Kompromat es el término instaurado por los servicios secretos rusos que define lo que aquí llamaríamos el armado de una causa falsa para incriminar a una víctima inocente. Algo que por lo visto puede pasar aquí como en Irkutsk, el pequeño pueblo ubicado en la fría Siberia donde transcurre esta historia. La película comienza con la huída por los bosques de nuestro protagonista, quien está siendo perseguido por un grupo de hombres armados. La cosa no pinta bien y todo indica que lleva las de perder. Luego, a partir de sucesivos raccontos, se nos irá revelando cómo es que llegamos a este punto. Es un buen inicio. En general, estos esquemas que comienzan por algún tipo de escena límite o muy dramática (utilizado tanto en la novela El túnel, de Ernesto Sábato, como en la serie Breaking Bad, por citar dos ejemplos dispares) logran atrapar, ya que instalan desde el primer momento la intriga y nos hace preguntarnos cómo es que el personaje llegó a esa terrible situación. Pronto sabremos que Mathieu Roussel (Gilles Lellouche), instalado con su esposa y su pequeña hija hace pocos meses en este helado pueblo siberiano para dirigir el espacio cultural de la Alianza Francesa, cometió ciertas “imprudencias” que enojaron a algunos rusos, y sabemos que los rusos son por definición gente de pocas pulgas y muy, muy mala. En la inauguración del nuevo auditorio, al cual asistieron las autoridades del lugar, Mathieu presentó un espectáculo de danza moderna bastante sensual protagonizado por dos hombres (la libertad francesa incomodando a los rústicos locales) y luego en la fiesta tomó de algo de más y se puso mimoso con una rubia con la que no debía meterse. Tiempo después, una tarde cualquiera mientras jugaba con su hija, irrumpe violentamente en su hogar un comando que se lo lleva a golpes y gritos, sin mediar explicación. En esta secuencia violenta y angustiante en la cual Mathieu no tiene la más remota idea de lo que está sucediendo, comienza el calvario de nuestro protagonista en un relato cargado de lugares comunes y clichés que se sostienen en la premisa - explicitada incluso - de que los rusos son malos, violentos y atrasados, y que los franceses son buenos, libres y humanistas. Son varios los problemas que podemos analizar en Kompromat, pero en principio hay un “vicio de origen” y es que la misma premisa que origina la historia resulta desmedida o inverosímil. Los pequeños “desatinos” de Mathieu al inicio de esta historia no guardan ninguna proporción con la tremenda reacción que involucra a las fuerzas de seguridad, el gobierno, los medios y la Justicia rusa para difamar, encarcelar y condenar a este funcionario francés por causas inventadas de violencia domésticia y pedofilia. Es liviano el abordaje de su matrimonio en crisis y no es verosímil el romance con “la chica rusa” (Joanna Kulig) que lo arriesga todo, ni los rusos arrepentidos, ni la actitud del consulado de Francia, ni su escape (además de violentos, crueles y antidemocráticos los rusos son bastante tontos), y qué decir del enfrentamiento con el temible sicario de la FSB (ex KGB), que además sabemos mató niños en la guerra, por si fuera poco. De la misma manera que el hecho de que una película se presente como “basada muy libremente en hechos reales” no la hace mejor película, esta representación esquemática de buenos y malos tampoco nos llevaría necesariamente a una mala película. Y vaya que la historia de un hombre encarcelado y torturado sin razón daría para una muy buena historia con elementos dramáticos, políticos, de acción y de romance. Es la falta de convicción, un conjunto de problemas en el guion, en los aspectos formales del relato y en las interpretaciones, que hacen de Kompromat una película predecible, intrascendente e inverosímil en todo momento. Algo que pudo haber sido y no fue.
Esta adaptación muy libre del clásico cuento «El matadero», de Esteban Echeverría, se centra en lo que pasa en otro intento de llevarla al cine en medio de los complicados años ’70 en la Argentina. Con Julio Perillán, Malena Villa, Ailín Salas y Rafael Federman. En «El matadero» está el origen de la prosa de ficción en la Argentina», escribía Ricardo Piglia en un texto sobre la obra de Esteban Echeverría recopilado en el libro «La Argentina en pedazos». Se trata de un cuento formalmente estilizado pero a la vez cruento y descarnado sobre la violencia en el país en «183…» (sic), época de unitarios y federales, e incluye crueles escenas de golpizas, asesinatos y hasta violaciones en medio de una hambruna generalizada que atravesaba al país. «La historia está llena de sangre y llena de barro», escribió Jorge Luis Borges en el prólogo de una de las ediciones de ese texto fundacional de literatura nacional. No son pocos, en función de los antecedentes, los desafíos en los que se mete Santiago Fillol, el realizador cordobés afincado en Barcelona –guionista de las películas de Oliver Laxe y docente universitario–, a la hora de versionar el cuento de Echeverría. Acaso, la más inteligente de sus decisiones sea la de alejarse por completo, al menos en primera instancia, de lo que sucede en él. MATADERO es, por un lado, una muy libre transposición del texto a la situación política argentina de 1974. Y, por otro, un juego de espejos acerca de la representación, ya que todo lo que se cuenta está enmarcado dentro de varias cajas de sentido. Los hechos que se narran desde algún tipo de flexible presente son el recuerdo de una filmación de la época que terminó mal. Es un «presente» que mira a los ’70 que mira al siglo XIX, siempre a través del cine, para hablar de la violencia política y de cómo el propio arte de hacer películas la puede replicar. Y, a la vez, quizás sea un intento de resignificar políticamente algunas cuestiones del cuento original. Esta caja de sorpresas que es MATADERO arranca con una violenta manifestación. Un grupo de personas «escracha» a un auto que lleva a un cineasta a la proyección de una película suya. ¿A qué se debe un hecho así? El cineasta en cuestión es el estadounidense Jared Reed (Julio Perillán) y el hombre va en camino a presentar una película inédita que filmó en 1974 cuyo rodaje terminó mal, inclusive con muertos. Se trata de «El matadero«, su intento por rodar el cuento de Echeverría en esa época convulsionada de la Argentina. La presencia en la sala de una mujer es la que nos lleva mediante sus recuerdos a ese rodaje, a contar qué sucedió entonces y porqué esa ambiciosa película nunca se terminó y quedó inédita. Una suerte de Dennis Hopper cuando vino a América del Sur a filmar LA ULTIMA PELICULA, Reed es un cineasta que se ve a sí mismo como alguien que quiere captar verdades que van más allá de la prolijidad académica clásica del cine de su país. Es un aventurero (como Werner Herzog, quizás) que cree que las imágenes deben estar vivas, deben «sangrar» y que el cine es más importante que la vida. Especialmente, la de los otros. El apasionado cineasta está en algún lugar de la provincia de Buenos Aires filmando esa ambiciosa versión (de la que vemos una escena con cientos de extras y animales, imágenes bastante cercanas a lo que se narra en el cuento) cuando su productor llega y le dice que se han quedado sin dinero, que se baja del proyecto y le pide que levante todo. No es claro del todo entonces, pero las tensiones políticas de la época juegan su rol ahí. Pero Reed no cede. Con la ayuda de Vicenta (Malena Villa, la narradora de la historia, la mujer que vimos en el cine anteriormente pero mucho más joven), una estudiante suya argentina de la UCLA, deciden seguir adelante con el proyecto y filmarlo, guerrilla style (acá lo de «guerrilla» cobra un doble significado) en un campo que la familia de Vicenta tiene en Córdoba. Pero para hacer esa versión reducida igual necesitan actores, algunos extras, techo y comida. De a poco todo eso va apareciendo. Reed y Vicenta convocan a un grupo de actores militantes que hacen teatro político en fábricas (la puesta en escena de esa obra es tan prototípica de la época que causa gracia) y algunos obreros y peones para que funcionen como los extras, la turba federal que es parte central del cuento original. Y allí comienza una metafórica relectura del cuento y de la realidad política de la época. Los intérpretes (Ailín Salas y Rafael Federman, entre otros) son militantes de izquierda pero, pese a sus posiciones ideológicas revolucionarias, su relación con los peones (extras, en el mundo del cine) no es del todo fácil. Y todo se tensa más cuando uno de ellos, por su personalidad combativa y también instigado por Reed en función de darle al film ese «realismo alucinatorio» del que hablaba Borges, entra en tensión con los actores, los provoca e incomoda. Y todo se complicará aún más cuando la realidad política del país en ese momento se haga presente en el rodaje, llevando a las diversas partes de ese rodaje a tomar distintas decisiones y, en algunos casos, a poner en riesgo sus vidas. Ambiciosa desde lo temático y también desde la puesta en escena (el trabajo de Mauro Herce en la fotografía otorga escenas espectaculares, en especial una en la ruta mientras el equipo de rodaje viaja, además de la inicial y una más cercana al final), MATADERO de Fillol es una película que funciona a mitad de camino entre su ambición teórica y su potencia narrativa. No siempre estos factores coinciden o caminan para el mismo lado, lo cual termina convirtiendo a esa adaptación en un monstruo de dos cabezas. Es una película bella, brusca e inteligente que, por momentos, se maneja de un modo más torpe o mecánico en las cuestiones estrictamente narrativas o actorales. El tono de la película es curioso, las actuaciones son desparejas y cierta falta de contexto (no tanto en lo político específico, que es claro, sino en la quizás académica conexión que hay entre el cuento original y lo que la película narra) le quita fuerza narrativa. En cierto momento uno analiza y hasta admira el operativo construido en torno a «El matadero» y a la película como tesis sobre la violencia política en la Argentina a lo largo de la historia, más que a lo que sucede dentro de los límites de la ficción. Pero MATADERO (la falta del artículo en el título se puede interpretar de diferentes maneras) no se presenta del todo como un film-ensayo por lo que no intenta necesariamente generar ese distanciamiento entre los hechos y el espectador. Si eso se da, la sensación que se tiene es que es más por la fragilidad del sistema que por una búsqueda concreta. Hay algo retro, un tanto demodé, en la forma de la película que termina resultando simpático si uno se acerca a ella con esa distancia analítica. Tiene algo de JUAN MOREIRA y del cine político argentino de los ’70 (o de films como de EL MOVIMIENTO, de Benjamín Naishtat), una pizca de FITCARRALDO y una disparidad tonal propia del cine de clase B o de bajos recursos. Por momentos me hizo recordar a AZOR, otra película que analiza los ’70 argentinos desde una perspectiva distinta, enrarecida. Es un ejercicio admirable, en cierto punto, y muy arriesgado por el solo hecho de presentar tamaña operación estructural y aplicarla a un clásico entre clásicos de la literatura. Mi impresión es que sus problemas tienen más que ver con limitaciones concretas y específicas (actuaciones, diálogos, algunas situaciones) que por el planteo elegido. Releer EL MATADERO en función de la violencia de los ’70, conectar lo que Echeverría cuenta allí con el último medio siglo de grieta política en el país (de unitarios a federales a lo que sea que es ahora) es un ejercicio interesante, algo que han ensayado, de distintos modos, muchos autores (análisis del cuento de Echeverría hay decenas, desde Piglia a Borges pasando por David Viñas, Noe Jitrik, Beatriz Sarlo o Martín Kohan, entre muchísimos otros) y que el cine se lo debía también. Con sus fallas y problemas, la película de Fillol se suma, quizás casualmente, a ARGENTINA, 1985, en el intento de una generación de cineastas que hoy ronda los 40 de hacerse cargo de contar desde la ficción su versión –o su punto de vista personal– de la complicada historia política del país.
Curioso por donde se la mire, el primer film en inglés de la directora austríaca de notables títulos como «Lourdes» o «Amour Four» juega con entre el suspenso y el drama psicológico. Película curiosa por donde se la mire, LITTLE JOE, el primer film en inglés de la directora austríaca de notables títulos como LOURDES o AMOUR FOU juega con el suspenso y el misterio cuando en realidad se trata más que nada de un drama psicológico. De hecho, mirada desde un cierto ángulo un poco cínico, podría hasta pensarse en que en realidad es una comedia. Es que el tono frontal que maneja, el tipo de actuaciones tiesas y de lenguaje formal descolocan rápidamente al espectador que espera el prometido thriller sobre plantas asesinas. Es otra cosa y hay que acomodarse de entrada. Lo que también queda en evidencia es que una película austríaca de punta a punta. Por más que se hable en inglés y la acción transcurra en Inglaterra, la sequedad de los actores y la incomodidad que genera la propuesta remite al de cierto cine de autor de ese país, como también a algunas cosas de Yorgos Lanthimos y el nuevo cine griego. Pero pese a esas posibles referencias formales (otros han visto cosas de David Lynch, Stanley Kubrick o David Cronenberg, pero para mí son más lejanas), LITTLE JOE me hizo recordar temáticamente mucho a SAFE, de Todd Haynes, que también apostaba por un tono distante y clínico para contar la historia de lo que puede ser (o no) una enfermedad contagiosa generada por una planta mutante. O algo así. Lo bizarro de la propuesta está explicado de entrada. Un grupo de especialistas que trabaja en Planthouse Biotechnologies desarrolla una planta modificada genéticamente cuyo objetivo es darle felicidad a la gente. Trabajan para que las personas compren una plantita roja que, si se le habla y se la riega y se la quiere, hará que su dueño sea más feliz por el aroma que desprenderá. El planteo –y las fallas iniciales posibles del plan– hacen imaginar que esto irá yendo hacia el terror, que pronto las plantas se cobrarán las vidas de todos los que las riegan, pero no es así. O al menos no lo es de la forma imaginada. Uno podría pensar también en la planta en cuestión, la «Little Joe» del título, como pura metáfora acerca de las medicinas tipo Prozac, de los cambios que se producen en las personas que creemos conocer, de los miedos de la maternidad y la educación y, principalmente, el temor a la felicidad. Alicia (Emily Beecham) es la principal responsable de esta plantita curiosa y la madre de Joe, un preadolescente que está un poco fastidiado porque ella le dedica más tiempo al riego que a él. Joe le dice que quiere irse a vivir con su padre, quien reside en medio del campo, pero ella no quiere saber nada con la idea. O al menos no se anima a aceptar la posibilidad. En la oficina también está Chris (Ben Whishaw), que trabaja para Alicia y está también enamorado de ella. Y allí hay otra serie de personajes peculiares, una de ellas una mujer que viene de atravesar una severa depresión y anda todo el día con un perro. El oler la planta, supuestamente, empieza a modificar los hábitos y el ánimo de los protagonistas. El primero en caer, de hecho, es el perro en cuestión, que para su dueña pasa de un día a otro a volverse irreconocible tras inhalar lo que larga la florcita. Pero luego todos empiezan, de una u otra manera, a cambiar. Menos Alicia, aparentemente, que empieza a sospechar que su invento quizás tenga consecuencias peligrosas. Hausner utiliza un planteo narrativa propio de películas como LA INVASION DE LOS USURPADORES DE CUERPOS para jugar dentro del terreno del drama psicológico. ¿Joe cambia porque olió la plantita o porque se está volviendo adolescente y es lógico que cambie y que su madre «no lo reconozca», como ella misma le dice a su psicóloga? ¿Chris se ríe excesivamente e intenta besarla también por el perfume en cuestión o porque está enamorado de la chica? ¿Qué es lo que está sucediendo allí? Durante buena parte del relato todo parece bastante simple y banal, tanto en lo narrativo como en lo metafórico, a punto que parece casi ridículo que Alicia no se de cuenta que lo que sucede alrededor suyo es absolutamente humano y normal. Pero en algún momento Hausner no solo empieza a sembrar dudas sobre la actividad de «Little Joe» sino a poner el ojo en la propia protagonista y sus problemas. Acaso el conflicto no sea que todos cambien sino que ella no pueda o no sepa cómo hacerlo. LITTLE JOE se empieza a adentrar en un territorio más interesante acaso demasiado tarde. La impresión que queda es que la película empieza a girar sobre otras preguntas –el miedo a la felicidad, digamos– en un momento algo tardío del relato, cuando uno empieza a cansarse de esos dos conflictos que parecen evidentes en la vida de la mujer y de esa suerte de sistema de diálogos estilizados y repetitivos. No me queda muy claro todavía si eso alcanza a «salvar» a esa primera hora algo reiterativa de la película pero sí, es cierto, la convierte en otra cosa que seguramente irá creciendo con el tiempo. Es una rareza que amerita ser vista más de una vez.
