50 años no es nada...
Hacer un episodio de la saga de James Bond debería ser una materia obligatoria en la industria de cine. Digamos: un realizador se hace famoso, tiene un estilo al que podríamos llamar propio y se le pone como test filmar una aventura de 007. El trabajo implicaría, obviamente, aplicar su propia sensibilidad a un formato con mucho de prestablecido, poder aportar su universo a un mundo ya creado y reconocido por varias generaciones.
Es que la saga de Bond se ha caracterizado por dos cosas que hoy han pasado de moda: el director desconocido y la película descontextualizada. Desde que surgió la saga, pocos capítulos de 007 fueron dirigidos por realizadores famosos, con lo cual siempre se priorizó al Bond de turno (Connery, Moore, Dalton, Brosnan, etc.) que a quien estaba detrás de cámaras. Y lo mismo sucedía con la trama de cada nueva película: nunca se las consideraba como “secuelas”, parte de una gran historia o una enorme mitología, sino, más bien, como “stand alone films”: películas que se sostienen solas, aventuras con principio y fin, y sin conexión con casi nada que viniera antes o después.
Pero en estos tiempos de series y sagas “mitológicas” (sólo basta observar todos los grandes tanques de taquilla de la última década y pico), en las que es importante contar orígenes y evoluciones de personajes a lo largo de varias películas, y en medio de un generación de realizadores que no teme poner su firma detrás de productos “industriales” como puede ser una película de 007, ese criterio ya no parece funcionar. Cada nuevo Bond tiene que conectar con el anterior, tiene que contar el origen, revisarlo, tiene que crearle marcas, como arrugas o llagas, a un personaje que siempre fue intercambiable y, finalmente, fugaz.
Si bien uno no pensaría en Sam Mendes a la hora de hacer una película de la saga Bond (me da curiosidad saber que harían con el personaje Christopher Nolan, Bryan Singer, Quentin Tarantino, Brian De Palma, Danny Boyle, y hasta David Cronenberg antes que el director de Belleza americana) hay que reconocer que la apuesta de los productores fue audaz. Y que salió muy bien.
007: Operación Skyfall es una gran película de James Bond. Inteligente y humana, clásica y moderna a la vez, con escenas de acción narradas y estructuradas a la perfección, con un villano memorable (una elección y caracterización riesgosa la de Javier Bardem, pero que funciona) y una trama que se sostiene por sí misma y que apunta a sumar a la mitología Bond, a conectar una película con otra, y a dejar de pretender que las películas existen en un tiempo y un espacio desconectado. De sí mismas con el mundo real y de unas con otras entre sí.
La trama del film tiene algo de las Batman de Christopher Nolan, pero Mendes logra -para sorpresa- ser más liviano y menos grave que su compatriota y hoy más celebrado realizador. No sobredimensiona la importancia de la trama y la pone al servicio de los personajes y de escenas de acción fuertes y bastante realistas, que logran ser creíbles y poderosas y -a la vez- estar enmarcadas en la tradición algo absurda a la que fue virando la saga 007, en especial la primera y la última.
En ese sentido, Daniel Craig vuelve a ser el Bond duro y físico de las películas anteriores, pero aquí Mendes le da un espacio un poco mayor para el humor y la ironía autoconscientes de la tradición “bondiana”. Craig clava a la saga en el mundo real, pero Skyfall logra llevarla un poco más lejos de manera sutil, nunca obvia. El suyo es un Bond moderno y realista, pero también “old school”, una idea madre de toda la película (en la puesta en escena, en los gadgets, en las ideas que circulan a lo largo de la narración), sostenida desde el principio hasta su explosivo final.
La trama es simple: Bond es dado por muerto al caer al mar tras perseguir a un villano que tenía un disco duro con nombres de agentes secretos a ser revelados, pero luego reaparece -en pésimo estado físico y mental- cuando el servicio secreto británico (el MI6) es bombardeado por un malvado con acceso a los secretos del poder. M (Judi Dench, más protagónica que nunca) lo acepta de regreso y, aún en inferioridad de condiciones, lo envía a China a buscar la pista del culpable. Bond lo encuentra y lo trae a Londres. Y es ahí donde empiezan los problemas en serio…
Esa misma mezcla entre realismo y absurdo maneja Bardem en el rol del villano de turno. Puede gesticular y exagerar como personaje de una película de Bond de los ’70 (o una mezcla entre el Guasón y Hannibal Lecter), pero -también como ellos- deja entrever su sensibilidad y la verdad emocional de su personaje con sólo algunos gestos y su ya natural intensidad. El suyo es un personaje a lo Nicolas Cage, pero allí donde “El Rey del peinado absurdo” hubiese llevado la situación al extremo (no parece mala idea Cage, pero no para una película “cuidada y prolija” de Mendes), Bardem es capaz de manejarse con sabiduría en la línea exacta entre el “camp” y la credibilidad. Es, para resumirlo en una idea, un personaje de película de Almodóvar metido en un film de Bond: pasado de rosca pero, en un sentido profundo, verdadero.
Se discutirá si lo mejor de Skyfall son las escenas de acción y hasta qué punto son responsabilidad de Sam Mendes o del director de segunda unidad del film (Mendes no es famoso por filmar acción, digamos). Pero más allá de los debates en los que entrarán los obsesionados por la “teoría del autor”, no hay duda que los 150 minutos de la película se siguen con gran interés y que Mendes logra -milagro de milagros- poder ser relevante y cinéfilo a la vez. Skyfall es una película que lo guiña el ojo al espectador que conoce la historia de la saga y que quiere saber más, pero lo hace sutilmente, permitiendo que el recién llegado se meta de lleno en una trama de espías tan vieja como esas con lapiceras que explotaban y autos que eyectaban a sus conductores por los aires, pero contada como si fuera la primera vez.