En uno de los grupos de whatsapp de los que formo parte, compuesto en su totalidad por futboleros de buena ley, gente en los cuarenta, como yo, hago la pregunta: “¿conocen la frase `Fútbol. Dinámica de lo impensado´? ¿Saben quién la dijo o a qué pertenece? No vale googlear”. La respuesta es similar y unánime. Todos saben que su autor fue Dante Panzeri. Todos saben que fue periodista deportivo. Todos saben, también y por diferentes fuentes, que es el título de un libro escrito por él; alguno que otro detalla que escribió en la época de oro de El Gráfico. Ninguno de ellos leyó el libro. Yo, que unos días atrás bien podría haber respondido exactamente de la misma manera, tampoco. Es que Panzeri se ha convertido con el paso de los años en uno de esos personajes más mentados que conocidos, una sombra coronada por laureles a los que el tiempo fue difuminando, un fantasma invocado con asiduidad aunque nunca se sepa bien por qué razones. El hechizo irresistible de ese título, su musicalidad, (como bien apunta uno de los tantos entrevistados en la película) funciona al mismo tiempo tanto de leitmotiv, latiguillo o cliché siempre a mano como de obturador del interés por profundizar en su obra escrita, como si la elocuencia bella y sintética de la frase fuera al mismo tiempo puerta de entrada y muro de contención. Sobre ese centro al que el paso del tiempo fue vaciando se instala Buscando a Panzeri. A partir de ese enigma, que es también un rompecabezas, inicia su pesquisa, para devolver así a la luz su pensamiento y su ética. “Al periodista deportivo le cabe la obligación de pensar. Su misión en la sociedad es sociológica y pedagógica, no escenográfica”. La frase, rescatada de algún viejo archivo y pronunciada en off por el propio Panzeri, se escucha en los primeros instantes de la película y tiene tanto la contundencia de un mazazo como el brillo cegador de un aerolito fugaz. Que haya sido pronunciada hace décadas ilustra la idea de que su autor fue un adelantado a su tiempo. Y que irrumpa así, de manera intempestiva y primeriza, instala en primer plano un espacio y un tiempo lejanos, perdidos podría decirse, cuyos alcances, bajo la forma de una proclama, se infiltran en los vericuetos del que fuera su oficio puntual para extenderse sobre determinados aspectos del mismo. Y es que, inevitablemente, a más de cuatro décadas de su muerte, sus ideas retornan como una fuerza arrolladora, visto el estado actual de una profesión, de esa profesión, que parece empeñarse (salvo por honrosas excepciones) en descender progresivamente hasta los límites de la abyección y la venalidad. Panzeri ejerció su oficio desde comienzos de los 50 hasta su temprana muerte, un mes antes del comienzo del Mundial 78. Escribió en numerosos medios, muchos de ellos muy populares, muchos de ellos no específicamente deportivos. Fue editor de El Gráfico; fue intransigente, incorruptible, lúcido. Fue, a su manera, genial, alguien que entendió que en el fútbol se libraba una batalla que excedía a la de los 22 jugadores en el campo; si se quiere, tal vez haya sido el primer periodista que pensó el deporte desde una perspectiva cercana a la de los estudios culturales, pero sin caer en el academicismo estéril ni dejar de entenderlo como un fenómeno al mismo tiempo sofisticado y popular. Sus enemigos fueron los dirigentes inescrupulosos, los masajistas y kinesiólogos que se colaban en la foto de los equipos en los días de partido, los técnicos que se ponían por delante de los propios jugadores, la búsqueda del triunfo sin importar los medios; en definitiva, la instalación fatal del fútbol como un mero espectáculo. Un mérito de la película es hacer hincapié en ese dato y entender que el interés de Panzeri reside en sus ideas tanto como en iluminar a la que fue una figura a caballo entre dos mundos. Una voz solitaria en el desierto. A su manera, un nostálgico del futbol como una de las bellas artes, de una época en la que la poesía del balón prescindía de pizarrones y tácticas obsesivas, de métodos de entrenamiento científicos y de un terror casi metafísico por la derrota, de representantes, vicios enquistados y corruptelas varias. A todas esas prácticas las denunció sin pausa y mirándolas de frente, yendo contra viento y marea contra todo y todos. Buena parte de esas batallas (contra Bilardo, Zubeldía, el Gordo Muñoz o Alberto J. Armando, entre muchos), así como los pormenores de su vida familiar, son encarados por el propio Kohan Esquenazi (encargado, también, de la reedición de su libro, agotado por décadas), devenido amable detective que le pone el cuerpo al asunto, mientras entrevista a numerosas personajes públicos y no tanto que lo conocieron, lo admiraron, se sintieron influenciados por él. Ese devenir encuentra un límite que envuelve como una sombra a la película y que actualiza un problema que abarca a buena parte de la historia de la televisión, porque Buscando a Panzeri es también la historia de un agujero negro, evidenciado al toparse, de manera indefectible, con la precariedad del archivo televisivo, lleno de abismos, de restos siempre parciales de una memoria ya irremediablemente perdida. Con paciencia, momentos de genuina emoción (los testimonios de su mujer e hijos, de los amigos fieles de toda la vida) y otros en los que surge una extraña empatía (la que genera conocer muchas de sus luchas quijotescas), lo que asoma es la auténtica dimensión (un pequeño acto justicia, al fin) de quien fue también, a su manera, un héroe clásico, alguien dentro de quien conviven el honor, la tragedia y la gloria de las convicciones irrenunciables. Como ocurre, también, con los héroes clásicos, la suya es una historia de causas perdidas, con su carga insoslayable de soledad infinita.