Antes de recibir un importante premio, un famoso periodista mexicano viaja a su país y repasa su propia vida personal, familiar y la de su patria. En Venecia y San Sebastián. Estreno en cines de Argentina el 3 de noviembre. En Netflix, el 16 de diciembre. La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada», dice la frase shakespeareana. No podía evitar pensar en eso cada diez segundos mientras veía BARDO, un ego-trip psicológico (quizás, psicopático o psicosomático) engendrado por Alejandro González Iñárritu tomando como víctimas de sus mínimas referencias cinéfilas los ejemplos de Federico Fellini o Ingmar Bergman a la hora de hacer un repaso audiovisual de su vida. No hay, casi, parámetros que expliquen el show de horrores que es BARDO, al menos dentro del cine profesional. El desperdicio de talentos que hay aquí es tan brutal –desde el pobre elenco, sacrificado en el altar del cineasta poseído, filmado a distancia como si fuera un estorbo que interrumpe los giros de la cámara, pasando por los grandes nombres del equipo técnico y artístico– que empeora a la película a cada paso. No se trata de un cineasta modesto y sin experiencia al que se le dio por el autorretrato místico lleno de pedorras alegorías religiosas y políticas, sino un hombre que de algún modo logró ganar un par de premios Oscar a mejor director con films que, comparados con este, son discretos y humildes. Y eso es lo que duplica la ofensa cinematográfica que es, de principio a fin, esta película. Es cierto que Iñárritu avisa de entrada. Ya el problemático parto que tiene la esposa del protagonista (interpretada por una dignidad a prueba de imposibles por Griselda Siciliani, una víctima más de todo esto) avisa que veremos algo particular, extraño, por no decir bizarro. Hay algo de humor en esa escena, y eso hace suponer que, aun cuando estamos ante la presencia de un trauma que acompañará al protagonista y a su familia a los largo de las 200 horas que parece durar la película, quizás haya alguna esperanza de poner algún pie en la Tierra, de tomarse a sí mismo en broma. Pero no será así. O, cuando lo sea, el humor será de la calaña más baja posible, malo aún en relación a un mal programa de televisión, malo de toda maldad. La película es de una grandilocuencia, de una impostura, de una desmesura verborrágica y visual que me cuesta encontrar comparaciones en mi experiencia como espectador de cine. Pino Solanas coqueteó con ridiculeces de este estilo pero solo en algunos momentos de películas como EL VIAJE, Eliseo Subiela solía tener trips similares y a realizadores como Emir Kusturica cada tanto se le daba por esperpentos comparables. Pero nadie lo hizo con la consistencia para el feísmo cinematográfico como lo hace Iñárritu acá. No hay escena que se salve. Ninguna. Acaso algún plano en el centro vacío de la Ciudad de México a alguna hora de madrugada se vea bonito, pero pronto será arruinado por dos escenas de miserable alegoría política que involucran a las desapariciones y a la conquista de América que dan vergüenza ajena. El inicio de una versión a capella de «Let’s Dance» de David Bowie lo tomé como un pedido al espectador de cerrar los ojos y al menos escuchar algo bello, pero pronto se interrumpe por algo horrendo. O un momento de silencio, en una piscina, entre tanto ruido y volumen audiovisual. Es una película con dedicada devoción por ser fea, irritante, desagradable y, sobre todo, absurda. Usando un lente gran angular durante gran parte de la película (la foto la hace Darius Khondji, Emmanuel Lubezki se hizo el tonto y se borró parece), efectos visuales lamentables (el que transforma a su protagonista en un «niño» es de no creer) y largos planos a la BIRDMAN que se vuelven cacofónicos a los cinco segundos de comenzados, la experiencia es ardua, difícil, salvo para los que quizás estén en algún viaje místico con su propio ego y enganchados en terapias alternativas ligadas al mal gusto cinematográfico. Algo que, convengamos, desde Alejandro Jodorowsky en adelante, suele suceder. No tiene mucho sentido contar lo que pasa. Haré un resumen simple. Daniel Giménez Cacho (que no tiene la culpa de nada, como el resto del sacrificado elenco) interpreta a Silverio Gama, un periodista y documentalista mexicano radicado en los Estados Unidos que por algún motivo es tan famoso que hasta supone que deben reconocerlo en Migraciones. Supongamos que el tal Silverio sea una persona popular –difícil, pero sigamos el juego– y exitosa que viaja de vuelta a su país natal antes de recibir un importante premio de parte de una asociación de periodistas que tiene la capacidad de armar una fiesta propia de un magnate de, bueno, de Netflix. Y, una vez allí, empieza a tener esos cruces con su historia personal, familiar y nacional que lo conecta con ese país que alguna vez dejó para ser un multimillonario con problemas en una patria que no es la suya. Si no están de entrada muy preocupados por los problemas de Silverio no entenderán jamás la película. Y, la verdad, se vuelve muy difícil preocuparse por él. Pero él sí se preocupa. Y su familia también. Y el público que lo sigue también. Y aparecerá su padre, su madre, Hernán Cortés y las guerras entre México y Estados Unidos en las que quizás los soldados masacrados también estaban preocupados por él. Hay un periodista malo y competitivo que lo tiene entre ceja y ceja, y que trata de dejarlo mal parado en todo momento diciéndole algunas cosas similares a las que escribo acá. Pero él lo ignora y trata de no prestarle atención. Ojo, Iñárritu es crítico con Silverio. Es un tipo metido en lo suyo, contradictorio, quizás «vendido» a los dólares estadounidenses, que no estuvo en momentos importantes de la vida de sus hijos y que solo mira su propio ombligo. Pero en el fondo no es su culpa sino la de una industria (la de los documentales periodísticos, con la cual cualquiera puede hacerse millonario parece) que lo llevó por el mal camino, lo hizo alejarse del pueblo, de la patria, de México y de su «gente real», vaya uno a saber quiénes son para un hombre que no parece haber compartido un bus con nadie jamás en su vida. Al lado de este despropósito, ROMA es una obra maestra. La de Alfonso Cuarón tendrá sus problemas, pero es una película de una dignidad cinematográfica mayor comparada con este film enviado desde el Averno, largado al mundo por alguien que odia al cine, que no le importa el cine y que si hizo alguna buena película (AMORES PERROS y, en cierta medida, EL RENACIDO) debo pensar que fue por pura casualidad. Sí, la inspiración puede ser felliniana (es un mix de 8 1/2 y AMARCORD contado por alguien que solo vio clips y fotos de escenas de ambas, con un touch de Terrence Malick pero sin paciencia alguna para capturar la belleza), pero