007 vuelve de la muerte y de la infancia
Opus 23 de una saga interminable que cada tanto renueva su artillería y se maquilla por dentro y por fuera. Los años muestran al imbatible Bond con algún drama de conciencia. La búsqueda del villano es casi un pretexto para ir al encuentro de su oscura infancia y así poder saldar cuentas con sus padres. Un buen libro le da consistencia a una historia bien contada, que tiene, por supuesto, la espectacularidad de siempre, aunque se alarga más de la cuenta. Sus padres ausentes recobran presencia en esa inmolación final que le da sentido a una vida que más que correr tras los malvados parece haber estado huyendo de sus malos recuerdos. Este 007 parece no tener tiempo para los lujos ni las ironías. Pero no sólo para él ha pasado el tiempo: el espionaje ha quedado atrás, los hackers hacen más daños que los sicarios, los gobiernos cada vez necesitan más dominio y menos héroes. Y por allí anda Bond, sagaz, infalible, reconcentrado. Lo dan por muerto en la escena inicial y cuando reaparece podrá advertir que su ausencia pasó sin pena ni gloria. Por eso hay algo de revancha en su regreso.
Hay persecuciones espectaculares, acción incesante, una trama bien armada fácil de seguir, secundarios rendidores y un impecable tratamiento visual. La escena final tiene extrañas resonancias: el padre es un símbolo aparte, y el villano y 007 irán a recoger en los brazos de esa falsa madre el sentido cabal de sus destinos.