la trama posee algunos giros predecibles – porque no olvidemos que Piroyansky utiliza como fuente de inspiración los lugares comunes y los retuerce y los satiriza, dentro de ciertos márgenes – también hay algunos detalles que sorprenden para bien; a veces es sólo una oración o una reacción de alguno de los personajes que funciona realmente bien en el clima que la escena genera en la sala. Y la gente se ríe y se ríe bastante. Otra de las virtudes de Voley radica en ciertas secuencias en slow-motion que se repiten a lo largo de la película. Son esos instantes, breves, en donde dos humanos se topan y deben tomar una decisión: retroceder o avanzar. Estas secuencias grafican de manera acertada ese impulso primitivo que nace de la negación del deseo – sonorizada con una especie de tambores de guerra – en la que ese paso hacia delante (porque en la mayoría de las veces lo son) transcurre lentamente, dándole tiempo al espectador para observar cada pequeño gesto y percibir en ello la tensión que en ese momento se genera entre dos personajes. Estos segmentos se presentan casi cronometrados en el instante previo en que Nicolás curta con alguien. Es una representación directa de la teoría del propio personaje con respecto a las relaciones amorosas, donde el hombre está genética y socialmente predispuesto – desde el inicio de los tiempos – a dejarse llevar por sus pasiones , a satisfacer siempre sus deseos por sobre todo. Otras secuencias también ralentizadas están ubicadas estratégicamente sobre el desenlace y corresponden a los momentos donde la trama revienta, de alguna u otra manera, y donde los rostros y los cuerpos de los protagonistas en cámara lenta generan por sí mismos la resolución cómica. Y, además, están acompañados por una dramática ópera que lleva al extremo el nivel de ironía que alcanza la contraposición de imagen y sonido . El público ya para esta altura se ríe descomprometidamente frente a la satirización del drama de las situaciones. Una mezcla de tensión e ironía que deviene en gracia – o una sensación de total empatía – que estamos acostumbrados a ver en la trayectoria de Martín, donde las situaciones casuales se intensifican y acidifican. A pesar de que nada es del todo inesperado, sus guiones apelaron y apelan a los rincones de la vida diaria, donde el espectador se halla y se ríe de sí mismo al recordarse en situaciones parecidas a las que discurren en pantalla. A veces es fácil pasar por alto otras cuestiones ajenas a la cámara y al guión a la hora de reseñar, pero quizás es justo mencionar que el trabajo de Analía Bernabé – también vestuarista de La carrera del animal (2011) – refleja directamente la personalidad de todos los personajes, cableándolos a tierra, volviéndolos tangibles. Los cinco amigos están claramente definidos no sólo por su concepciones personales del amor y la vida, sino también por cómo visten, cómo caminan y cómo interactúan con el escenario. Son los casos de la adorable Pilar, a cargo de la siempre acertada Inés Efrón, así como también Vera Spinetta – como la sombría y distante Cata – cuyo rostro y expresiones son más que acertados para cada situación guionada. Ambas se desenvuelven cómodas con sus roles en la mayor parte de la película , algunas líneas forzadas y otras no tanto, pero siempre originando en el público una conexión inmediata con las actuaciones. Cabe aclarar que a partir de ahora me gustaría considerar a Voley como la verdadera ópera prima de Piroyansky, donde se anima a hacer lo que mejor sabe hacer, una comedia acostada sobre un entramado de asperezas, debilidades y voluntades de las relaciones personales, donde siempre se llega a la encrucijada en la que hay que decidir entre dejarse llevar por las tentaciones o sucumbir bajo la represión. En cierta forma recuerda a la temática de Un juego absurdo (2009) – de Gastón Rothschild – donde el personaje del propio Martín se repite una vieja lección de física: “La distancia es el asunto primordial. La intensidad de la pulsión es proporcional a la distancia a la que se encuentra el objeto deseado. El deseo es esa distancia”. Y en ésta película las distancias se acortan, se pegotean y se separan, los senderos se entrecruzan y las pasiones se mezclan entre unos y otros en medio de las vacaciones en El Tigre. “En todas las películas hay un punto de vista, hasta en Disney o en Hollywood. Sobre todo en Disney y en Hollywood”, dice el crítico Nicolás Azalbert, y Voley no es la excepción. Piroyansky apela al humor mordaz y, al mismo tiempo natural, que no sólo habla de su línea cinematográfica sino también de una idea de lo frágiles que se tornan las relaciones en cualquier sociedad actual, donde los códigos y las costumbres se moldean en el día a día, evitando generar – consciente o inconscientemente – conexiones reales con el otro.