la puesta en escena es propia, de esas en las que la cámara llama la atención sobre sí misma y todo lo que pasa adelante de ella es secundario. Es que la propia factura elefantiásica anula la introspección que la película supone estar revelando. La inmensidad egocéntrica de las imágenes niegan su supuesta razón de ser y, especialmente, contradicen la idea de que BARDO pueda ser vista como una película autocrítica. Nadie se cuestiona su propia alienación construyendo imágenes que, por un lado, extienden ese divorcio con el mundo real y, por otro, ponen al protagonista a discutir con los grandes hechos y personajes de la historia mexicana. Se podrá decir que es monótona y aburrida, pero eso me parece totalmente secundario. Sí, quizás lo sea, pero hay muy buenas películas que son, por momentos, monótonas y aburridas. BARDO no quiere ser eso, no se lo permite, teme aburrir y grita, teme ser monótona y gira la cámara para un lado y para el otro, teme dejar una idea sin resolver y la explica mil veces, teme que el espectador piense por sí mismo y le arma un festín de explicaciones, teme que quede algún misterio o duda y le tira un catálogo de símbolos comprados al por mayor en la feria de ofertas del «cine arte». Leo críticas que celebran la belleza de la película y yo no la veo en ningún lado, salvo en las escenas de folleto turístico en ese resort exclusivo al que va con su familia y en el que se ofende, por cinco segundos, porque no dejan entrar a la empleada que trabaja con ellos. Después se olvida, claro, porque esos personajes aparecen para decir algo, marcar un punto, y desaparecer así como vinieron. Es un cine del Yo en el que un cineasta se celebra y se canta, se canta y se celebra, disfrazando todo de introspección budista. Es un pase de magia sin magia, sin mago, sin truco. Es un todo sobre todo que, finalmente, es igual a la nada misma. Ruido, furia y ya.
Juan Minujín es un escritor frustrado que da clases de literatura en un colegio de un barrio de las afueras de Buenos Aires en el que comienza a haber problemas de tráfico de drogas. Con Alfredo Castro, Rita Cortese y María Merlino. Estreno: 20 de octubre. Recientemente divorciado, con una carrera literaria que parece haber fracasado, una hija que lidia con los típicos problemas de la preadolescencia y un padre con un delicado estado de salud, las cosas para Lucio (Juan Minujín) no parecen presentarse del todo bien. Y se le nota en la cara, que fluctúa entre el fastidio y la frustración. Su nuevo trabajo no lo entusiasma demasiado tampoco. Ha conseguido un cargo como maestro suplente de Literatura en una escuela secundaria en Dock Sud, que puede estar a solo unos minutos de Buenos Aires pero es un universo bastante diferente, con sus códigos y tensiones propias. Se trata de una zona en la que él creció y en la que sigue viviendo su padre, conocido por todos como «el chileno» (interpretado por Alfredo Castro, acaso el actor chileno por excelencia de los últimos años), un hombre que se dedica ahora a armar y mantener un comedor comunitario en el lugar. A Lucio no se le presenta nada fácil la tarea de enseñar algo tan «inútil» como la literatura. Sus alumnos no le prestan atención ya que tienen, claramente, otros intereses y problemas más urgentes en la cabeza. Y por momentos parece que Lucio está rendido a la situación de no poder aportar demasiado, algo que muchos colegas en la escuela ya parecen haber asumido. «Bienvenido a la barbarie», le dice una de ellas, no muy sutilmente. Pero, mientras lidia con su hija, Sol (Renata Lerman, hija del realizador) que no quiere presentarse al examen de ingreso de un exigente colegio (que no se nombra, pero todos imaginamos cuál puede ser), se sorprende al ver que su ex mujer, Mariela (una poco utilizada Bárbara Lennie) parece tener su vida mucho más reencauzada que él y se pone nervioso por lo poco que su padre parece ocuparse de su delicada salud, Lucio se topa con una situación que lo obliga a cambiar de eje. Un día llega la policía a la escuela, más precisamente a su aula, y se lleva detenidos a algunos de sus alumnos por vender drogas allí. La noticia genera un previsible caos en el mundo escolar, barrial y hasta en algunos medios de comunicación. Y Lucio se ve en la encrucijada de averiguar, investigar y, en lo posible tratar de ayudar a uno de sus alumnos, llamado Dilan (Lucas Arrúa), a quien la situación lo pone en conflicto directo con un «narco» de la zona (Agustín Rittano). Con la colaboración de Clara, otra profesora del colegio (María Merlino), y pese a la oposición de Amalia, la directora del establecimiento (Rita Cortese), Lucio empieza a enredarse en una complicada trama que se conecta con intereses políticos de la zona y que, por su presencia como figura relevante en el trabajo social del barrio, involucra también a su padre. EL SUPLENTE, en un estilo que recuerda al de algunas películas de Laurent Cantet (no es difícil pensar en ENTRE LOS MUROS al verla, en especial en las complicadas escenas del aula), lidia con una extensa serie de problemas sociales, que van desde los educativos hasta los ligados a las dificultades económicas, de las conexiones «mafiosas» a los esfuerzos de los que hacen trabajo solidario, pasando por los problemas personales de alguien como Lucio que pertenece a lo que se podría definir como una clase media venida a menos, una a la que todavía le cuesta entender del todo o conectar con personas que viven en situaciones más delicadas. Ese es un poco el viaje de Lucio aquí, uno que lo reconecte con su lugar de origen, del que pareció salir con intenciones casi de olvidarlo pero al que le tocó regresar y, casi a su pesar, readaptarse. Minujín entiende muy bien el conflicto que atraviesa su personaje y uno ve cómo su Lucio va dejando de a poco cierto egocentrismo (hay un repetido gag ligado a los ruidos que hace al colgar un cuadro en su nuevo y despojado departamento que es evidente metáfora de esa desconexión inicial con «el otro») para pasar a ponerle el cuerpo a una situación que lo atraviesa de lleno. Y si bien hay algo de «mesiánico» en la manera en la que su personaje funciona tratando de «salvar» a la gente que no consigue salvarse por sí sola, Lerman sabe que su lugar de narración es ese, que no le corresponde, en cierto sentido, observar las cosas de otro lado. Sus películas se apoyan en las contradicciones de esa clase media –las mismas que aparecían en películas previas suyas como UNA ESPECIE DE FAMILIA o REFUGIADO— que se mete en territorios, ambientes y problemas un tanto fuera de sus ámbitos típicos de circulación, ese recorrido que va desde una primera mirada entre desinteresada o condescendiente a una que, finalmente, entiende que el mundo es mucho más grande y complejo que lo que tenemos a mano.