Una tragedia americana. En 1996, la ciudad estadounidense de Atlanta organizó los Juegos Olímpicos. Todo parecía indicar que los juegos del Centenario, como se los llamó, serían realizados por Atenas, a un siglo de que la capital griega albergara la mítica primera edición, pero los dólares y la presión de la CNN y Coca Cola, entre otras empresas con sede en aquella ciudad, desplazaron el evento deportivo desde la milenaria ciudad mediterránea hacia el calor y la humedad del sur norteamericano. Los de Atlanta fueron los juegos de Michael Johnson, el primer atleta de la historia en ganar los 200 y los 400 metros libres. Fueron también los juegos de un Mohamed Ali ya envejecido, tembloroso, frágil y aun así majestuoso encendiendo el futurístico pebetero olímpico en la ceremonia inaugural. Esas imágenes originales y otras, picos de una emoción genuina generada en aquellos días, son exhibidas por El caso Richard Jewell para dar cuenta de la ebullición que la ciudad vivió en esa quincena en la que supo convertirse en la Nueva Roma del mundo, del clima de celebración que allí se desarrollaba. Sirven, al mismo tiempo, para introducir un universo determinado; un universo en el que tras la fachada de un escenario festivo tuvo lugar un drama americano. Como en su anterior La mula, como en la totalidad de su filmografía (la más lúcida y coherente que dio el cine de Hollywood en las últimas décadas), Clint Eastwood se apoya sobre las bases fundantes de una nación para elaborar a partir de ellas una reflexión que tiene siempre al individuo como interés último, como norte. La excusa esta vez es la bomba que en una de aquellas noches olímpicas explotara en el Centennial Park durante uno de los tantos recitales con los que ese tipo de eventos entretiene a su público. En el atentado murieron dos personas y más de cien resultaron heridas. Ese hecho marca el drama de Richard Jewell, el guardia de seguridad allí presente que, como un perfecto modelo hitchcockiano (el hombre común sobrepasado por hechos extraordinarios que no termina de entender del todo y a los que sin embargo debe afrontar) vio cómo mutaba de héroe a villano de la noche a la mañana, de salvador de decenas de vidas a responsable de haber colocado allí la bomba. Que la película tome aquella historia para serle fiel o tergiversarla según sus intereses poco importa, tanto que, casi distraídamente, Eastwood se permite mostrar como al pasar y lateralmente una entrevista televisiva realizada por aquellos días al Jewell original: deudor del cine clásico, sabe que importa menos la manera en la que realidad se revela en la ficción que los modos en los que la ficción es capaz de postular, de crear (de re-crear) la realidad. Como podía preverse, esta y otras diversas licencias para con el corset del realismo (ese lastre pegajoso escondido tras la muletilla del “basado en hechos reales”) no pasaron desapercibidas en los medios norteamericanos, todavía abrumados por su participación directa en los hechos de aquel entonces. Apenas estrenada, el Washington Post lanzó un brulote contra la película, un artículo inefable que comienza así: “En un momento en el que la verdad misma está bajo asedio, las decisiones de los cineastas importan. Las películas comercializadas como una ´historia real´ tienen la obligación (el subrayado es mío) de respetar los momentos y las personas sobre los que gira la narración. Cuando difaman a personas reales, distorsionan los hechos o los inventan para amplificar el drama, no respetan a su público”. Nadie debería sorprenderse por esta declaración antediluviana: excepto honrosas excepciones, para los grandes medios y los críticos de aquel país el cine sigue siendo terra ignota. Por otros medios, más de dos décadas después, la tragedia continúa. El hombre tranquilo. Una década antes de los hechos relatados, Jewell maneja el depósito en algún organismo público atiborrado de abogados y como tal es el encargado de distribuir artículos de librería o de limpieza, según el caso, en los escritorios de los oficinistas. Su tarea le permite establecer un lazo particular con Watson Bryant, el abogado más destacado de esa repartición. Un pacto un tanto extraño, extemporáneo, sella, sin que ellos lo sepan en ese momento, el destino de ambos. En esa primera media hora inicial que es ejemplar en su sequedad narrativa, en su concisión (el cine de Eastwood se ha ido depurando, enmagreciendo con el tiempo hasta eliminar