La ópera prima de Inés Barrionuevo, estrenada en Argentina en el pasado BAFICI – y que compitió a nivel internacional en el Festival de Cine Latinoamericano de Toulouse y el BERLINALE – retrata una historia de amor propio enmarcada en la humeante y enrededada catarsis de hormonas que llamamos adolescencia. Barrionuevo, con el título de comunicadora social bajo el brazo, optó por el cine desde un primer momento y dio así origen a dos cortometrajes excepcionales: Picnic (2005) y La Quietud (2011), éste último en competencia en el Festival de Locarno. Finalmente, hace poco más de seis años, comenzó a gestarse ATLÁNTIDA de la mano de Paola Suárez, el concurso Raymundo Gleyzer del INCAA, un crédito del Banco de Córdoba y Edgard Tenenbaum, el co-productor francés. Según palabras de Barrionuevo, “(Tenenbaum) se hizo amigo de la película y ayudó a que crezca. Simplemente la enviamos a Berlín; parece que gustó y acá estamos.” Y esa soltura, ese destino divino de Atlántida, también se ven reflejados en los tensionantes 88 minutos durante los cuales discurre la película. La historia se centra, principalmente, en el despertar sexual de tres adolescentes de un pueblo cordobés de 1987. Dos hermanas, Lucía (15) y Elena (17) – pie enyesado de por medio – están solas en casa. Estación: verano. El calor asfixiante se cuela no sólo a través de los diálogos y las imágenes, sino también en el sonido. Silencios de siesta, cigarras cantoras y quietud conforman el universo sonoro que rodea a las adolescentes, acompañadas de a ratos por Ana (15), amiga de Elena. La rivalidad entre hermanas es evidente: además del natural “tire y afloje”, Elena tiene cierto rencor especial hacia su hermana menor y el espectador no sabe por qué – Barrionuevo explica que, para la dirección de actores, se sugirió que Lucía era culpable por el accidente de Elena -. De esta manera nos introducimos, de la mano de un elenco infanto-juvenil y el bellvillense Guillermo Pfening – impecable como siempre – a un mundo de atardeceres mágicos y fotografía cálida cargada de raíces emotivas. Es una mirada no sólo atractiva sino acertadísima de una época de la vida en la que todo ser humano se encuentra exaltado, emocionado; de energía efervescente: la adolescencia. Es así como, mientras Lucía y Ana pasean fuera de la casa cosechando un sutil sentimiento, Elena – imposibilitada para caminar – recibirá la visita del doctor del pueblo (Pfening) y lo acompañará en un viaje de camioneta para ver a sus demás pacientes. Los escenarios y las situaciones actorales son lugares comunes; están planeados para generar una identificación automática con el espectador, que poco a poco va acogiendo a los personajes para hacerlos propio. Tanto como guionista como directora, es notable cómo Barrionuevo introduce detalles autobiográficos y recuerdos de su infancia para complementar las situaciones que se dan, de la manera más natural y espontánea posible, entre las chicas y sus acompañantes. Un dato memorable: ninguna de las actrices tiene la tonada cordobesa que uno espera escuchar al relacionar el filme con su provincia de origen y, aunque no parezca, le impresiona una calidad máxima a todo lo que se dice sin quitar ni una pizca de realismo. El guión es justo, pulcro, dinámico y embriagador. La sensualidad que van experimentando los personajes – Elena con su doctor y Lucía con Ana – va aumentando a lo largo de todo el discurso y es acompañado de manera fenomenal por una fotografía con tal característica. Un roce con una mano, una mirada desafiante, un helado compartido; todo está teñido de un misticismo estético compuesto de fleurs, tonos cálidos y contrastes suaves. He aquí cuando la narrativa se eleva a lo excepcional: cuando tiene un clima estético altamente logrado. ¿Cómo no sentir la inquietud de Ana y Lucía cuando se miran en primer plano? ¿Cómo no ponernos en la situación de Elena, osada y caprichosa, abalanzándose contra el atractivo médico? El resultado es inmediato: el espectador de pronto no sólo ve discurrir una película frente a sus ojos, sino los propios recuerdos y sensaciones de su adolescencia perdida. Wim Wenders dice: “Las historias están ahí, existen sin nosotros. En realidad, no hay necesidad de crearlas porque el género humano las trae a la vida. Simplemente tienes que dejar que te arrastren”. Y yo digo que sí, que “Atlántida” es la visión madura perfecta de un mundo inmaduro; que retratar la vida de estos personajes nace de una decisión de experimento voluntario para con la adolescencia; que Inés Barrionuevo bien supo colocar su atención y su cámara frente a una escena diaria que esconde potentes acertijos y fórmulas dramáticas. Esta película es un símbolo del trabajo en equipo; de la construcción de un guión desde la importancia de los humanos que van a representarlo; de la fotografía bella y acertada que acompaña, como un óleo, las acciones de la vida per se. Una vez más, el nuevo cine cordobés demuestra tener la capacidad y la coraza dignas de un arte maduro, que de tanto experimentar ha hallado – lenta y dificultosamente – su lugar en el mundo. Un compromiso con historias simples capaz de sensibilizarnos al extremo.
