El cine se rebela contra sus financistas: en las últimas temporadas cada vez más películas han decidido “escupir para arriba” y castigar a ese 1% privilegiado que controla el mundo con su riqueza, y que vive de manera tan fastuosa que es fácilmente satirizable. Además, claro, a nadie le gusta el privilegio, por lo que los ricos se han convertido en el blanco perfecto, incluso cuando, como ocurre en casos como “El Menú” o “Glass Onion”, son millonarios los que interpretan a estos millonarios villanos. Claro, son millonarios pero de buen corazón, de buenas intenciones. En fin. Lo cierto es que esto que hoy es una pequeña tendencia en el cine, que ha relegado a sus malos terroristas afganos o rusos para concentrarse en los ricachones, el sueco Ruben Östlund ya lo viene practicando hace rato en su filmografía. Sus películas, sátiras ácidas al borde del grotesco, tienen todas el elemento en común de poner en escena la lucha de clases y el absoluto derroche de la clase dominante, y así es su último trabajo, “El triángulo de la tristeza”, que llega a los cines locales el jueves nominada al Oscar a mejor película. En “El triángulo de la tristeza”, Östlund vuelve a lanzar un dardo envenenado a la sociedad capitalista y despiadada, esta vez con la diana en la estupidez de los ricos muy ricos y criticando abiertamente la tiranía de la belleza y la juventud y el uso del sexo como moneda de cambio. Una de las dos cintas nominadas al Oscar a mejor película que queda por estrenarse en Argentina (la otra, “Ellas hablan”, llega el 2 de marzo), “El triangulo de la tristeza” “le da la vuelta a la tortilla de las estructuras del poder” y pone sobre la mesa una discusión que al cineasta le empezó a rondar cuando apareció el movimiento #MeToo”, dice el realizador sueco, autor de “Fuerza mayor” y “The Square”. “La película fue escrita cuando explotó todo ese movimiento. Yo quería hablar de cómo la belleza y la sexualidad son moneda de cambio, una divisa que se utiliza en nuestra sociedad. Pensé que habíamos hablado mucho de la situación de las mujeres y los hombres poderosos y me di cuenta de que había mujeres que no eran conscientes de que se les estaba teniendo en cuenta solo por eso”, explica el director. “Lo siento, pero creo que aún no estamos libres de esto”. “El triángulo de las tristeza”, dice, desordena todas las convenciones: “Cuando el personaje de Carl es utilizado por su belleza, y lo hace la señora encargada de la limpieza de los baños, Abigail, y cuando están en la isla, porque ella es la poderosa y la que abastece de alimentos al grupo, y está convencida de que merece tener alguna ventaja”. “Quería mostrar esta estructura de poder, pero tampoco quería convertirle a él en una víctima, así que le di la vuelta a la tortilla. Lo que quería era que esa discusión estuviera encima de la mesa, y hablarlo con respeto y hasta con ‘piedad’: esas ventajas siguen ahí”, considera. Así, Östlund empieza por reírse a mandíbula batiente del mundo de la moda con un casting para una campaña publicitaria: no tiene precio el comienzo de la cinta, pero solo es el principio de la sátira. Uno de esos modelos, Carl (Harris Dickinson), y su novia influencer, Yaya (la sudafricana Charlbi Dean, fallecida al poco del estreno), se embarcan en un lujoso yate donde coinciden con un grupo de millonarios a los que sirve un ejército de servidores, también con su jerarquía. “Quería hablar de cómo la belleza y la sexualidad son moneda de cambio, una divisa que se utiliza en nuestra sociedad” Ruben Östlund, director de “El triángulo de la tristeza” Entre los pasajeros, una pareja de rusos estrambóticos y caprichosos que brindan algunos de los mejores momentos de la comedia, entre ellos una conversación entre el capitán -espectacular Woody Harrelson como marxista alcoholizado- y el multimillonario Dimitry (Zlatko Buric) y su combate dialéctico mientras se hunde el barco. “Mi madre era una mujer de izquierdas en los años 60 y ahora se considera comunista y mi hermano mayor es un liberal de derechas y siempre que había una comida en casa acababa en una fuerte discusión política. Crecer así ha influido mucho en mi carácter, y en las cosas que cuento en mis películas”, explica Óstlund que reconoce que ese diálogo parte de esas discusiones familiares. “Una de las partes más divertidas de hacer esta película ha sido recopilar todas esas frases que se utilizan en esa escena. Esto me hizo también pensar en Reagan, lo divertido que era y cómo utilizaba su sentido del humor para atacar al socialismo, era muy bueno en eso”, apunta. Y reconoce que “lo mucho” que hablaba su madre de