todo lo superfluo), la película se encarga de definir a Jewell con precisión. En él conviven buena parte de las características del americano promedio que horroriza al resto del mundo: el gordo con cara de bonachón, un poco lelo, homofóbico, es un fanático del orden, de las armas, de la devoción y el sometimiento absoluto a la policía y al gobierno, como si un mandato divino operara sobre él. A punto de ingresar a la Academia de Policía (vestir ese uniforme es su máximo anhelo), carga con algún delito menor en su haber, hijo del exceso de celo en el cumplimiento de la ley, mientras trabajaba como guardia privado. Pero Jewell es también un hombre honrado, buen hijo, solitario, algo aniñado. Es, a su manera y como Pyle, el personaje de la novela de Graham Greene, el inocente un tanto idiota al que sus buenas intenciones lo ponen en peligro. En esa dualidad puede empezar a entenderse el interés que el caso despertó en Eastwood, un artista amante de los grises: no porque en su cine no quepan la bondad y los actos generosos, la violencia y la maldad. Pero si la historia del gordinflón que a sus treinta aún vive con su madre llamó la atención del veterano director, es porque precisamente en esa combinatoria ambigua se refleja tanto la individualidad de un personaje como una constante de su obra. Trato de precisar: el cine de Eastwood se ha movido en gran medida alrededor de personajes para quienes la sociedad constituida (con sus regulaciones, sus ritos, sus límites) es una traba, siempre una incomodidad. En esa fricción entre los individuos y el conjunto la salida es abrirse, encontrar algún paraíso propio en el que poder subsistir; o llevar una existencia que no es propia. Ese espíritu entre libertario y anárquico pareciera estar aquí obturado, como si la idea misma fuera puesta en tensión. Cuando cae la acusación sobre Jewell, y en un instante la consideración pública lo transforma de víctima y héroe en victimario, su respuesta es casi insólita. Ante cada atropello del FBI y de la prensa (que se inmiscuyen en su casa, que instalan micrófonos en todos lados, que ejercitan un obstinado escrutinio de su vida y de sus aficiones) su conducta lo muestra aceptando todo mansamente, colaborando con fervor, con cierto goce incluso. El bueno de Jewell pone siempre la otra mejilla, adoctrinado desde chico en la sigilosa carga de la obediencia. Que el proceso que debe atravesar sea la prueba contundente de su impostura parece importarle poco. En este punto es donde la figura del abogado Bryant adquiere una luz y un peso decisivos, porque es el vehículo a través del cual aquella idea encuentra su punto de fuga, la manera de manifestarse. En Bryant se materializa una constante en los personajes de Eastwood: como en las renovadas formas de la pasión de los amantes de Madison, como en el soplo estimulante que aparece de improviso en la vida del viejo convertido en mula, como en la vuelta a la aventura del imperdonable Munny, como en los jinetes declinantes, excéntricos y vitales que surcan el espacio (y la lista podría seguir extensamente), el caso de Jewell es para el abogado la oportunidad de volver a encontrar el sentido de una existencia que, mala fortuna mediante, se ha vuelto demasiado gris. Así, el tándem que conforman cliente y representante va más allá de la esperable fábula sobre la resistencia frente a los poderes constituidos y su atropello. Convertido en el Virgilio de un infierno privado, Bryant guía a Jewell hasta la resolución final, y para hacerlo ambos crean una comunidad mínima, solidaria, que no casualmente completan dos mujeres (la madre de Jewell, la secretaria de Bryant) y que es el núcleo emotivo hacia donde apunta Eastwood. Allí, en ese espacio cerrado, íntimo, los males se mitigan, se toleran, se convierten en una fuerza que, retroalimentada, es usada a favor para volver a salir al mundo; un refugio que permite, sutil alquimia mediante, que en una colección de tupperwares pueda concentrarse el sentido de una existencia. El caso Richard Jewell es menos una película sobre la injusticia y la forma en la que los medios y ciertas fuerzas oscuras pueden manipular la opinión pública. Pasando por encima de la delación como una amenaza constante, incluso de la presencia inquietante de la muerte que asoma aquí y allá todo el tiempo, lo que importa en su devenir seco y tenso es el pulso persistente de ciertos lazos afectivos insobornables, el cariño creciente con el que se adosa a sus personajes, portadores de una noble e intransigente humanidad. El francotirador. En estos días volví a ver, en la web, la serie de cuatro clases que en 2013 Ricardo Piglia dictó sobre Borges en la televisión pública. En la última de ellas abordó el siempre conflictivo tema del posicionamiento político del escritor. Para decirlo en pocas palabras: lo que Piglia pondera de Borges no es tanto su posición abiertamente de derecha, sino el hecho de haber sido siempre capaz de decir, desde ese lugar y a contramano de posturas demagógicas o facilistas, lo que muchos piensan pero callan. Hace exactamente un año atrás, a