Comienza a discurrir en pantalla la clásica presentación de títulos que caracteriza al maestro Woody Allen: placa negra, letras blancas y “Back O’Town Blues”, de Louis Armstrong, acompañando en el fondo. Después de esto, la primer toma: un avión (extrañamente digitalizado) en pleno vuelo a través del cielo. A continuación conoceremos a Janette, encarnada por la perfecta y estilosa Cate Blanchett, quien, en busca de mayor prestigio social cambia su nombre por el de “Jasmine”. La historia que se nos cuenta es bastante simple: Jasmine es la resplandeciente esposa de Hal, un empresario multimillonario, interpretado por la faceta más seductora de Alec Baldwin (siempre explotada por el director tal y como lo hizo en filmes anteriores). La pareja vive el sueño americano y se codea con la clase social más elevada de Nueva York, en medio de almuerzos ejecutivos y eventos de caridad. Pero como todo sueño americano, la realidad cae sobre nuestros personajes rápidamente: así, el espectador se va enterando de que en realidad la fortuna de Hal ha sido amasada sobre el embuste y, fundamentalmente, con el dinero de otros. Hal es enviado a prisión, donde se suicida, y Jasmine queda como responsable de las deudas económicas y sociales que la deshonra de su esposo le ha dejado. Su hijastro la abandona y es entonces cuando experimenta un colapso nervioso que la mantendrá bajo medicación el resto de la película. Cabe aclarar la perspicaz y acertada actuación de Blanchett que le da vida a una persona tan frágil como neurótica, engendrada desde el humor y el realismo ácidos que Allen aporta a cada uno de sus proyectos. Es más, quizás sin Cate a la cabeza de la mayoría de las escenas, el filme se tornaría un poco más pesado de lo que es. Los guiños, los momentos cómicos y la empatía giran en torno al personaje de Jasmine, mientras el resto está allí para rendirle homenaje. Tras quedar en bancarrota, la protagonista deberá acostumbrarse a la vida mundana de la clase media de San Francisco, en casa de su hermana divorciada y también adoptada, Ginger, interpretada por la espontánea e ingenua Sally Hawkins (en un papel medianamente similar al interpretado en Happy-Go-Lucky, si de frescura y soltura se trata). Entre psicosis y psicosis y auspiciada por Xanax, Jasmine conseguirá un trabajo, estudiará computación y conocerá a hombres inútiles que le recordarán su ostentosa vida pasada. El relato va brincando de pasado a presente alrededor de los 98 minutos, hilvanando los las vivencias de diversos personajes, a través de una fotografía impecable de Javier Aguirresarobe (también DF de Vicky Cristina Barcelona) y toda la narratividad y expresividad que un filme de Allen tiene o, por lo menos, debería tener. Las desilusiones amorosas, las crisis nerviosas y financieras, las infidelidades, los engaños y las nuevas oportunidades serán las temáticas entrelazadas sobre una excelentísima banda sonora, acorde a los finos gustos del director manhattense, mientras que la soberbia, la confianza, los miedos, la riqueza, la familia y la humildad son los valores que se van poniendo en juego escena a escena. Woody Allen vuelve a revisar bajo el tapete de las clases sociales para crear una obra natural, elocuente y simple. Deja atrás el componente fantástico/imaginario tan presente a lo largo de su filmografía (desde The purple rose of Cairo hasta Midnight in Paris) para relatar hechos y acciones cotidianos del devenir humano, adornados por los lujos y los desperdicios de la vida moderna. Una vez más, Woody Allen se sube al ring como un perfeccionista en la dirección de actores y un minimalista de guiones que, despojados de tanto suceso, terminan siendo crudamente fieles.