Marx y de la sociología -que es algo que le apasiona- le influyó “para pensar desde el punto de vista materialista, frente al individualista, que proviene de Marx. En los 80 -agrega-, la perspectiva que teníamos era siempre del Este y el Oeste como dos poderes en lucha, hacia un lado se tendía a lo liberal y al otro al socialismo, también está esto en mis cintas”. UN CINEASTA PREMIADO Östlund se dio a conocer ”Fuerza mayor” en 2014, también nominada al Oscar y que incluso tuvo su remake norteamericana, pero antes ya había estrenado “Play” (2011), una ácida crítica contra el bullying, y una buena colección de cortometrajes. Con “The Square”, donde fulmina el mundo del arte contemporáneo, ganó la Palma de Oro en Cannes en 2017; repitió Palma en 2022 con “El triángulo de la tristeza”, con la que ha ganado tres nominaciones a los próximos Oscar. Es una de las dos cintas nominadas al Oscar a mejor película que queda por estrenarse Dividida en tres partes, la película va oscilando entre el humor más fácil y evidente a la finísima ironía de diálogos situados estratégicamente como balizas de señalización, hasta que cierra el círculo con un final apoteósico. Algunas escenas, hay que avisar, podrán generar nauseas en el espectador. Hubo incluso reportes de gente dejando las salas, asqueada, aunque si hay un poco de marketing detrás de la polémica o si la nausea fue real... lo dejamos, desde el jueves, a su criterio.
Un ladrón con estilo, David Lowery.- Es un homenaje más allá de todo. Se anuncia como la despedida actoral de Robert Redford, una figura descollante que dejó su marca en el buen cine. Para su adiós, eligió una historia a su medida, sin notas extremas, respetuosa de una manera clásica de hacer cine, con un protagonista capaz de robar bancos y escaparse de la cárcel con buenos modales, un hombre solitario que encontró en la adrenalina su mejor compañía. El realizador David Lowery asume casi como una reverencia las exigencias de un Redford que no está para andar asaltando bancos ni para meterse en la cama con nadie, pero que aún tiene rostro y presencia para aguantarse una historia otoñal y darle modesto atractivo a un film sencillo y leve. A su lado se destaca una Sissy Spacek llena de matices, que le da vida y sensibilidad a una viuda que viene que se suma a esta despedida. La historia es muy liviana, demasiado, con un poco más de imaginación y atrevimiento podría haber encontrado mejores momentos para esta comedia de acción que cuenta las andanzas de un ladrón que no roba porque le guste la plata, sino para probarse que sigue siendo el que fue, un asaltante amable que tiene su complemento en un detective con códigos que lo persigue mas como un admirador que como un adversario. Esta viñeta simpática y algo socarrona circula con fluidez, aunque las escenas de acción (escapadas y asaltos) son de historietas. “Un ladrón con estilo” vale como el saludo final de un artista que en la actuación, en la producción, en la dirección y sobre todo en el impulso al buen cine, dejó una valiosa marca.
Es un homenaje más que otra cosa y repite recetas muy transitadas por algunos biopic de esta época, consagrados a exaltar en forma desmedida la figura de su protagonista. Por suerte se trata aquí de Ruth Bader Ginsburg (RGB), activista, abogada, una figura notable, que no sólo fue la segunda mujer en llegar a la Corte Suprema de Justicia, sino que hizo historia como una luchadora tenaz, inteligente y consagrada a luchar por los derechos de la mujer en un momento donde había sólo obstáculo. Después, a la sombra de una hija que le habla sobre nuevos tiempos que exigen nuevas formas de acción, RGB logra hacerse de un caso aparentemente menor que al final le permitirá exponer ante un alto tribunal la postergación de la mujer, las formas capciosas de un patriarcado que las ponía “no en un altar sino en una jaula”. El film de Mimi Leder, una realizadora sin vuelo, tiene debilidades: le falta intensidad, una actriz con más fuerza, mayor compromiso con la historia y menos almíbar en el hogar y más barro en las calles. Pero la vida de RGB es fascinante y en la parte final, cuando ella invita a los miembros de ese alto a torcer la historia, el film adquiere el peso y la potencia dramática que le venía faltando. Estrenado a la par del documental “RGB”, “La voz de la igualdad” se acomoda perfectamente a los vientos que soplan estos días. Y vale la pena repasar algunos de los hitos de esta verdadera heroína que con su empuje, su persistencia y su talento fue otra de las tantas que abrió ventanas para dejar circular nuevos aires por todos los corredores.