propósito de La mula y en este mismo sitio, mencionaba la misma actitud y la misma postura con respecto a Eastwood, uno de los pocos conspicuos miembros de Hollywood que prolijamente se ha encargado de mostrar su adhesión al Partido Republicano y sus ideas, a contramano del resto del star system. Vuelvo a la cita del Washington Post. Ese párrafo pertenece a Kevin Riley, el editor en jefe del Atlanta Journal-Constitution, el diario que divulgara inicialmente las sospechas sobre Jewell. Hay un personaje particularmente polémico en la película, el de Kathy Scruggs, la periodista del AJC de quien se insinúa que conseguía información de sus fuentes, en este caso de los agentes del FBI, mediante favores sexuales. Scruggs murió en 2001, y ese dato le permite a Riley argüir en su diatriba que Eastwood se metió con alguien que no puede defenderse. Que esa invectiva desconozca que hacia el final, en una última mueca, Scruggs también tenga la chance de ser redimida poco importa. Más grave es que Riley se focalice menos en la defensa de una periodista que en fomentar que, llegado el caso, sea lícita la imposibilidad lisa y llana de un artista de manifestarse en su obra como le plazca. Esa prescripción lanzada por el editor no es una voz extemporánea, más bien la manifestación de una nueva caza de brujas que ha surgido en los últimos años, sobre la que bien podrían sentarse las bases de algún improbable y cercenado realismo, montado en la buena conciencia y la culpa. Como Borges, Eastwood ejerce una libertad irrenunciable, y persiste obstinado en ocupar el rol de aquel para quien ese bien alguna vez conquistado no se debe negociar. Basta ver el estado actual ya no solo de Hollywood sino del cine en general para asumir que ese rol incómodo, el del francotirador solitario, no tiene, de momento, herederos. Son otros ámbitos y otros medios, pero allí también, reconvertida, la tragedia continúa.
Sin frenos. Hace unas semanas un amigo me encargó que presentara una película en el cineclub que programa. El pedido era interesante por sí mismo (se trataba de El amigo de la familia, una de las primeras de Paolo Sorrentino), pero como además era pago y cerca de casa no tenía razones para rechazar la oferta, así que fui, hice la introducción de rigor, vimos la película y al finalizar empezó el debate habitual en esos casos. A la proyección habrán asistido unas cuarenta personas. Todas ellas tenían, excepto dos que definitivamente eran más jóvenes, digamos de 65 años para arriba. No importa acá lo que dijeron, pero si traigo esta situación es porque me sorprendió la libertad con la que se pusieron a debatir entre ellos y conmigo cuando tuvieron la posibilidad de hacerlo. A diferencia de ambientes con gente más joven, me di cuenta que afortunadamente lo que faltaba allí era corrección política, palabras que no pudieran utilizarse o asuntos a los que hubiera que acercarse con un cuidado desmedido. Los jubilados del cineclub se daban la posibilidad de decir sin muchas vueltas lo que se les venía a la mente, sin prestar demasiada atención a temas ni formas, ni al qué dirán. Pensé en aquella situación mientras miraba La mula. En algún momento de ella Earl, el nonagenario interpretado por el propio Eastwood, la mula que se la pasa llevando en su camioneta kilos y kilos de cocaína de Texas a Illinois, se encuentra con el agente Bates, el policía que interpreta Bradley Cooper. El encuentro entre perseguidor y perseguido ocurre en alguno de esos cafés al costado de la ruta que Hollywood se encargó de entronizar como uno entre tantos íconos del american way of life: paredes vidriadas que dan a la carretera, banquetas, mesera con delantal tras el mostrador, café de filtro, huevos y tocino. En ese momento Bates no sabe aún con quién está hablando, y eso lleva a que la charla derive en temas personales. Poco antes de retirarse, el viejo le da un consejo y luego se disculpa, creyendo que llegó demasiado lejos con un desconocido. Cooper, sin embargo, le responde algo así como “no se preocupe. La ventaja de los que tienen su edad es que no tienen frenos”. Como los espectadores del cineclub, Eastwood conoce los beneficios de la libertad, y su película, casi como al pasar, la ejerce de pleno derecho, mientras aparenta preocuparse por otra cosa. Free fallin´. Como era esperable tratándose de Eastwood, esa otra cosa que se prodiga por casi dos horas es la narración clásica en su estado más transparente. Aquí el centro y el motor de la aventura es Earl Stone, el horticultor apasionado por su oficio al que Internet le arruina el negocio de toda la vida y un golpe del azar lo convierte en mula de un cartel mexicano. El periplo del viejo reúne varios de los tópicos del cine del director, desde el sentido del deber y el sacrificio al honor que siempre se pone en juego detrás de la palabra empeñada. Es asimismo la historia de quien intenta reconstituir los lazos con la familia, destruidos por años y años de malas decisiones. Pero hay algo en La mula que aparece con mayor fuerza aún que todo aquello y es el placer de la narración, la alegría de la