El realizador ruso Andrey Zvyagintsev entregó su cuarto largometraje el año pasado, Leviathán, un drama pesado en el que nada es fácil: ni el guión, ni sus personajes, ni la geografía que se muestra, ni el alfabeto que vemos en los créditos, que parecen todos una mezcla de títulos de canciones de Sigur Rós con imaginería bíblica. Son dos horas y veinte minutos que no se pasan rápido, en los que el personaje protagonista va cambiando a medida que nuevos secretos salen a la luz. Un guión con un ritmo perfectamente logrado que fue premiado en la última entrega de Cannes, además de haber ganado en la categoría Mejor Película Extranjera de los Golden Globes y de perder frente a Ida en la homónima de los Oscar. Una derrota con dignidad pero no por eso menos amarga. Todo sucede en un pequeño pueblo costero de ese vasto país que es Rusia, entre la inmensidad, las temperaturas amenazantes y la blancura de la nieve y del vodka. A Kolya le van a demoler la casa y no tiene mejor idea que recurrir a un viejo amigo de la infancia que devino en abogado, pero que vive en Moscú, para enfrentar judicialmente al Estado. Con la llegada de Dmitry al pueblo no solo es la casa la que corre peligro de ser demolida, sino también la familia de Kolya. Y el mismo Kolya que no puede resolver su problema con la bebida. El estereotipo ruso es real. Los últimos 40 minutos de la película son magistrales, generando la incomodidad propia de las obras maestras porque, además de un guión con mucha fuerza, vemos emotivas interpretaciones (sobre todo la del niño Roma, que nadie piensa en él hasta este último tramo) y una delicada fotografía, de primeros y cortos planos porque un plano general podría resultar redundante: no hay nada. A través de un parabrisas vemos el desenlace que podría haber terminado con todo, pero que da lugar a la verdadera demolición. En la vasta Rusia tampoco hay justicia pero sobran emociones.
Cinco años después de Excursiones, Ezequiel Acuña estrenó en la última edición del Festival de Mar del Plata su cuarto, y como siempre esperado, largometraje: La vida de alguien, seleccionada para la Competencia Internacional de aquél festival. Finalmente, unos meses más tarde, el público porteño puede verla en Buenos Aires, en la sección Panorama del BAFICI, el festival que lo consagró como uno de los directores más respetados de la actualidad (Nadar solo con una mención especial del jurado y Como un avión estrellado ganadora de la Competencia Argentina del 2005). En su nueva película, Acuña narra la biografía imaginaria de una banda de rock, la de los uruguayos La Foca (que ya sonaron en Excursiones y para los que les dirigió videos), siendo el guitarrista Guille el protagonista, encarnado por Santiago Pedrero. Además del relato de la banda, también está la historia secundaria entre Guille y Luciana (interpretada por Ailín Salas, que cada vez que aparece roba suspiros), “la chica” que viene a desestabilizar todo, en la banda y en Guille. Cassettes, managers, periodistas musicales nefastos, un integrante de la banda desaparecido, Mar del Plata, Jaime Sin Tierra, una breve aparición de Nicolás Mateo e historias de amor y amistad con un final en la playa hacen que también funcione como un resumen de todas sus películas, aunque no haya dudas de que La Vida de Alguien es la más fuerte de todas, con las mejores actuaciones y la que viene a reemplazar a Nadar solo en términos de “la que hay que ver para entrar en el cine de Acuña.” Con cuatro largometrajes, Acuña confirma tener un sello propio e inconfundible, desde el factor musical siempre presente hasta la particularidad de seguir filmando en 35mm, como si necesitáramos una excusa más para ir a ver sus películas al cine.
Quizás uno no tiene a René Lavand por su nombre pero al primer resultado de Google Imágenes sabés que en algún lado lo viste. Nacido en Tandil, fue un ilusionista que adquirió fama mundial especializado en los trucos de carta. Sería “un mago más” si no fuese por la particularidad de que a los 9 años perdió su brazo derecho en un accidente. Con esta particularidad, y con un interés cada vez más fuerte por la baraja, Lavand tuvo que ser un autodidacta a la fuerza porque todos los libros y técnicas “son para magos de dos manos”. Néstor Frenkel, uno de los mejores documentaristas de nuestro país, en su filmografía se dedica a capturar historias de vida extraordinarias, únicas pero con un elemento en común: la pasión. A saber: Amateur (el obsesivo del super 8 que grabó un western argentino), Buscando a Reynols (la historia de la banda porteña Reynols) o Construcción de una ciudad (la fabulosa historia de reconstrucción de la localidad entrerriana Federación). Lavand falleció en febrero de este año y Frenkel en 2013 estrenó el último registro de esta magia, con entrevistas a la estrella en su residencia sobre su fama mundial, su vida personal, y su truco más conocido, ese que siempre remataba con “No se puede hacer más lento”. En El gran simulador no faltan las imágenes de archivo nunca vistas, bien a lo Frenkel.
¿Cómo encontrar respuestas donde ya no hay rastros? El cineasta y escritor Edgardo Cozarinsky se interna en Entre Ríos para explorar sus raíces, la historia de su padre que falleció cuando él era muy joven. Que falleció en la etapa de nuestra vida en la que no nos importan mucho nuestros padres, pero sin embargo las preguntas que siempre callamos, con el tiempo vuelven, y si nunca fueron respondidas, mientras se acerca el fin de la vida, vuelven con todo. A partir de eso, Cozarinsky intenta responder estos interrogantes respecto a su pasado, sin éxito alguno, pero en la hora y pico que dura Carta a un padre, el realizador logra hacer preservar algo que estaba destinado a desaparecer. Este documental de la emigración judía se estará proyectando este jueves 28 de mayo en marco del ciclo De lo que no se ve. Riesgos y rupturas del gesto documental en el MACBA (Av. San Juan 328, CABA). Antes de la película, se proyectará una carta filmada del director dedicado especialmente a los espectadores de esta función, y una vez que termine el film los presentes podrán escribirle una respuesta que será enviada por correo postal al realizador.