Esta comedia romántica del realizador francés se centra en un affaire amoroso entre un nervioso hombre casado y una más desprejuiciada mujer separada. Como Hong Sangsoo, Woody Allen o Eric Rohmer –que lo han hecho en muchas de sus películas–, aunque con menos prensa y prestigio que ellos por motivos un tanto inexplicables, el francés Emmanuel Mouret viene perfeccionando el arte de la comedia romántica, ese género tan extraordinario como semi-abandonado por el cine contemporáneo, quizás seducido por propuestas que priorizan el shock o el impacto. No hay nada shockeante ni demasiado revelador –al menos en ese sentido– en CRÓNICA DE UNA RELACIÓN PASAJERA. Salvo por el algún detalle (o la incógnita de qué es lo que Mouret considera pasajero), no hay sorpresas en esta película: casi todo lo spoilea su propio título. A modo de diario que empieza en febrero y termina un tiempo después, la película empieza con una cita entre Charlotte (Sandrine Kiberlain) y Simon (Vincent Macaigne) en un bar. Ambos se habían conocido un poco antes en un evento social y se encontraban ahí a solas por primera vez. En una extraordinaria secuencia de coreografía del deseo (cuerpos, palabras, movimientos) va quedando en claro cómo vendrá la cuestión. Charlotte está separada (muy de a poco irá dando más información acerca de su familia) y le gusta la idea de un tener un affaire, o varios quizás, siempre casuales, sin hacerse dramas ni tragedias ni complicar las vidas de los involucrados. Simon es muy distinto, casi opuesto: está casado hace casi 20 años, tiene dos hijos adolescentes y vive todo con miedo y culpa. Es que, además, es su primera vez jugando este juego de encuentros, para él al menos, prohibidos. La relajada Charlotte y el nervioso Simon van encontrándose a lo largo del tiempo, con mayor o menor premura, en la casa de ella, en lugares públicos (cafés, restaurantes, museo, parques) o tomándose algunas veces vacaciones cuando la situación de él las permite. Pese a sus enormes diferencias de carácter y personalidad parecen llevarse bien y la película, repleta de diálogos que logran ser inteligentes y naturales a la vez –y que no llaman la atención por su excesivo ingenio o aparente profundidad– va avanzando de forma amable y ligera. Uno sabe, promediando los 100 minutos que dura la cuestión, que la relación tendrá alguna complicación o giro. Ya verán cuál o cuáles son. Lo cierto es que hay un momento en el que sostener lo pasajero y «poco importante» que debería ser la relación les resulta muy complicado. Pero ninguno quiere quebrar el pacto de ligereza planteado de entrada (por motivos distintos) y, lo sabemos, es difícil mantener las emociones afuera de una relación, por más «intrascendente» que se pretenda que sea. En la película del director de LAS COSAS QUE DECIMOS, LAS COSAS QUE HACEMOS todo funciona a la perfección. La química entre ambos extraordinarios actores hace creíble que dos personas tan distintas puedan estar juntas (sus diferencias dan lugar a circunstancias muy graciosas) y todo fluye como debe hacerlo en estos casos, pasando de la colección de anécdotas simpáticas a lidiar con momentos más incómodos y, sí, dolorosos, con alguna sorpresa final incluida. Mouret ya tiene una docena de películas en su carrera, casi todas de similar estilo y temática, más allá de sus diferencias puntuales. De todos modos sigue sin ser un nombre que esté en la boca de los cinéfilos como lo están otros que observan o analizan situaciones, personajes y relaciones parecidas. Quizás sus películas no tengan ese plus (de guión, de estructura o de puesta en escena) que llama la atención en el cine de sus pares más reconocidos. Pero eso, que le quita «fama» y sentido de «club privado» a sus películas, es también lo que las hace universales. Las emociones que viven los personajes las entendemos todos, hayamos pasado por algo similar o lo veamos solo en las películas románticas.
Una mujer abandona su vida de privilegios para investigar la desaparición de su hija, posible víctima de un feminicidio en este drama mexicano que se estrena en cines de Argentina el 13 de octubre y llega a Netflix en noviembre. Los feminicidios en México (que no es estrictamente lo mismo que «femicidios», ya que el término involucra la participación, por acción u omisión, del Estado en relación a tales crímenes, como bien se explica acá) son un tema tanto de impacto cotidiano en ese país como de repercusión artística en general y cinematográfica en particular, ya que el cine mexicano viene tratando el tema desde hace ya un tiempo. La nueva película de Natalia Beristáin –que estrenará Netflix en noviembre– se suma a la reciente ZAPATOS ROJOS, de Carlos Eichelmann, que pasó por el Festival de Venecia, en tratar el tema en tan solo unos pocos meses. El punto de partida argumental es similar en ambos films, pero las formas de narración y el tono son bastante diferentes. Aquel film se centra en un hombre, campesino, que viaja a la ciudad de México a recuperar el cadáver de su hija, a quien ya sabe muerta. Se trata de un film de tono y perfil bajo, silencioso, sobre un anciano de pueblo que se topa con una violenta y para él desconocida realidad urbana. El caso de RUIDO, como su nombre lo indica, es casi el opuesto. Es la historia de Julia (una excelente Julieta Egurrola), una mujer que vive en la capital del país, de posición económica acomodada, cuya hija ha desaparecido al irse de vacaciones. Ella está en el periodo de búsqueda y si bien las esperanzas de encontrar a su hija con vida son pocas (lleva nueve meses desaparecida), y disminuyen con el paso de los días, Julia está dispuesta a lo que sea necesario para encontrarla. Su marido, en cambio, parece sumido en la depresión. El recorrido de la mujer empieza de una manera si se quiere burocrática –con investigaciones que no parecen llevar a nada– pero pronto la mujer se empieza a conectar con agrupaciones de madres en similar situación, lo que la introduce en un mundo casi desconocido para ella, tanto desde lo personal como desde lo social. Hay algo de ese privilegio que se quiebra al escuchar esas historias y conocer a esas otras mujeres. Su viaje tendrá algo de policial, detectivesco. La llevará de viaje por el país, la conectará con periodistas que investigan feminicidios, gestoras y abogadas que trabajan «en las sombras» para no ser detectadas por las mafias, los carteles o las propias autoridades que cometen u ocultan estos crímenes, la conectará con policías y la llevará a meterse en situaciones inimaginables poco tiempo atrás, incluyendo algunas muy dolorosas y otras que van dejando en claro que su vida corre peligro si intenta investigar o meterse más en el tema. A Julia le será difícil –por no decir imposible– avanzar en su caso, pero a la vez la propia búsqueda empezará a generar en ella no solo una conciencia social más amplia sino contactos con muchas otras mujeres de distintas generaciones que sufren el abuso cotidiano y militan tratando que el Estado actúe sobre los constantes actos de violencia de las que son, o pueden en algún momento, ser víctimas. En algún punto de RUIDO, Julia lidiará con las tensiones específicas de su caso particular –que son propias de un thriller– con las generales, las que se dan en la calle, en las marchas, con la represión estatal tratando de impedir manifestaciones por el tema. Una película noble y humanista, que genera mucha emoción en las situaciones más ligadas a lo documental (el encuentro de Julia con otras madres que participan en agrupaciones es uno de sus momentos más fuertes), RUIDO va pasando de lo íntimo a lo público, de lo personal a lo social. Ese recorrido, que es el de la protagonista, es uno también de tono. Es un film que empieza con un perfil bajo y se va intensificando en función de las tensiones de la investigación y también de las reacciones sociales a los hechos. En algún momento –más cercano a su final–, la película se vuelve un tanto subrayada, hasta declamativa. Buscando conflicto, emociones fuertes y la puesta en ideas y discurso de los temas tratados, RUIDO abandona toda sutileza para volverse un film más clásicamente político y un tanto más didáctico. Ante las gravísimas situaciones que se viven allí, se entiende la necesidad de usar ciertos códigos cinematográficos que no se caracterizan por su discreción. Quizás no sea la elección estética más elegante, sutil o poética, pero Beristáin entiende que a ese nivel de agresión criminal hay que contestarle en voz alta.