aventura en la ruta y la música sonando dentro de la cabina, el estímulo vital y divertido de un anciano empeñado en “disfrutar siempre de la vida”, como le hace saber a uno de los narcos que lo acompañan en alguna de las entregas que debe realizar atravesando medio país. Earl es un americano promedio de costumbres hedonistas: baila, se ríe, canta, bebe, es galante con las mujeres. Y todo eso se potencia aún más porque a Eastwood tampoco le importa el qué dirán, hasta hacer que su personaje contrate prostitutas y pueda ser amigo de los narcos, con quienes entabla una relación de cariño mutuo que nunca cae en la simplificación idealista (un momento maravilloso, apenas un segundo preciso de pura delicadeza, es cuando apenas llegado a la cueva donde carga la droga, Earl baja de la camioneta y le pregunta a uno de los narcos, como al pasar, cómo se encuentra de salud uno de sus familiares). Redoblando la apuesta, en el gesto más desafiante de la película su personaje se detiene en algún momento a un costado de la ruta para auxiliar a una familia negra. Mientras conversan, se refiere a ellos como negroes. Cualquiera que esté al tanto de la situación en los Estados Unidos sabe que esa, junto con nigger, su derivada, son las palabras malditas (incluso en la ciudad de New York, aunque sin efectos legales, un edicto prohibió de manera simbólica su uso, por discriminatorias y racistas). La pareja le recuerda que esa palabra ya no se debe usar más, que si quiere mencionarla debe decir “la palabra N” (the N-word) y a ellos llamarlos “negros” (blacks). Earl sonríe y levanta los hombros: finalmente nada debería importar más que haberse detenido en el medio del desierto para ayudarlos. Como muy pocos directores de la actualidad, Eastwood sabe que el secreto no radica solo en la aventura y en la destreza para contarla. También se asienta en los grises, en todo el bien y el mal que cualquiera es capaz de hacer, y en el movimiento que posibilita que podamos convertir el error que fuere en alguna forma de redención. Lo que resulta de todo ese entramado de claroscuros es que la película además de saber cómo apelar a la emoción logra generar un efecto liberador, convertirse en una bocanada de aire fresco entre tanto corset autoimpuesto. A Brave Old World. Muy pocos días después de mi experiencia en el cineclub, en la misma Texas a la que Earl vuelve una y otra vez a buscar los cargamentos, moría a los 94 años George H. W. Bush, el expresidente de los Estados Unidos. Las tropelías de su hijo hicieron que el apellido goce de mala fama, por lo que supongo que su funeral debe haber pasado inadvertido aquí. Resultó ser sin embargo un evento más que interesante porque en él se estaba desplegando una buena parte de la actualidad política y social de aquel país, un poco como ocurrió aquí con la muerte de Alfonsín en pleno kirchnerismo. Para decirlo brevemente, en varios discursos demócratas y republicanos de la vieja escuela se encargaron de recordarle a Trump los ajados valores tradicionales de la nación, esos que consideran traicionados por el actual presidente. El funeral fue, así, uno de esos raros momentos en los que una etapa de la historia parece estar pasándole la posta a la siguiente. Entre los diferentes panegíricos (eulogy) brindados hubo uno particularmente notable, por lo emotivo y divertido (hilarante por momentos), el del ex senador Alan Simpson, un viejo amigo de Bush (aquí completo). Ejercicio brillante de retórica, entre otras cosas Simpson mencionó que medio siglo atrás sus padres y el propio Bush acordaron la venta de una casa con un simple apretón de manos, para terminar la frase con un “¿Les suena familiar?”. En esa pregunta, que va a volver un par de veces, lo que está dando vueltas de manera indirecta es la idea de unos Estados Unidos que están quedando atrás en el tiempo, una nación que se encuentra justo en el medio de una batalla de gestos y palabras, de cierta convivencia caballeresca en el que había lugar para todos y que ahora parece estar perdiéndose (una pérdida en la que Trump asoma como el verdugo definitivo). Un mundo por el que esa vieja generación, que inexorablemente se va, peleó en la Segunda Guerra y en otras. El viejo Earl, veterano de guerra él también, puede ayudar a los negroes y convivir con los mexicanos, puede mantener su sentido del deber y del compromiso asumido, su alegría a toda prueba y su confianza hacia todos, pero el suyo es un personaje en retirada, aquello que sonaba familiar en el discurso de Simpson, un Ethan Edwards que cada vez tiene menos lugar. Esa inadecuación puede trasladarse al propio Eastwood, un artista felizmente anacrónico al que la dignidad de la vejez no hace más que agigantarlo en su rol como el último de los clásicos, la cara visible y definitiva de un país y un cine que están virando hacia otro lado. Más que un testamento, La mula bien puede ser tanto un sutil alegato político sobre los nuevos usos y costumbres como un capítulo de su propia biografía, plena de vitalidad en la superficie, toda melancolía en el fondo.