El pasado 10 de octubre se estrenó en Argentina la ópera prima de Martín Piroyansky, protagonizada por Abril Sosa y Carla Quevedo. Valeria (Quevedo) y Pablo (Sosa) son una pareja argentina de artistas recientemente instalada en “La gran manzana”. Ambos repletos de ilusiones, de metas profesionales, agradecidos de estar juntos. Como toda pareja normal, sufren desencuentros y discordias insignificantes que, finalmente, generarán una obvia ruptura. Las actuaciones de ambos podrían verse de forma individual o en conjunto: tanto Quevedo como Sosa demuestran una naturalidad y una espontaneidad que sólo un guión de Piroyansky puede generar. El relato transcurre como en cualquier historia de amor repleta de clichés, hecho que incluso los mismos personajes se reconocen en la ficción. El tercero en discordia (Ben, una especie de caballero norteamericano perfecto), la diferencia de intereses y las presiones de la rutina serán moneda corriente en esta trama, dotada de una simpleza que la permite avanzar sin sobresaltos. Las locaciones y, consecuentemente, las situaciones que en éstas se generan, son sumamente naturales y espontáneas, dejando entrever cómo la historia misma se va desarrollando al tiempo que va encontrando su emplazamiento físico. Este film simula ser un documental en cuanto al proceso en el que fue desarrollado, en un contexto de amistad y voluntades creativas, tanto por parte de Martín como del resto del equipo técnico y el elenco. El guión, por su parte, posee esa chispa necesaria que sólo puede ser lograda a través de la interacción dinámica de éste y la instancia de rodaje. Los aspectos narrativos parecen haber sido circunstanciales, y he aquí la pizca de realismo místico que el director aporta a todos sus proyectos. Tocar alguna fibra del espectador siempre es un buen objetivo y Piroyansky lo ha logrado acudiendo a reacciones y situaciones estándares. La comedia romántica funciona muy bien en los momentos en que la fórmula se apoya sobre lo primero; es que Martín si algo ha hecho siempre es comedia y se sirve de situaciones cotidianas, de la burla y las ironías para acompañar a una fotografía de Pix Talarico (que también asumió los roles de productor y productor ejecutivo) con una iluminación tan mágica como idealista. La banda sonora, a cargo de Fernando Samalea y Les Mentettes (liderada por Sosa) acompaña como un telón las acciones durante 78 minutos de manera agraciada y llevadera. La desilusión amorosa es plasmada por este joven director como una secuencia de encuentros y desencuentros, de casualidades y bohemia, de guiños cómicos y diálogos sumamente realistas, que permiten esa identificación del espectador con las historias de la gran pantalla. Un lugar común, muchos lugares comunes. Un proyecto preciso que merece la expectativa por aquellos que lo podrán secundar.
A cualquiera le temblarían el pulso y el teclado para hablar de Raúl Perrone, el director independiente de Ituzaingó que desde siempre eligió sus propios códigos y sus propias reglas a la hora de contar historias. Y su obra número treinta no podía ser la excepción. Este relato altera los sentidos por diversas razones, no sólo por la construcción visual y sonora que se deja entrever entre tanta trama, sino también por la particular mirada rápida que Perrone nos ofrece sobre el mundo joven bonaerense. Diversas historias de adolescentes discurren por la pantalla entrelazadas entre sí como por un hilo mágico. Estos pendejos no serán sólo protagonistas de sus propias historias sino también de una realidad mayor, asentada sobre las bases de una sociedad retrógrada y discriminativa. Colocando a Ituzaingó nuevamente como escenario por excelencia (sin embargo, de manera sustancialmente distinta al resto de sus filmes) se puede vagar sin márgenes de tiempo y espacio durante alrededor de 150 minutos por eternos planos acompañados de una banda sonora explosiva, que fusiona desde ópera hasta cumbia y música electrónica. Una vez más, Perrone parece haber estado en el lugar correcto y en el momento indicado para retratar con una sobriedad y un misticismo inimaginables las vidas conflictuadas de pendejos que, en otro caso, serían ignoradas. Los skates, los fantasmas y los ralenting son el combo firmante de este largometraje, permitiéndole al director jugar con éstos y otros tantos recursos para originar un cine minimalista, donde la economía de recursos es la línea dominante. La pulcra y excelentísima fotografía (a cargo de Hernán Soma, Bernardo Demonte, Fabián Blanco y, claramente, el mismo Perrone) supone un mundo mágico de esferas blanco y negro que parecen flotar frente a nuestros ojos. Tres actos y una secuencia de bonus (que misteriosamente se llamará “COD4”) configuran la organización de un filme tan orgánico como impactante. Perrone retrae los rostros de sus pendejos de un ambiente claro para sonsacar de ellos la esencia de la juventud misma e inmortalizarlos en un plano. A toda esa maraña de genialidad hay que sumarle una herramienta clave: el silencio. Es que P3ND3J0S es una película muda, que salvo por algunos intertítulos explicativos (al mejor estilo cine mudo) sólo es acompañado por melodías sumamente dramáticas, combinadas con ruidos de skates y trenes a toda marcha que acentúan o alivianan las tensiones de determinados momentos. El montaje responde a un orden invisible para el observador ordinario, confundiéndolo entre la tristeza y la agonía y la simpatía que generan los enlaces. El producto final es inimaginable; si bien en su estreno en el BAFICI 13 se rumoreaba el hartazgo del espectador y su posterior retirada de la sala, éste hecho solo subraya una cosa: Raúl Perrone lo hizo de nuevo.