“Green Book”, de Peter Farrelly.- Previsible, simpática, llena de lugares comunes, el film se ajusta a las preferencias de un Oscar que viene premiando a toda propuesta que privilegie lo políticamente correcto y que acorte distancias con las minorías tantas veces ninguneadas. Estamos a comienzo de los 60. Don Shirley (Ali), un talentoso pianista negro, delicado, culto y altivo, se prepara para una gira artística por el extremo sur, territorio blanquísimo que hace de la segregación su razón de ser. Llevará como acompañante a Tony Lip (Mortensen) chofer y guardaespaldas todo terreno, un patovica de buena entraña, simplote, vulgar, familiero y expeditivo. Son absolutamente opuestos. Y desde allí -historia conocidísima- se irán acercando hasta hacer cumbre en el demagógico final, con nieve navideña de fondo y un abrazo (¿alguien podía esperar otro remate?) reparador, cálido y definitivo. Shirley en esa gira aprendió a bajar de su Olimpo de artista refinado; y Tony, que despreciaba los negros, hizo a un lado sus prejuicios y se volvió un campeón de la tolerancia. Colorín colorado. El film desparrama buenos sentimientos y trata de obtener la cuota exigida de paso de comedia y emociones. Pero recorre caminos tan conocidos que no atrapa. Hasta la realización suena convencional y avejentada, sin sutilezas ni grandes momentos, salvo en esa escena en plena carretera, obviamente bajo una lluvia torrencial, cuando Shirley larga una elegía sobre la soledad, porque siente que es considerado un blanco por los negros y un negro más para los blancos. Su decisión de andar de gira por territorio tan racista es todo un desafío: quiere que los blancos lo aplaudan y sueña con poder reencontrarse con su raza y con sus enemigos. Sin ahondar en ningún aspecto, con una realización llena de subrayados, esta road movie de hechura antigua y moraleja desgastada, gustó a un Hollywood que no está para desafiar nada sino para agachar la cabeza y pagar viejas deudas. Todo está tratado con mucha amabilidad. Nada fuera del lugar. Hasta el racismo. Los actores no fallan, aunque no le exigen mucho. A “Green Book” le falta imaginación pero le sobra buenas intenciones. Algo es algo.
La escena inicial, sobria y reposada, nos muestra a Earl Stone, un floricultor apegado a sus viejos hábitos. Ama sus flores pero ya no tiene cabida en un mundo que busca otras fragancias. (¿como su cine?). Está en conflicto con su familia. Es un solitario, un cascarrabias, un tipo lleno de silencio, consagrado al cuidado de sus lirios. El negocio entra en bancarrota y Earl, aislado y fundido, acabará aceptando un trabajo bien pago: llevar de Texas a Chicago unos bolsones en su vieja F100. Al tercer viaje se da cuenta que lo que lleva es cocaína del cartel de Sinaloa. Pero Earl no se escandaliza. No tiene muchas otras opciones. Su vida sin afecto lo ha acorralado. No se hace preguntas morales. Es un veterano de Corea que siente que hoy sus batallas están perdidas. Su sentido del heroísmo –tema recurrente en la obra de Eastwood- tiene más reproches que orgullo. Ha sido un padre y esposo ausente. Y los únicos que están pendientes de su vida son los detectives que andan tras sus pasos. Leve, detallista, reposado, Eastwood es a esta altura el mayor exponente del mejor cine clásico de un Hollywood que se va quedando sin grandes floricultores. El film también muestra que con los años su herramienta ha ido ganando en claridad expositiva lo que ha perdido en intensidad. Pero a Clint ya no le importa impactar. Expone sus historias con la sencilla claridad de esos abuelos que a la hora del cuento van directo al asunto, sin buscar efectos ni falsos atajos. Hay algo de suspenso y algo de pintoresquismo, hay emoción y más de un pincelazo que deja ver las entrelíneas de un cine crepuscular, austero y diáfano, que en cada obra nos va dejando su legado y sus adioses. No es un policial. No se plantea si está bien o mal lo que hace. El film va más allá. Lo que Clint parece decirnos es que al afecto es todo. Hizo lo que hizo para poder darle algo a su familia. Y la vida le cobró un alto precio. Por eso al final acepta la sentencia de la justicia. Siente que debe pagar por el daño que le ha hecho a los suyos. Y a su vida. No es arrepentimiento. No es vergüenza. Es una deuda distinta y enorme. Eastwood nos muestra que a veces la marginalidad puede ennoblecer a estas almas solitarias que un día descubren que los caminos del reencuentro están llenos de obstáculos, pero no queda otra que recorrerlos.