Este largo y exhaustivo documental recorre la carrera del inolvidable compositor italiano de música para cine –entre otras cosas– fallecido en 2020. Pocos compositores para cine en todo el mundo son tan claramente reconocibles como Ennio Morricone. Su música es tan única, ambiciosa y llena de matices, se impone de manera tan marcada en los films en la que aparece, que es difícil no notarla, sentirla y, muchas veces emocionarse con ella. Uno de los tantos entrevistados de “Ennio, el maestro”, exhaustivo repaso de su carrera, lo dice de entrada: uno escucha apenas unas notas, quizás solo una y ya sabe que la música de esa película es de Morricone. Sin embargo, su carrera es bastante más amplia y tiene algunos giros que sorprenderán a los que conocen por encima solo los grandes éxitos de su obra cinematográfica. Este tradicional documental de Giuseppe Tornatore –para quien hizo la recordada música de “Cinema Paradiso”, entre muchas otras– funciona de manera cronológica, sin muchas vueltas y se destaca más que nada por el nivel de detalle con el que recorre su carrera y analiza su música a partir de los comentarios del propio compositor, que falleció en 2020, y de decenas de entrevistados, amigos, músicos, compositores, cineastas y personajes que lo rodearon, lo conocieron o fueron influenciados por su obra. Dicho de otro modo: “Ennio, el maestro” no es una película para el curioso casual que quiera husmear un poco acerca de sus temas para los spaghetti western de Sergio Leone y algunos otros clásicos sino una que, por ejemplo, dedica sus largos minutos a analizar las distintas ideas musicales que tuvo para “Investigación de un ciudadano sobre toda sospecha”, de Elio Petri, hasta llegar a la definitiva. La película –cuyas entrevistas fueron, claramente hechas a lo largo de muchos años y en algunos casos hace bastante tiempo, ya que algunos de los analistas han fallecido ya y otros lucen muy jóvenes– empieza con su infancia, sus inicios musicales, su relación con su padre y con sus primeros maestros. Su carrera cinematográfica recién aparecerá bien entrada la película, ya en 1961, cuando era un artista que había logrado pasar de hacer música experimental (algo que continuó haciendo a lo largo de su vida, pero especialmente en los ‘60, junto al Gruppo di Improvvisazione Nuova Consonanza) a melodías para artistas populares y obras sinfónicas. Quizás el eje de esa primera etapa de este film de dos horas y media pasa por su inicial “vergüenza” en hacer música para películas, especialmente porque sabía que sus maestros lo veían como un género menor, impropio de un verdadero compositor. Luego llegarán los éxitos, empezando por la más famosa de sus colaboraciones, la que tuvo con el realizador Sergio Leone a partir de los célebres westerns de los ‘60 (“Por un puñado de dólares”, “Por unos dólares más”, “Lo bueno, lo malo y lo feo”, “Erase una vez en el Oeste”, tales sus títulos en castellano con los que se estrenaron en Argentina, distintos a los que salen en la película) para expandirse desde allí a otros realizadores italianos y a otros géneros, pasando de Bernardo Bertolucci (para quien hizo “Antes de la revolución” y “Novecento”), el citado Pietri, Pier Paolo Pasolini, Lina Wertmüller, Liliana Cavani, Gillo Pontecorvo (“La batalla de Argelia”), Marco Bellocchio, los hermanos Taviani, Sergio Corbucci (“El gran silencio”) y Dario Argento, cuyas colaboraciones tienen, llamativamente, poco espacio y desarrollo aquí. Más adelante (su carrera abarca casi 500 bandas sonoras) vendrá su internacionalización, su cambio a otros registros tratando de alejarse de lo que hizo en los ‘60, y la película irá avanzando década a década, mostrando sus grandes éxitos (volverá con Leone para la inolvidable “Erase una vez en América”, hará “Días de gloria”, “La misión” y “Los intocables”, entre muchas otras bandas sonoras clásicas) pero también poniendo mucho detalle en sus cambios estilísticos, en su trabajo con los sonidos “naturales”, su predilección por los coros, los vientos, la manera de usar las guitarras, su forma de trabajo, su facilidad para las melodías y las formas en las que su música excede el habitual espacio y formato que habitualmente tienen las composiciones cinematográficas. Muchos interpretan que sus composiciones arman casi otras películas en paralelo a las que musicalizan, cambiándolas por completo y dándole una forma tan propia que por momentos bien podría ser un codirector de algunas de ellas. Algunos ejemplos de escenas con o sin su música (o con otra música que no es la suya) lo dejan en evidencia. Sobre el final, mientras se muestran imágenes de sus conciertos multitudinarios y las películas en las que trabajó en las últimas décadas, el documental mostrará a los artistas que influenció (Quentin Tarantino es su fan número uno y logró hacerle ganar su único Oscar, además del honorario que le dieron en 2006, por “Los ocho más odiados”) y hasta a los músicos de rock que lo homenajean o citan en sus canciones. Entre las entrevistas hechas a lo largo de los años están los citados Argento, Bertolucci, Tarantino, Bellocchio, Pietri, Cavani, Wertmüller y Pontecorvo, –curiosamente no hay declaraciones de Leone, aunque sí imágenes de ambos– junto a Quincy Jones, Clint Eastwood, John Williams, Pat Metheny, Bruce Springsteen, Joan Baez, Wong Kar-wai, Hans Zimmer, Roland Joffe, Nicola Piovani, decenas de músicos y artistas italianos y hasta el propio Tornatore, que se entrevista a sí mismo. Quizás no sea la más elegante ni creativa de las películas, pero “Ennio, el maestro” bien funciona como el tipo de sobrio y detallado homenaje que un artista como Morricone merece.