Desde roma con amor Los hermanos Taviani bien saben lo que hacen. Es que llevar al cine una obra teatral shakespeariana, como lo es Julio César, no es ni siquiera posible sin caer en las modalidades básicas de los otros filmes de la historia que han intentado adaptarla. Pero para éstos italianos se les dio fácil, o al menos, eso aparenta esta gran obra cinematográfica contemporánea, que marcará un antes y un después si de adaptaciones teatrales se trata. Es que a través de cierto misticismo, Paolo y Vittorio nos introducen en un nuevo sub-género del séptimo arte: el docuficción o “falso documental”. Este híbrido apartado dentro de la historia del cine prefiere proyectos más crudos, más “objetivos”, aunque las puestas de cámara y en escena sean totalmente permisibles. Así se nos propone una historia un tanto particular: el reconocido profesor de teatro Fabio Cavalli comienza a dictar cursos de dramaturgia en la cárcel de Rebibbia, en Roma. Un grupo de reos (Salvatore, Giovanni, Antonio, Cosimo, Vincenzo, Francesco, el argentino Juan y demás) participarán de un casting (increíblemente plasmado en imágenes en blanco y negro, en planos cortos y con las voces en primer plano sonoro) para conseguir un papel en la obra, a estrenarse en el teatro de Rebibbia. De esta manera, se nos introduce de lleno a la vida presidaria, para compartir con nuestros simpáticos reos los días y noches de ensayo dentro de la penitenciaría. Poco a poco, cada uno de los personajes principales encontrará la manera de identificarse con su correspondiente personaje de la obra, permitiendo entrever cómo éstos últimos van carcomiendo y rellenando la vida de los primeros. Es que estos presos están condenados a cadena perpetua y el contacto casi efímero con el arte les devuelve la esperanza y las ansias de libertad. El hombre deshumanizado (por crímenes, robos y demás) se vuelve a humanizar, hallándose en personajes legendarios de habla inglesa. La película, técnicamente hablando, es una maravilla. Logra que el espectador se mantenga atento la hora y cuarto de filme gracias a una fotografía enamorante, un sonido imponente y una increíble dirección de actores (basada en actuaciones puramente teatrales). Hay dos momentos fotográficos particulares: el pasado y el presente, a los cuales les corresponde el blanco y negro y una vívida paleta cálida respectivamente, que también logran ese efecto de habernos trasladado del cine al teatro. Los límites entre uno y otro se ponen en juego constantemente y eso le aporta un dinamismo tanto a lo audiovisual como a lo narrativo. La obra de Shakespeare se ve resumida en un montaje directo y elocuente, que permite el natural devenir de las acciones. A partir de los ensayos con los personajes vamos avanzando sobre la obra y para el final de la misma ya se nos traslada directamente a la butaca del teatro de Rabibbia, donde adquiere importancia la escenografía, el vestuario y la utilería. La iluminación del filme generalmente es del tipo artificial y brillante, generando contrastes suaves en el blanco y negro y una saturación excesiva del color, aportando un clima totalmente diferente al que nos vemos expuestos. cesar debe morir “César debe morir” es un retrato no sólo de un pasado literario, sino del actual estado de la sociedad moderna, que considera al preso como un monstruo enjaulado al cual automáticamente se le extinguen las culpas y las pasiones. Pero estos reos, al entrar en contacto con un nuevo propósito, el de hacer arte, descubren que la libertad va más allá de las rejas y que, en realidad, es un mero estado de la mente. Homicidas, narcotraficantes, ladrones y malhechores dedican su condena en pos de algo superior, por lo menos para redimirse consigo mismos. Para aplaudir de pie.