Es celosa. Muy. Se le vino encima el paso del tiempo. Y su marido la dejó para irse con otra. El mal rato se le nota no sólo en la cara, también en su talante. Siempre ve el vaso vacío. Está despechada porque su esposo es feliz lejos de casa, cela a su hija porque le dedica todo el tiempo a la danza y al novio, cela a su colega del instituto y arma venganzas peligrosas para impedir que los demás disfruten. Anda suelta, aunque con ganas de alguien que la amarre. Es profesora de literatura y no tiene nada ni nadie en el horizonte. Una sola amiga y una vida sin tropiezos, pero repetida y solitaria. Nathalie (Karin Viard) es media insoportable y mete la pata seguido. Por algún lado siempre asoma la frustración. Una noche, su amiga y su esposo la invitan a cenar. Le van a presentar un señor. Linda comida. El hombre es más que presentable, pero la celosa no puede con su genio. Ve fantasmas por todos lados, es insegura, desconfiada y necesita que los demás tampoco la pasen bien. ¿Cómo acabará se pregunta el espectador? Como arrancó como una amable costumbrista, todo invita a pensar que después todo irá mejor. Al final, una viejita cariñosa que conoció en la piscina terminará siendo el ancla que le permitirá atracar en terrenos más tolerantes. ¿Por qué? Nathalie es rara hasta cuando mejora. La natación y las brazadas perdidas logran lo que la terapia y los afectos cercanos no pudieron. Comedia urbana sin pretensiones ni vuelo, que primero quiere ser graciosa (y no hay caso) y que después, cuando se pone un poco seria, mejora algo. Tiene libro y realización de los hermanos David y Stéphane Foenkinos. Es llevadera, sencilla, con poca sustancia. Será la muerte curiosamente la que le devolverá el sentido de la vida y le permitirá recuperar afectos perdidos. Su hija se salvó raspando y su amiga piletera murió de golpe. Un funeral le traerá besos buscados. Desde que se quedó sin nada, Nathalie empezará a desear tener algo. ¿La soledad enseña? Seguirá sola, pero al menos allá lejos aparece una luz prometedora.