La nueva película del director de «El estudiante y «La cordillera» aborda el Juicio a las Juntas de la dictadura militar centrándose en la tarea del fiscal Julio César Strassera y su joven equipo de colaboradores. Con Ricardo Darín, Peter Lanzani, Alejandra Flechner, Norman Briski, Claudio da Passano y Laura Paredes, entre otros. Estreno en cines: 29 de septiembre. Un mes después estará disponible en Prime Video. Cómo se enfrenta un hecho histórico de las dimensiones del Juicio a las Juntas? ¿Cómo se ubica un narrador a la hora de poner en palabras e imágenes un evento de este tipo y magnitud? No hay respuestas sencillas para estas preguntas y seguramente haya tantos abordajes como cineastas que quieran contar esta historia. Hacerse cargo de esta tarea es saber de antemano que uno tiene tantas posibilidades de salir airoso como de meterse en problemas, enfrentar cuestionamientos (políticos, éticos, estéticos) o ser acusado de tomarse demasiadas libertades con los hechos reales. En estos tiempos ásperos, especialmente, es como meterse en medio de un campo de batalla, uno en el que no se sabe desde dónde pueden venir las balas. El primer valor de ARGENTINA, 1985 pasa por hacerse cargo de lidiar con un tipo de material histórico que la misma generación de cineastas de la que surgió Santiago Mitre parecía querer evitar, en especial desde la ficción. De las críticas que se le han hecho al llamado Nuevo Cine Argentino, una de las más constantes ha sido la de su falta de voluntad política, la manera en la que sus películas le escapaban al bulto de contar la Historia con mayúsculas, prefiriendo siempre «escapar» por la vía del minimalismo, de la intimidad, de la sutileza de dejar todo en ese gran pozo interpretativo llamado «subtexto». No estoy seguro que esa crítica sea del todo válida –el NCA se hizo cargo, al menos en una primera etapa, de las consecuencias del menemismo y del 2001–, pero su estrategia fue siempre lateral, casi como tratando de que no se note demasiado. El fantasma de cierto cine más subrayado y directo de la «primavera democrática» estaba muy presente y parecía que había que escaparle, sí o sí, a eso. Mitre y su coguionista, Mariano Llinás, eligieron un formato clásico para narrar su historia, utilizando los modos y recursos del cine industrial de alcance popular de la época de oro de Hollywood. Hay quienes ven la sombra de Frank Capra revoloteando sobre la cabeza de Julio César Strassera, el «fiscal del distrito» (no es precisamente eso, pero en este tipo de película ese término aplica) que se dispone a ofrecer «un juicio justo» a aquellos que no hicieron lo mismo con sus acusados. Otros encontramos la influencia de John Ford en el retrato de un hombre hosco y desconfiado que, casi a su pesar, termina convirtiéndose en un héroe, pero de esos que no reivindican sus logros sino que hacen lo que hacen para devolverle al mundo algún sentido de la justicia, un compás moral si se quiere. En algún punto, ARGENTINA, 1985 es un western, uno en el que nuestro intimidado sheriff tendrá que sacar fuerzas que no sabe que tiene para enfrentar a un grupo de temibles villanos que van a usar los recursos más sucios para eliminarlo. Y, como el protagonista de tantos clásicos del género, lo hará ante la mirada esquiva de algunos, la oposición de otros y asumiendo los peligros de la tarea encomendada con la ayuda de un grupo de gente sin experiencia, a la que todavía los compromisos de la profesión no ha corrompido ni amilanado. Esa es la historia que tienen para contar Mitre y Llinás: la de un héroe impensado que construye una épica usando la palabra como arma, pero también la de un héroe grupal que, usando una metáfora deportiva quizás un tanto desubicada, gana el campeonato cuando nadie daba un peso por ellos. Hacer base en el costado humano de la historia es uno de sus principales logros, el que permite ingresar al hecho en sí, a la épica del juicio, desde la comprensión de qué es lo que está en juego para aquellos que, quizás, en las épocas más duras del proceso militar prefirieron esconder la cabeza, mirar para otro lado o resguardarse. En esta entrevista Mitre hace mención a ROJO, una película que se construye sobre la idea de que la clase media fue en cierta medida responsable de las cosas que pasaron en esos años del horror. De modo indirecto, tal vez, pero indisimulable. Eso, que hasta hace unas décadas parecía una tesis discutible, hoy queda en evidencia en el día a día de la política local: el monstruo se alimenta de ese odio (de clase, ideológico, de género, racial) y luego puede tornarse incontrolable, bestial. El giro de Strassera es también el de aquel que toma conciencia de sus errores y se da cuenta que, ante determinadas circunstancias, no se puede seguir escondiendo la cabeza. Hay que actuar. La película de Mitre arranca en 1984, luego de la asunción de Raúl Alfonsín a la presidencia. Mediante unos textos en pantalla, pone al espectador en la situación que se vive respecto al Juicio a las Juntas, detallando la manera en la que los tribunales militares vienen evitando hacerse cargo del asunto. De vencerse el plazo que tienen para expedirse, el juicio deberá caer en manos civiles, más precisamente en la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de Buenos Aires, cuyo fiscal es un burócrata gris y un tanto peculiar llamado Julio Strassera, interpretado por Ricardo Darín como si hubiera ensayado toda la vida para hacer ese personaje. Pero en paralelo a los textos, otra historia parece correr, una que coloca a Strassera en un lugar más real, en medio de una Argentina que acaba de volver a la democracia y en la que un hombre de su posición vive con cierto nervio y tensión hasta los hechos más simples de la vida cotidiana. Casado (Alejandra Flechner encarna a su esposa, Marisa) y con dos hijos, una chica adolescente y un niño varón, Strassera está preocupado por la vida romántica de su hija, que está saliendo con un tipo un tanto mayor que ella. En una serie de escenas que apuestan al humor sin dejar de dar cuenta de las tensiones de la época, vemos que Julio no tiene mejor idea que mandar a su hijo pequeño –ya un pichón de detective– a seguir a su hermana mayor en plan investigador privado, ya que sospecha que el novio en cuestión puede ser «de los servicios». El humor es uno de los recursos más llamativos que utilizará Mitre para su película. No diremos que es una comedia –ni siquiera una comedia dramática–, pero sí que funciona durante buena parte de sus 140 minutos con el humor como «desinflamatorio» y como modo de sacar a los personajes de cualquier busto moral. Usando un recurso típico del cine clásico, ARGENTINA, 1985 apuesta a aquello de «hoy te convertís en héroe» y se permite la broma que humaniza, la salida inesperada, el chascarrillo «dariniano» que baja a tierra casi todo lo que le pasa cerca. Y eso aparecerá más que nada en la «cocina» del trabajo, con Luis Moreno Ocampo (a quien Strassera insiste en confundirle el nombre con próceres y calles porteñas) y con los jóvenes y más descontracturados miembros de su equipo. Durante buena parte de la película –su primera mitad, quizás más–, el humor convivirá con la tensión creciente que rodea el caso. Strassera jugará un paso de comedia tratando de evitar tener que lidiar con la causa, pero sus motivos quedarán mucho más claros cuando escuche las declaraciones del ministro del Interior Antonio Troccoli en la presentación televisiva del informe de la CONADEP (una asombrosa «contextualización» del histórico Nunca Más) y empiece a dudar de las intenciones reales del gobierno de Alfonsín de ir a fondo con el juicio. Lo mismo sucederá cuando no encuentre colegas de Tribunales que quieran acompañarlo en la tarea, bien por miedo o por ser –como el propio Strassera termina admitiendo– «fachos, bastante fachos o muy fachos». Las amenazas telefónicas que recibe su familia también convivirán con momentos livianos, como su persistente rechazo a tener personas de seguridad a su alrededor. Acompañado por el autor teatral Carlos Somigliana (Claudio da Passano), que trabaja en Tribunales y se convierte en su primer aliado –y sostenido “moralmente” por un abogado ya retirado que interpreta Norman