Lo que cuesta es entender el regreso Lo primero es la nostalgia, los primeros ochenta, Irene Cara y toda la troupe saltando sobre los taxis en Nueva York. Alan Parker en su faceta de artesano divertido vendía la idea de que la fama costaba y había un lugar para comenzar a pagarla. La propuesta era tan completa –juventud, alegría, talento, esfuerzo, obstáculos– que pasó a programa de tevé (los domingos a la noche en la Argentina), comedia musical y hasta reality show. Veinte años después, todo lo que en el original sonaba como irreverente y divertido acá suena a forzado y bastardo. La decisión de seguir a un grupo de estudiantes durante los cuatro años del curso en la High School Musical & Art Perfoming de Nueva York es el primero de los errores que comete el director primerizo surgido de un casting –hicieron un casting para elegir director, no hay error–, el bailarín y videasta Kevin Tancharoen. Así, la película se divide en cuatro partes –un año cada una– en las que se intenta contar qué les pasa a cada uno de los estudiantes. Resultado: ninguna historia tiene más de tres minutos, nada se desarrolla y sólo aparecen esbozos de lo que podría haber sido: los que no se adaptan, los que esperaban otra cosa, los que se mueren por sobresalir, los que no les da. Es increíble, además, el nivel de pacatería que maneja el film. No es prejuicio pensar que en un ambiente bohemio los estudiantes se darían más libertad que aquí, donde un simple beso ocasiona más problemas que en Patito feo. El otro gran problema que presenta una película sobre “nuevos talentos” es que ninguno de ellos descuella en baile, canto o actuación. Los números musicales –¡los números musicales!– son aburridos; la coreografía es, con suerte, la de un Bailando por un sueño argentino y la puesta en escena de esos números es prácticamente nula. La pobre directora de la escuela original, la de “aquí comienzan a pagarlo”, Debbie Allen, es una caricatura de sí misma, y las dos canciones fuertes del original, “Fama” y “Estoy aquí sola” sufren nuevas versiones, pero tan desangeladas que casi pasan inadvertidas. Si veinte años no es nada, ¿para qué la filmaron otra vez?
Esta ciudad es como en los diarios El origen de la película, su gloria y su caída, está en el diario. Fue una noticia que, en 2005, conmovió a la sociedad porteña: de un burdel de Belgrano logran escaparse unas chicas esclavas que eran obligadas a prostituirse y se destapa una olla de corrupción y miseria, de miedo y abyección inconcebible en medio de uno de los barrios más exclusivos de la Capital Federal. Impactada por este hecho, la directora Gabriela David se puso a filmar a partir de los datos públicos. Cuenta, entonces, el penoso periplo de dos amigas, Pato y Nancy (Paloma Contreras Manso y María Laura Caccamo) traídas engañadas a la gran ciudad y encerradas en condiciones inhumanas. Allá está la entregadora, aquí el cafiolo Oscar (Luciano Cáceres) y la madama Susana (Cecilia Rosetto). También hay un cliente, el mozo José (Luis Machín), que en algún momento parece encarnar una esperanza, pero no. El problema es que nada en la película escapa de lo que el imaginario colectivo argentino piensa sobre estos personajes antes de ir al cine. El film puede verse como una confirmación de los temores previos, como la lectura lineal de los diarios. Ese “deber ser” aplasta el costado humano de los personajes y las buenas intenciones achatan aquello de original que podría tener la historia. Al funcionar como arquetipos, el cafiolo es tonto pero cruel, la madama indolente pero cruel, las chicas inocentes pero valientes, el cliente soñador pero pusilánime. Las moscas reviven cuando les echan ceniza encima. Estas chicas tienen demasiado diario encima para poder volar.
El desquicio de la guerra pudo con todo La versión estadounidense del film de la danesa Susanne Bier, en manos de Jim Sheridan, baja la tensión sexual entre dos hermanos y una mujer. Empujada por un público provinciano que se niega en redondo a ver películas que no sean de su propio país, Hollywood volvió a filmar Brodre, film que en 2004 había hecho la danesa Susanne Bier. Para eso contrató a un experimentado director irlandés, Jim Sheridan (Mi pie izquierdo, En el nombre del padre) y le encargó la traducción de un drama intimista con ecos bélicos. El capitán Sam Cahill (Tobey Maguire), esposo de Grace (Natalie Portman), antes de volver a la guerra en Afganistán tiene que pasar a buscar a su hermano, Tommy (Jake Gyllenhaal) que sale después de una temporada en la cárcel. Queda claro desde el principio que el ínclito Sam es el bueno-bueno-bueno de la familia, el sacrificado que continúa la estirpe militar del padre (Sam Shepard) en contraposición al díscolo y simpático Tommy. Sam va a la guerra y la película comienza a funcionar en paralelo. Mientras Sam cae prisionero en campo enemigo y es mantenido en reclusión, en el pueblito americano creen que ha muerto y eso revoluciona la casa de Grace, que se asume como viuda. Tommy, querible y tarambana, va entrando en el corazón de las dos pequeñas hijas de su hermano. De allí a la intimidad con su cuñada, débil por su presunta viudez, hay un paso que la película se encargará de dilucidar si dan o no dan. Con un pie en la desolación total de Afganistán y otra en la reconstrucción de Tommy, Grace y las nenas, la película prepara lo que el espectador ya sabe: todo va a explotar cuando Sam vuelva al pueblo, cosa que irremediablemente acontecerá. Lo que no es predecible es el instante, atroz y definitivo, que Sam protagoniza en Afganistán muy poco antes de volver, que da vuelta los roles y pone en tela de juicio toda la base moral de los personajes hasta ese momento. La versión Sheridan de Brothers, entonces, se dedica a bucear en las consecuencias de la guerra sobre Sam, mucho más que la versión danesa, que explotaba en sensualidad en ese triángulo atípico, de dos hermanos enamorados de la misma mujer ,que corresponde a los dos. Sheridan quita del medio toda tensión sexual y pone el foco en el desquicio que el horror afgano provocó en el capitán Cahill. Lo cual hace que la relación entre esposa y hermano pase a un segundo plano, desperdiciando un eje que la versión original privilegiaba. Hay una escena muy bien lograda: la cena de cumpleaños de una de las nenas, en donde la tensión va en aumento hasta hacerse insoportable, pero la explosión de Maguire es exagerada y autocomplaciente, una exigencia que el muchacho araña se tomó tan en serio que terminó solemnizando. Al descargar todo el peso del drama en las consecuencias de la guerra, hay un costado humano que se pierde y se termina desdibujando la actuación de la verdadera revelación del film, Jake Gyllenhaal. Es interesante observar cómo esta interpelación al público americano pasó inadvertida en la última entrega de los premios Oscar. No obtuvo ni una sola nominación.