Más que exaltar la hazaña espacial, el film ensaya un homenaje al ser humano. La cosa no es con la luna ni con la Nasa. Lo de Chazelle va por otro lado. En “Whiplash” y “La La Land” había mostrado sus cartas: el hombre, con su obstinación y su coraje, es capaz de hacer a un lado casi todo cuando lucha por un ideal. Y en esa empresa, logros y pérdidas casi siempre van juntas. Lo vimos en “Whiplash” y “La La Land”. Y aquí se apoya en una historia real para recorrer el mismo camino. Es un retrato del astronauta Neil Armstrong, aquel que dio el primer paso humano en la luna, un tipo taciturno, parco, distante que para llegar debió superar varios obstáculos. Neil había perdido a su pequeña hija y estaba decidido a arriesgar su amor hogareño con tal de alcanzar la meta que se había fijado: desafiar las distancias y caminar sobre una tierra sin huellas. Por eso, por querer ocuparse más de la empresa humana que del desafío espacial, el film gasta demasiados minutos en mostrarnos a Neil en la cabina, en sus ensayos y finalmente en el Apolo, soportando ruidos y percances, sin flaquear jamás, aportando coraje y disciplina, un sujeto inexpresivo y frío que parecía haber encontrado allí, en ese espacio sin nadie, en ese silencio primordial, su mejor lugar. El film por supuesto logra su momento cumbre cuando sus ojos se posan en esa luna arrugada, que parece esperarlos. Pero hay buen cine en los preparativos, aunque sólo hallazgos visuales y pocas palabras en las escenas hogareñas (pese al magnífico trabajo de Claire Foy, dándole vida a una mujer intransigente y sufrida). La película está bien ambientada. No alcanza la altura ni de “Whiplash” ni de “La La Land”, pero siempre se ve con interés y exalta, con más melancolía que afán celebratorio, el espíritu heroico del ser humano, la ética del trabajo, el respeto que exige la ciencia. Y también nos deja ver –como le gusta a Chazelle- que toda gran conquista exige entrega y sufrimiento. Y que la insaciable curiosidad del alma humana siempre llegará más lejos que las naves espaciales. En la tocante escena final, Neil, harto de kilómetros y ausencias, encontrará que los ojos cercanos de su mujer brillan más que la remota luna.
“Gilda, no me arrepiento de este amor” fue el año pasado un éxito de público y de crítica. También la pantalla chica se sirvió de la vida de Sandro para obtener con su serie buenas mediciones y reconocimiento. Y ahora, la autora de “Gilda” se mete con otro artista popular que tuvo trágico y temprano final en un accidente rutero. Son figuras que han trascendido y que, al menos en el caso de “Gilda”, han logrado un inesperado y enorme espaldarazo tras su desaparición. Los accidentes fatales en ruta y en pleno apogeo, tiene una larga historia en nuestro medio (Julio Sosa, Susy Leiva, Hernán Figueroa Reyes). Y este film sobre el artista cordobés no se aparta de una conocida receta a la hora de asomarse a un cantante de éxito que se mató joven. El arranque tiene algo del “Gatica” de Favio. Vemos al Potro en una imagen oscura, que parece traer molestos presagios. Bailotea envuelto en un clima exaltador recargado de graves acentos. Está en el Luna Park, sede de su marcha consagratoria, y desde allá -como ya lo había hecho con Gilda- el film de Muñoz viaja hacia atrás para retratar los comienzos de este muchacho cordobés que dejó la escuela y que se aferró a la música siguiendo los pasos de un padre que con menos éxito recorrió el mismo camino. Estos filmes necesitan de una figura capaz de darle verdad y energía a su modelo. El actor no está mal. Tiene algún parecido físico y canta con su voz, otro desafío. Su trabajo (lejos de la estupenda labor de La Oreiro en “Gilda”) se acomoda en medio de un elenco muy cuidado donde otra vez Daniel Aráoz brilla alto y el tan solicitado Fernando Mirás está mejor que otras veces. Lo más contagioso y logrado son las actuaciones ante el público. Pero más allá de algún detalle subrayado y de algunas simplificaciones a la hora de retratar ese mundo, en general es una producción convencional pero bien resuelta, más tentada por retratar el lado oscuro que por revivir la vida de un artista popular que, a puro instinto y entusiasmo, encontró la muerte en medio de los aplausos. El ascenso, el triunfo, el inesperado final del padre, la retirada y el regreso triunfal son los hitos de una vida que encontró triste final tras una actuación en City Bell. La figura de la madre, la droga, sus mujeres lo presentan como un muchacho simple, afectivo y tarambana, un hijo modelo, un padre deudor y un marido olvidadizo, un triunfador que no tuvo –como muchos otros- la lucidez suficiente para saber detenerse antes que el éxito se lo llevara puesto. Como dijo el inglés Ayers Kevin, “Hay que correr mucho para no entrar en esa carrera”.
