El panfleto del amor libre Infidelidad, doble vida, extrañas manías sexuales: a partir de estos titulares, la nueva película protagonizada por Miki Manojlovic se presentaría como un melodrama hecho y derecho, digno del mediodía de un canal de aire. Sin embargo, la dosis justa de comedia la transforma en una sátira que tiende a desnudar la apariencia de la familia burguesa a la vez que interpreta en clave no moralista las peripecias eróticas de los personajes. Apelando al grotesco, al humor y a la diversidad de puntos de vista, Todo queda en familia (Neka ostane medju nama, 2010) se esfuerza por desterrar prejuicios y quitar máscaras. El tono tragicómico se advierte desde la primera escena, donde el padre de los dos personajes principales está en su lecho de muerte al tiempo que se revela un álbum de fotos que muestra al veterano pintor en posiciones comprometedoras con sus modelos. Nikola y Braco parecen seguir sus pasos: conocemos a sus esposas y a sus amantes, a sus hijos de dudosa procedencia y todas sus excentricidades. Sin embargo, el ojo no se fija en ellos dos en toda su virilidad, no hay una guerra de sexos: muy por el contrario, lo que hay son personajes –hombres y mujeres– que lidian cada uno a su manera con sus impulsos amorosos, presos de una misma lógica, en una narración que se bifurca de individuo a individuo. Al final esas bifurcaciones parecen cerrarse en un mismo punto, como si no se pudiera escapar al hermetismo de la familia burguesa, como si dentro de ella todo acto fuera irrelevante e impune. Pero también, en una especie de “los de afuera son de palo”, la cerrazón borra las líneas que dividen la lujuria del matrimonio para instaurar nuevos tipos plurales de amor que no pueden ser juzgados sino por quienes los ponen en práctica. Cada uno de los personajes está dotado de un sentido común tan agudo y peculiar como para generar inmediata empatía y desterrar así todo prejuicio o interpretación moralista. Si Woody Allen hubiera ido a Zagreb, estos sujetos habrían sido los primeros merecedores de su atención.
Concierto de palizas Steven Soderbergh es posiblemente uno de los directores más versátiles de Hollywood. Su nuevo film, La traición (Haywire, 2011), parece ser difícil de ubicar en uno de todos sus perfiles. En la mayoría de sus películas el componente de acción está subordinado a la trama, pero en esta, la acción es la trama. Entre su filmografía se cuentan desde películas con una alta dosis de contenido social e histórico como Erin Brockovich (Erin Brockovich, 2000), Che, el argentino (Che, 2008) o Traffic (Traffic, 2000), hasta desbarajustes de acción como La gran estafa (Ocean’s Eleven, 2001). Se maneja con gracia al dirigir tanto películas experimentales independientes a la manera de Confesiones de una prostituta de lujo (The girlfriend experience, 2009) como superproducciones prefabricadas del estilo de Contagio (Contagion, 2011). La traición sigue a Mallory Kane, una agente secreta de una empresa que se dedica a llevar a cabo trabajo sucio por encargo y que, luego de ser traicionada por sus empleadores, busca venganza. Para conseguirla, tiene que enfrentarse a una seguidilla de atentados: intentan asesinarla una y otra vez. Más allá del trayecto de la fugitiva, el argumento no se complica demasiado, de hecho, las peleas entre Mallory y sus contrincantes están mucho más pormenorizadas que la historia en sí. Las secuencias de acción no están sobrecargadas de explosiones y disparos en una edición tan rápida que marea y es imposible de seguir, como suele pasar, sino que son enfrentamientos meticulosamente coreografiados de manera que se vuelven creíbles. Gina Carano, la actriz que encarna a Mallory, es campeona de artes marciales y despliega todas sus maniobras noqueando a todo hombre que la desafíe, y así logra posicionarse como una nueva bad-ass chick, de esas que abundan en el cine: Lara Croft, Beatrix Kiddo, Sarah Connor. Si bien el desarrollo argumental brilla por su ausencia, La traición no es una de esas películas de acción que presupone al diálogo como innecesario, por el contrario, abunda e incluso tiene algunos grandes momentos de comicidad. Tampoco hay un desarrollo importante de los personajes, es decir, si bien se percibe un cierto proceso de “desmoralización”, Mallory Kane no tiene un gran nivel de profundidad, no es una Erin Brockovich con revólver ni mucho menos, pero sí logra constituirse como heroína y llevar la película, aunque más no sea a través de sus asombrosas piruetas. En ese sentido, lo que permite el desenvolvimiento de la historia y lo que genera interés son las escenas de acción altamente rítmicas que interrumpen los diálogos, como las secuencias de canto y baile en un musical.
Chapado a la antigua El documental de Baltazar e Iván Tokman, Tiempo Muerto (2010), tiene propósitos genuinos, pero recurre a técnicas y argumentos vetustos que lo estancan en las buenas intenciones. En básquet, la estrategia que le sirve de título a la película consiste en solicitar algunos minutos para planear la siguiente jugada. Según una superstición, esto puede cambiar el curso del partido, pero estadísticamente es erróneo, de hecho, refuerza el juego del partido que iba ganando aunque no sea el que lo solicite. De la misma manera, Tiempo Muerto parece creer que el tono nostálgico, la simplificación y ciertas herramientas tipificadas construyen una declaración reveladora, pero este no es el efecto que consigue. La narración gira en torno a los jugadores que integraron el equipo argentino de básquet que se consagró campeón mundial en 1950, tras ganarle en el Luna Park a Estados Unidos, haciendo foco en la persecución política que sufrieron durante la Revolución Libertadora. La acusación radicaba, por más ridículo que parezca, en el aparentemente excesivo profesionalismo del equipo dentro de un deporte considerado amateur. Al lado de esta, al parecer, intolerable falta, un permiso entregado por Perón, antes de su derrocamiento, para que los jugadores pudieran importar un auto le hizo saltar la cadena a Aramburu tanto como para suspenderlos de por vida. Se trata de una de las decisiones políticas más absurdas de la historia, y algo que escapa tanto a la racionalidad resulta muy difícil de plasmar en un documental, dado que no hay argumentos dentro de los límites de la lógica que puedan servir como contestación. Es por eso que la película por momentos se vuelve un anecdotario nostálgico de historias de vestidor, adolescentes deportistas que se esconden tras las gradas a fumar y chistes viejos en asados domingueros. A su vez, la imposibilidad de argumentación, también la lleva a caer en una serie de lugares comunes: por un lado, la utilización de técnicas muy homologadas en el género documental como montajes con tapas y titulares de diarios acompañados por una música dramática; por otro lado, el intento de crítica se opaca cuando las posturas de cada uno de los jugadores se simplifican al enunciar: “soy radical”, “soy socialista”, “soy peronista de Perón”, e incluso “soy apolítico”. Este gesto elimina toda posibilidad de argumentación posterior, ya que engloba y homogeniza en una palabra lo que podrían llegar a decir después. A pesar de la tentación a vincular el título con la atemporalidad que caracteriza a la realización del documental, el planteo inicial de Tiempo Muerto sostiene a la película y, al mismo tiempo, los protagonistas se presentan como cercanos, permitiendo una cierta compenetración. Pero, a fin de cuentas, eso no le alcanza para construir argumentos fehacientes ni para postular propuestas innovadoras.