Igualito que en matrimonios y algo más En un descrédito muy grande debe haber caído la institución matrimonial en Estados Unidos como para que los grandes estudios se vean compelidos a filmar dossier explicativos sobre las bondades de la institución monogámica, heterosexual y –atención el anacronismo– monorracial. En esa urgencia se les olvida el detalle de hacer películas interesantes. O al menos que resistan su visión durante casi dos horas. Así nacen cosas como Sólo para parejas, una anécdota sin gracia, forzada hacia un mensaje tan moralizador como previsible. Un matrimonio (Jason Bateman y Kristen Bell) para no divorciarses decide tomar una terapia de pareja en un all inclusive paradisíaco. Como hay descuento por grupo, enganchan en la aventura a tres parejas amigas (Vince Vaughn y Malin Akerman; Jon Favreau y Kristen Davis y la pareja de Faizon Love y Kali Wawk). Al llegar al lugar se enteran de que la terapia es obligatoria para todos. El encargado de dar clases es una especie de gurú new age (Jean Renó en su papel más desastrado), autoritario y amanerado. La terapia, como es de esperar, funciona mal para todos y hasta las parejas que no tenían problemas comienzan a tenerlos. En ese momento, cuando la película parece que va a tomarse en broma algunas obsesiones americanas como los libros de autoayuda o la fascinación por la fachada perfecta, da la última esperanza: quizá se diga algo interesante, si bien los chistes ya habían naufragado hacía rato (cualquier sketch del histórico Matrimonios y algo más de Hugo Moser sería un lujo aquí). Pero no. La película se contenta con desparramar la moralina más rampante en un envase poco cinematográfico. Y llegada a su tercera parte, con todos en la isla de la terapia, parece que se terminaron las ideas. Aparece, entonces, el cantautor latino Carlos Ponce como profesor de yoga sexy, y no, no es la frutilla del postre: es el colmo. El final edulcorado y unidireccional –sólo en el matrimonio monogámico, heterosexual y monorracial el ser humano es feliz– es tan previsible que no hace falta ver la película para saberlo.
El romance del gorrioncito y la canario No es fácil para los animadores argentinos lanzarse a competir con el nivel de animación al que los espectadores están acostumbrados. Después de Up, Ratatouille, Shrek, ¿cómo conmover en un ámbito donde la capacidad de producción de los centros mundiales se ve desde lejos, desde bien lejos? ¿Existe, al menos, la posibilidad de competir? ¿Cómo se hace? Se ha intentado ya la recreación animada de personajes conocidos del cómic argento, con el pionero Las aventuras de Hijitus, la masiva Manuelita, las Patoruzito 1 y 2, Isidoro y hasta Boggie El Aceitoso, entre otros. Se intentó la de mitos nacionales de la literatura (Martín Fierro) y de la vida cotidiana (El ratón Pérez 1 y 2); la creación de una imaginería nueva (Mercano, el marciano; Cóndor Crux) y ahora, Plumíferos presenta la fórmula de competir en el terreno más difícil, el más transitado por las superproducciones: el de los animalitos antropomorfos viviendo aventuras humanas. Tiene a favor Plumíferos la ausencia explícita de un mensaje que suele arruinar las mejores intenciones (El arca de Noé, por ejemplo), aunque circule por ahí cierto hálito de aceptar al distinto y de reafirmar que la ambición humana es lo peor. Mike Amigorena dándole voz al gato y Peto Menahem en la del picaflor consiguen un plus en la animación, insuflando alma a los dibujos. La historia, un romance entre el tarambana Juan, un gorrión presumido (la voz de Mariano Martínez, jugando peligrosamente a parecerse a su personaje de “Rey Marchesi”) y la ingenua Feifi, un canario hembra (voz, Luisana Lopilato) más amigos de fierro que revolotean su alrededor (una murciélago, una paloma, el picaflor) y un malo de toda maldad (el Sr. Puertas, rico y prepotente), podría ser una novela de las 6 de la tarde de Pol-ka o Ideas del Sur. Sólo que con plumas. Algunos chistes simpáticos (en general, fogoneados por el picaflor) y algunas caídas pueden hacer reír a los más chiquitos. Eso sí, haber puesto al gato a competir con el mismo gesto del felino de Shrek es ir a perdedor. Parece bastante claro que la animación argentina será distinta o no será.