Civilización y barbarie Aunque siempre es discutible mezclar obra y vida personal de cualquier artista, es difícil no hacerlo con Jafar Panahi. En 2011, su This Is Not a Film revelaba en la pantalla lo que ya se sabía fuera de ella: que el director iraní había sido condenado a prisión domiciliaria por una supuesta actividad en contra del gobierno de su país, y que por veinte años se le prohibía tanto salir de Irán como volver a filmar. Las razones de esa condena siempre fueron difusas, pero aun así, con la posibilidad cierta de fugarse al exterior y rehacer desde allí su carrera, Panahi decidió resistir desde adentro los atropellos del régimen y filmó aquella película en el interior de su casa. Un pendrive escondido dentro de una torta de cumpleaños permitió que llegara a Cannes. El resto es historia conocida: el premio en el festival francés y el reclamo de la comunidad cinéfila internacional ayudaron a que la prisión fuera revocada y que se le permitiera filmar, aunque con ciertas restricciones y sin posibilidades de poder estrenar en el medio local. 3 rostros convierte esas limitaciones en fortaleza y las exhibe con elegante displicencia. El primer recurso que utiliza para eludir la prohibición de dirigir “actores” es hacer que cada personaje que aparece en la película sea una interpretación de sí mismo, de alguien con una existencia real. Es así entonces que un director de cine llamado Jafar Panahi viaja de noche en su camioneta junto a Behnaz Jafari, una de las actrices de cine y televisión más populares en Irán. Van hacia alguna pequeña aldea en el interior del país, una de tantas perdida entre sus montañas y valles pedregosos. Lo que los conduce allí es un video hogareño grabado con un celular y dirigido a Jafari en el que una joven actriz de ese pueblo está a punto de suicidarse ya que la familia y el entorno no le permiten iniciar sus estudios de actuación en el conservatorio de Teherán donde fue admitida, por el mero hecho de ser mujer. En el camino, ambos discuten si el video puede ser falso; más precisamente si el ahorcamiento final está editado o si todo es una sola toma. En algún momento Jafari, a quien la consume la culpa porque en el video la muchacha le recrimina que no le contestó sus mensajes anteriores, le recuerda a Panahi que un tiempo atrás éste le había enviado un guion sobre una joven actriz que decidía suicidarse. Si el propio cine metió la cola con la discusión sobre el montaje, la ficción y el documental entremezclados profundizan esa idea sin agotarla. La pesquisa por la actriz y la veracidad o no del video propician así esta especie de road movie amable, en la que el encuentro con los aldeanos permite vislumbrar algunos entrañables destellos de la vida cotidiana, pero también ciertas tradiciones poco caras a la modernidad, en mayor medida creencias en las que la mujer, tema central en el cine de Panahi, queda relegada indefectiblemente. Para completar el arco generacional femenino, el tercer rostro que menciona el título es el de una vieja actriz que vive alejada de la aldea en la más absoluta soledad. Paria en su propia tierra, su delito es haber trabajado en películas de la etapa previa a la revolución del 79. Sobre la anciana, a quien apenas se la ve en una ocasión, desde lejos y de espaldas, también pesa desde entonces la prohibición para actuar. Condicionada aquí y allá, la pericia de Panahi radica en denunciar sin caer en la barricada y en desplegarse gracias a la liviandad de formas y recursos particulares. Y esto ocurre, en buena medida, porque hay otro factor que sobrevuela 3 rostros, llamado Abbas Kiarostami. Uno puede suponer sin demasiadas chances de equivocarse que el mero hecho de ser director de cine en Irán implica estar cubierto, a voluntad o no, por su sombra; más aun si, como Panahi, se trabajó con él, en su caso como asistente de dirección en Detrás de los olivos. Varios son los gestos tomados en préstamo, pero ninguno más evidente que las imágenes desde la cabina de un automóvil que avanza por las rutas polvorientas. Si estas son una marca de estilo reconocible en Kiarostami, Panahi las utiliza una y otra vez, a modo de homenaje: para el maestro, como para Bresson, el mundo es un misterio en el cual la cámara se adentra siempre a tientas, un descubrimiento propiciado por los sentidos y en buena medida vedado a la comprensión. Hay una deuda anterior y más profunda con el director fallecido recientemente que 3 rostros asume y que puede verse, por ejemplo, en la manera en la que se filma a los lugareños que se interpretan a sí mismos, tal como Kiarostami, con su mezcla personal de minimalismo y naturalismo, hiciera en la Trilogía de Koker. Con sus dosis de realidad y ficción, imbricando el cuento y el testimonio, borroneando sus fronteras, la película de Panahi vuelve a recordarnos el estatuto esencialmente ambiguo del cine, su constitución inicial y perenne. Esa idea según la cual toda película es “un documental de su propia filmación”, de acuerdo a la sentencia de Godard (un momento preciso de un estado de la técnica, de las ideas dominantes o en pugna sobre el propio arte), tuvo