La historia de Soledad Rosas, basada en otro sustancioso libro de Martín Caparrós, es la crónica de una chica rebelde, de clase media, paseandera de perros en Palermo, con novio algo marginal y gestos desafiantes, una joven que en la década del noventa se unió a un grupo anarquista en Italia para luchar contra el sistema y puntualmente contra la instalación de un tendido ferroviario de alta complejidad que alteraría el paisaje y la vida de una ciudad crecida a sombra de la FIAT. Allí Soledad acabará encontrando ideología, amor, destino y final. La Historia salta del ayer al hoy, de Buenos Aires a Italia, y hay que estar atento, aunque la narración fluye con naturalidad. Hay autenticidad –una virtud que suele escasear en el cine de denuncia - en la pintura de sus personajes, en el diálogo y en las acciones. Es intenso y expone sin notas falsas y sin caer en falsas glorificaciones, las dudas y los argumentos de unos y otros, dándole su lugar a lo combativo sin olvidarse de poner la mirada humanizada (como la de la guardia policial) a la altura de las ideas. Acredita además una conmovedora actuación de Victoria Spinetta. Y está realizado por Agustina Macri la hija del presidente, un dato difícil de obviar. Hay una escena por lo menos sugestiva: recién llegada a Turín, uno de los líderes del grupo, le dice: “Esta ciudad tiene un patrón (aludiendo a la familia Agnelli, dueña de la FIAT) y contra ellos, contra el sistema, contra los medios, la justicia y la clase política, luchamos”. Una Macri que no halaga al poder, sino lo desafía. Y que da cuentas con sensibilidad de los fantasmas y las dudas que acompañaron a Soledad hasta un trágico desenlace. ¿Quién era Soledad? Nadie puede explicarlo, aunque Caparrós en su libro se arriesga: “El suicidio es la forma más brutal de la pregunta: quién era yo y por qué. Una pregunta que queda para siempre sin respuesta, porque el suicidio es la pregunta pura, que cierra en ella misma al expectativa de cualquier respuesta. El suicidio nos deja sin palabras: nos habla demasiado”.
Dolores (Lali Espósito) está acusada de haber matado a su amiga después de una fiesta con droga video y sexo. Y ahora se prepara para el juicio. Vive aislada en un hogar que no tiene otro proyecto que salvarla. Pero a medida que el proceso avanza y la presión aumenta, las dudas y las sospechas, crecen. Dolores es prisionera de un encierro familiar que se parece a la prisión. Y transmite dudas y desesperación. El film de Tobal (“Villegas”) se ubica en esa casa. No interesa ni la investigación. Es una mezcla de thriller con reflexiones sobre la manipulación: de los medios, de la justicia, de los padres. Y en líneas generales, sale airoso. El relato avanza sin desafinar, pese a que el tema y sus aristas invitaban a los excesos. No cae en el recurso fácil de escenas de alto impacto y se instala en una casa que de alguna manera vive una condena anticipada. Se lo dice el padre a Dolores: por salvarte de la cárcel, perdimos trabajo, dinero y todos somos sospechosos. Pasaron dos años del crimen y Dolores va a ser juzgada. Todos se creen con derecho a manipularla: los padres, el abogado, los medios. Dolores vive allí desde esa amarga espera una sentencia virtual que le ha quitado vida, sexo, amistades, proyectos y calma a una existencia que se agota en una expectativa a la que a veces desafía saliéndose del libreto. Duda, sufre quiere que todo termine, como sea, porque la angustia de lo imaginable a veces es peor que cualquier desenlace. La historia se sostiene con buenos recursos, aunque lo policial haya sido tratado con apuro, más allá de alguna escena fallida (la charla al lado del aljibe). El elenco es un punto alto. Lo de Lali Espósito es desparejo, aunque encomiable. Pero los diálogos son cuidados y hay un estupendo trabajo de Lorenzo Sbaraglia, bien acompañado por Inés Estévez y Daniel Fanego. La supuesta aparición de un puma -un hecho real que en su momento hizo ruido- adquiere aquí una lectura alegórica: la búsqueda infructuosa de ese felino nos dice que a veces la imaginación y los medios crean una realidad que desafía los hechos. Ese puma, que alguien ha visto pero nadie encuentra, sólo aparece al final ante los ojos de Dolores, la única que lo descubre. Lo ve fugarse por los techos y no lo denuncia. Lo envidia. ¿Fue o no fue la asesina? Las pruebas parecen abrumadoras, pero la verdad suele escaparse por los techos.