Por primera vez en mucho tiempo salí del cine conmovido. No por un guión que haya calado hondo o por grandes actuaciones, sino por tener la sensación de haber asistido a todo un evento de la historia del cine, a manos de un cineasta que a sus 84 años desafió los parámetros de lo que es una película. No vi Avatar en el cine pero recuerdo que el comentario generalizado era “tenés que ir a verla al cine”. Jean-Luc Godard no inventa ningún mundo de fantasía y con su provocadora Adiós al lenguaje utiliza la tecnología 3D de una manera única. Son 70 minutos cargados de innovación y experimentación, en una especie de sátira hacia la sociedad y su relación con la tecnología que el cineasta nos va presentando bajo los conceptos “naturaleza” y “metáfora”, al mismo tiempo que vemos una pareja hablando (como en la mayoría de los films del realizador francés) sobre filosofía, mortalidad, citando a múltiples pensadores; y un perro que es quien aporta lo más crudo, lo más natural. El perro es una de las claves de la película: es con quien Godard más simpatiza a la hora de narrar. Contrario a los humanos (tan intelectualizados y contaminados por la vida moderna), el animal es el que simplemente anda por ahí y encara la vida de una manera más relajada, no preocupándose por la semántica humana y sus enredos. Con tantas citas filosóficas (obviamente fríamente seleccionadas) y un uso técnico del 3D que nos brinda más imágenes de las que podamos procesar, además del uso del color que viene haciendo en sus recientes films, Godard demuestra que todavía son posibles las transformaciones y revoluciones en el lenguaje visual y en cualquier otro campo: sólo es cuestión de aprender a desmantelar el “lenguaje”, forzar los límites de lo conocido. Incluso con una de las citas advierte sobre la importancia del arte y la necesidad de los artistas para que sigan siendo innovadores, en un claro llamado de atención. Sin dudas todavía quedan muchas historias por contar y desde esta película pueden nacer miles. Justo para verla en enero y recibir un envión de entusiasmo.
El silencio de las cosas El cine se ha cansado de mostrarnos personajes que estaban en el lugar indicado, al momento indicado. Pero no particularmente los Coen. En su cine abundan los losers y el año pasado estrenaron algo así como la insignia moderna del loser: la hermosa Inside Llewyn Davis (Balada de un Hombre Común en nuestras salas comerciales), una película que ¿sorprendentemente? no estuvo nominada a Mejor Película en la pasada edición de los Oscars: cuando hay lugar para nominar a 10 cintas, este año decidieron limitarse a 9. La razón puede ser que ya estaba Nebraska, y dos películas de losers en el gran reviente del cine yanqui, parece como mucho. La historia nos sitúa en la Nueva York de comienzos de los ’60, específicamente en el barrio residencial Greenwich Village. Ahí vive (o deambula) Llewyn Davis (protagonizado por Oscar Isaac), un joven cantautor folk que no tiene vivienda fija, no tiene ingresos pero siempre carga con su guitarra a cuestas. Lejos estaba todavía de la explosión folk, y ese género musical era un poco bastardeado por los productores y por el gran público de ese entonces. Sin embargo, había tenido un grupo medianamente exitoso con un amigo que lamentablemente había fallecido tiempo atrás. Llewyn Davis quiere ser solista. Parece que Bud Grossman, un gran productor, estaba abierto a escuchar nuevas audiciones pero en Chicago: sin absolutamente nada que perder, Davis se embarca en un road-trip con dos desconocidos, y obviamente todo saldrá mal. Sus acompañantes no son los compañeros de viaje que uno desearía tener y tras la audición con el productor encarnado por Fray Murray Abraham decide resignarse, a pesar de haber dado una íntima y hermosa prueba. inside llewyn davis Su banda sonora merece, incluso, una nota aparte. Exquisita, acompaña la soledad del personaje, el frío neoyorquino pero sin embargo se aleja de la desesperación. Algunas canciones se repiten y hasta incluso hay un pequeño hit “dentro” de la película: “Five Hundred Miles”, a cargo de Justin Timberlake (quien sabe mejor que nadie de hits) y Carey Mulligan, que además tienen pequeños papeles en la película. Hablando justamente de actores de reparto, la película tiene varios de ellos: quizás el más destacable sea la de John Goodman, el insoportable músico que viaja también a Chicago. Sumadas a las ya mencionadas de Murray Abraham, Timberlake y Mulligan; también aparecen Ethan Philips y Adam Driver, cuyo personaje remite directamente a lo que se ve semanalmente en la serie Girls. Inside Llewyn Davis no tiene un final feliz, como la mayoría de las películas con rockeros como foco central. Llewyn Davis acepta su condición de loser en el pequeño barcito que tocó una y otra vez. Se conforma con eso, vuelve a lo terrenal, con las pocas ilusiones de fama apagándose, pero también haciendo un poco de mea culpa: su ego fue quien no le permitió avanzar. El final es tan irónico que hasta da un poco de risa: definitivamente el momento y el lugar no fueron los adecuados para Llewyn Davis. Una vez más, los Coen supieron cómo contarlo.