en pocos directores contemporáneos a alguien que, como Kiarostami, lo entendiera y lo expresara mejor en su obra. Nadie como él entendió, también, que siempre se trabaja con una realidad de por sí caótica y multiforme, y segmentarla y ordenarla es establecer a partir de ella un relato. Pensándolo bien, no puede resultar casual que esa mirada sobre el cine tenga en Irán y en sus directores un terreno así de fértil, un país en el que la tensión entre modernidad y tradición se expresa en todos los frentes. Pero hay otro tipo de ambigüedad que parece atravesar al propio pueblo iraní y su cultura, desplegada en otro nivel independiente del anterior. De cierta especie de barbarie enquistada, más propia de la Edad Media que del siglo XXI da cuenta la película (el hermano de la joven es un buen ejemplo, con su intransigencia para con los deseos de la chica). Fuera de ella, basta estar al tanto del devenir político del país, de sus relaciones con el resto del mundo para abonar la idea. Pero esa misma cultura también puede llegar a cotas de un refinamiento extremo. La película de Panahi muestra cómo los mismos campesinos cuyas vidas transcurren en difíciles condiciones materiales pueden hacer de la ceremonia del té un evento suntuoso, aportar momentos de un sutil humor o sentarse a charlar y fumar alrededor de una mesa en un bar o en la entrada de una casa. Y si en 3 rostros se exhibe la forma en que la mujer es relegada, su espejo bien puede ser Shirin, la notable película de Kiarostami, con sus mil rostros femeninos que iluminan la pantalla mientras escuchan fuera de campo una antigua leyenda. Tal vez en esas muestras de una civilidad que parece venir desde el fondo de los tiempos, en esa dulce herencia persa que estas y otras películas iraníes han mostrado tantas veces, radique el misterioso motivo que recurrentemente molesta tanto al régimen de turno.
Teatro del poder Como un fantasma escondido en la baulera que cada tanto necesita salir a tomar aire, el racismo en los Estados Unidos siempre vuelve en el cine de Spike Lee. Desde que irrumpiera a la consideración mundial con Malcolm X, la cuestión negra es para el director tanto el hilo que cose su obra como una de las columnas sobre la que se apoya buena parte de la historia de su país, desde los días de la colonia hasta la actualidad. Que la acción en El infiltrado del KKKlan adopte rasgos de comedia y que se ubique en la década del setenta responde en buena medida a cierto apego para con la historia real que sirve de disparadora. Pero Lee es también un cineasta de su tiempo y como tal le interesa la política, por lo que nunca deja de preocuparle la Nueva América de Trump, horizonte al que apunta dejando varias señales a lo largo de la película, de manera cada vez más explícita. Si en el final algún distraído todavía no terminó de darse cuenta, el cierre con imágenes documentales de diversas manifestaciones de supremacistas blancos avalados por el actual presidente de los Estados Unidos termina de confirmarlo. A Lee no le preocupa el trazo grueso. Los hechos que narra El infiltrado del KKKlan son verídicos, aunque a priori suenen tan poco creíbles que parecen confirmar aquello de que la vida imita al arte. Son también, gracias a su sesgo disparatado, el pasto con el que Lee alimenta el costado cómico. Ron Stallworth fue el primer negro miembro de la policía de Colorado. Agente encubierto, un anuncio en el diario le permite introducirse en la estructura local del Ku Klux Klan. Cuando de las conversaciones telefónicas es necesario pasar a las reuniones físicas, la dificultad se hace evidente. Flip, un policía judío compañero de Stallworth, es el elegido para hacerse pasar por él. A partir de allí, Stallworth es uno y son dos: el policía negro que habla por teléfono; el blanco que asiste a las reuniones y le pone el cuerpo al asunto. La treta logra llegar hasta David Duke, el Gran Mago e histórico líder del KKK. Duke, encantado de sus conversaciones al teléfono con Stallworth, acepta ser el oficiante en su ceremonia de ingreso a “la Organización”, como ellos mismos la llaman. La de Lee es una película de seres desdoblados, de apropiación de identidades ajenas, de gente que aparenta ser lo que no es. Ese tópico del ocultamiento y el cambio de la identidad son usados de manera permanente. Apenas ingresado a la policía, Stallworth, cansado de su puesto en el archivo del destacamento, solicita ser destinado como agente encubierto. Es un hombre de acción, decidido y con valores. Es también un negro que cree al mismo tiempo en la policía y en la liberación de su raza, que reniega de la violencia como método. Reacio en un primer momento a aceptar el requerimiento, el jefe finalmente lo envía como infiltrado a un acto en el que hablará Stokely Carmichael, uno de los líderes de las Panteras Negras, hombre de oratoria inflamatoria e inflamada. Se sospecha que su discurso puede ser la piedra de toque que dispare la guerra racial en la ciudad. Stallworth asiste al mitin y escucha al líder hablar desde el atrio, que parece ir convenciéndolo de a poco, o al menos eso sugiere la alternancia entre el discurso del líder y su rostro, cuando una mención a los “puercos” policías rompe el hechizo. Todo ese segmento exhibe un refinamiento visual que parece llegar desde un meteorito, sorpresivo y luminoso. Siempre con el fondo del discurso de Carmichael, los rostros negros de algunos de los miembros de la multitud se aíslan, solo ellos dentro de un cono de sombras. Es la imagen que encarna el orgullo de tener “labios gruesos, nariz ancha, pelo moteado”, como señala el orador. La secuencia tendrá su corolario en la hermosa escena siguiente, cuando Stallworth y Patrice, la estudiante negra a la que intenta seducir, vayan a bailar a algún pub cercano, en una auténtica celebración de la cultura negra. A Lee puede no preocuparle el trazo grueso, pero imprevistamente demuestra que además de picar como una abeja también puede volar como una mariposa. Dobles aquí y allá, intercambios, manipulación: El infiltrado del KKKlan es de manera bastante obvia una película sobre el racismo en la cultura estadounidense, pero también, y no en menor medida, es una película sobre el poder y sus disfraces. Lo que Lee muestra es que el poder es siempre una disputa sobre un escenario y frente a un público, y que aquellos que son capaces de llevarla adelante de la mejor manera son los que finalmente ejercen el comando. Ron Stallworth camufla su voz en el teléfono y habla “como un blanco” para infiltrarse. Flip cambia de nombre; es judío y aun así sobreactúa el odio hacia su propia raza; tiene la inventiva suficiente como para salir del paso con inteligencia cuando algo en la coartada falla y debe corregirse sobre la marcha; incluso ejerce su papel con tanta habilidad que a pesar de ser un novato logra la consideración de su jefe cuando hay que elegir un nuevo líder para la sección local del KKK. Ese rasgo ya aparece de manera notable en la escena inicial, una humorada a la que luego, sabiamente, Lee decide no regresar pero que le permite introducir el tema general con rapidez y concisión. En ella Alec Baldwin representa a algún político supremacista, con su esperable diatriba acerca del dominio de la raza aria y su rechazo a los negros, los amarillos, al sionismo, al comunismo o a lo que fuere que no cuaje en la cultura blanca, anglosajona y protestante. Las imágenes en las que Baldwin transmite correctamente el mensaje se alternan con las tomas descartadas, momentos en los que el personaje tartamudea, o interrumpe el discurso porque se olvida lo que tiene que decir. El momento es hilarante, pero el contraste entre una versión y otra, entre el Baldwin que recita su parte con eficacia y el que no puede hacerlo muestra ya desde el comienzo el poder de la actuación y de quien puede sostenerla. Pero tal vez ningún personaje sea tan inquietante como el de Duke, capaz de desplegar sus ideas infames y hacerlo siempre con un tono mesurado y convincente. Duke es a su manera el caballero de una plantación sureña, y en su elegancia algo distante, en su elocuencia, se asienta su dominio, lo que vuelve aun mayor el contraste con sus seguidores, trabajadores de cerveza en mano y armas siempre humeantes, un poco como el estereotipo del norteamericano medio: aquellos que no actúan, que se comportan siempre como son. Si Stallworth y Flip finalmente triunfan, es porque son capaces de llevar sus disfraces más lejos y de mejor manera, porque a diferencia del personaje de Baldwin nunca tartamudean. Me detengo nuevamente en el elemento cómico y en el peso que aquí adquiere. La comedia es siempre un corrimiento en el funcionamiento esperable de las cosas, es aquello que se desplaza hacia un costado y al hacerlo atrae hacia sí las miradas. Mientras el drama parece avanzar con sus propias leyes, con esa rara alquimia en la que al mismo tiempo fagocita algo del mundo y puede prescindir de él (o dicho de otro modo: el dolor, si aparece, no necesita de un espectador), la comedia lo es solo y cuando hay una escena, alguien en ella llamando la atención y alguien observando. Solo hay comedia si hay un otro. No es casual entonces que un Lee tal vez más maduro haya optado por ella para hablar de la segregación en un momento histórico en que reaparece con fuerza. Pero como sus personajes, El infiltrado del KKKlan también se duplica, o más aún, se vuelve múltiple: puede ser comedia, thriller de denuncia política, drama o suspense, y puede hacerlo siempre con fluidez, con los excesos propios de quien expresa una alegría por y con el cine que logra transmitirse de manera permanente. Como toda buena obra de arte, cada uno tomará aquello que le interese. Pero con esa suma, la película parece querer decir algo más. “Basada en hechos reales” puede ser un latiguillo siempre eficiente para engrosar la taquilla, pero las menciones a El nacimiento de una Nación, de Griffith, o a las películas de blacksploitation de los setenta son a su manera una declaración de principios, la evidencia que funde la ficción del poder con el poder de la ficción. Lee pertenece a Hollywood, y si algún secreto fue descubierto allí desde siempre es ese.