Briski–, a Strassera no le queda otra que sumar a su equipo a un jovencísimo Moreno Ocampo (un excelente Peter Lanzani) y a los inexpertos veinteañeros con sus «raros peinados nuevos» que estarán a cargo de recopilar la enorme cantidad de información que la Fiscalía precisa para probar sus acusaciones, además de convocar a testigos desparramados por todo el país, muchos de los cuales no quieren saber nada con la idea de testimoniar en un momento en el que sus torturadores circulan libremente. Un eje importante de la película, que por momentos toma un cierto carácter episódico, está relacionado con Moreno Ocampo, que es parte de una familia de tradición militar que no ve con buenos ojos su participación como fiscal en el juicio. Su madre, especialmente, no sólo no quiere saber nada con eso sino que defiende lo hecho por los militares en “la lucha contra la subversión”. Ese ámbito que la película abre –uno que recuerda a AZOR, en la que colaboró Llinás delante y detrás de cámaras– es también un recordatorio de que los militares seguían contando con cierto apoyo y que la tarea de la fiscalía consistía también en convencer a la opinión pública «no politizada» de la gravedad de los horrores de la dictadura. El grueso de la película será el juicio en sí y todo lo que lo rodeó, tanto las intrigas palaciegas que lo acompañaron (especialidad de chez Mitre) como la propia «puesta en escena», con las juntas militares –a las que, felizmente, apenas se les da la palabra–, sus abogados, los jueces, el público presente en la sala, los periodistas y las Madres de Plaza de Mayo, entre las muchas personas que seguían el día a día de un juicio que se extendió por meses. La película elige, inteligentemente, no hacer un barrido general de la situación en el país sino que mantiene su eje en ese teatro político específico, con algunas pocas y dramáticamente necesarias salidas al exterior de Tribunales. Allí el drama crecerá en función de los testimonios, entre los cuales la película toma algunos de los más conocidos (Laura Paredes y Agustín Rittano encarnan a dos de las víctimas cuyos relatos y vivencias se volvieron históricos) y los deja en toda su extensión, estableciendo con claridad en tipo de brutalidad y violencia ejercida contra las víctimas de la dictadura. Más allá del juego de piezas político que rodea al juicio, y de la ya citada liviandad de tono inicial, la dimensión del drama humano aparece ahí con toda su brutalidad, tanto en las palabras de las víctimas como en los rostros espantados de los que, quizás por primera vez, tomaron ahí real dimensión de lo que pasó en Argentina durante todos esos años. A eso habrá que agregarle el ya famoso alegato final de Strassera, cuyo armado, preparación y presentación –en el que la figura de Somigliana cobrará especial peso– conformarán el último y brillante acto de esta impecable película. Formal y visualmente, ARGENTINA, 1985 apuesta al clasicismo en todos los sentidos, incluyendo el cuadro un tanto más cerrado de imagen que el que se usa hoy (1.66:1) y un tipo de puesta en escena que trata de no llamar la atención sobre sí misma sino que se ajusta a las necesidad específicas del relato. Es casi innecesario agregar que los detalles de reconstrucción de época, arte y vestuario están cuidados a la perfección –la posibilidad de contar con la producción de Amazon, vía su plataforma y productora Prime Video, le da cierta holgura a la película en ese aspecto–, lo mismo que las actuaciones de todo el elenco, algo también habitual en los films del director de LA PATOTA y LA CORDILLERA. Además de los ya mencionados Darín, Lanzani y compañía –y de otros reconocidos actores como Alejo García Pintos, Carlos Portaluppi, Héctor Díaz o los jóvenes que interpretan a los miembros del equipo de la fiscalía–, hay que destacar el trabajo de Santiago Armas y Gina Mastronicola, que encarnan a los hijos de Strassera, de una llamativa importancia a lo largo del relato. Mitre ha dicho que ARGENTINA, 1985 no es una película sobre la dictadura sino una sobre la democracia. Y esa frase, que puede servir para explicar algunas elecciones formales y recortes narrativos de la película en sí, también habla de otra cosa, extiende sus temas hasta la actualidad. El llamado Proceso de Reorganización Nacional duró apenas siete años y la democracia sigue en pie, ininterrumpida, desde hace casi 40. Destacar un hecho heroico –sensato, humano, coherente– de la democracia es también volver a poner en primer plano el valor de las instituciones en momentos un tanto extremos en el que hasta ciertas cuestiones básicas se ponen en duda. Y recordar a las nuevas generaciones, especialmente a las que pretenden desconocer los horrores de la dictadura, que cualquier otro camino que no sea el democrático conduce hacia un destino mucho peor. Se dijo entonces y vale repetirlo ahora: Nunca más.
Este relato de misterio y suspenso se centra en una mujer que descubre que su vida en un suburbio en apariencia perfecto no es tan ideal como parece. Con Florence Pugh y Harry Styles. Durante mucho tiempo los años ’50 fueron vistos por el cine de Hollywood, desde su iconografía, como una época inocente y en apariencia perfecta, con suburbios prolijos e idénticos repletos de familias tipo, económicamente estables y tradicionales: papá trabaja, mamá es ama de casa, los niños van a la escuela y por las noches todos cenan juntos frente al televisor. Con el correr de las décadas esa mirada fue cambiando y volviéndose más crítica, incisiva, tratando de mostrar la otra cara de esa «vida perfecta»: depresión, pastillas, amantes, crímenes, maltratos, racismo, sexismo y varios etcéteras. Y es esta, más que la anterior, la imagen que muchos tenemos de aquella época. Pero no todos. En DON’T WORRY DARLING ese suburbio familiar, inocente y perfecto, vuelve a aparecer en escena con casi todos sus clichés y referencias audiovisuales. El espectador atento lo sabe de entrada al ver las sonrisas brillantes y el modo prolijo y tradicional en el que todo se hace: acá hay un problema y nada de esto terminará demasiado bien. Y la película de Wilde no tarda demasiado en darlo por sentado. La película tiene como protagonistas a la pareja que integran Alice (Florence Pugh) y Jack (Harry Styles), una de las tantas que viven en un suburbio llamado Victory que se ha armado de un modo preciso y prolijo en medio de un desierto. Un literal oasis de felicidad y armonía que transcurre en… bueno, habrá que ver exactamente cuándo y cómo. Lo cierto es que de entrada se ve que hay algo raro en todo esto, que los comportamientos son un poco excesivos (hasta su vida sexual es más intensa de lo que uno espera ver en una película que transcurre en esa época), el orden parece coreografiado al estilo comedia musical (la forma en la que los maridos sacan sus autos para irse a trabajar subraya precisamente eso) y hasta las sonrisas parecen esconder algún tipo de extrañeza. Y la que va a empezar a vivenciarlo es Alice. Primero serán unos flashes de imágenes que pueden o no ser pesadillas y luego la aparición de una vecina, afroamericana, que parece querer anunciar a los cuatro vientos la falsedad de todo esto y es tratada como «la loca» del barrio. No hay que pensarlo demasiado: acá pasa algo extraño y habrá que ver qué es. En alguna zona inquietante entre THE TRUMAN SHOW, THE STEPFORD WIVES, WESTWORLD, MATRIX, GET OUT! y PLEASANTVILLE –uno hasta podría incluir a las series WANDAVISION o SEVERANCE— parece funcionar la nueva película de la actriz y realizadora de la muy divertida BOOKSMART. Lo que uno no tiene muy claro, o eso pretende la película, es qué es lo que pasa y porqué, cuál es el motivo o razón de fondo que explica esta claramente falsa vida armónica que estamos viendo. Uno de los problemas que el film tiene es que, al echar tan rápidamente las cartas sobre la mesa, le es difícil sostener el misterio durante las dos horas que dura el relato, lo cual termina volviéndolo repetitivo y finalmente un tanto subrayado en sus intenciones si se quiere políticas. La película, de todos modos, fue excesivamente criticada durante su estreno en el Festival de Venecia, quizás a partir de todo el drama «detrás de escena» de la producción, que llegó a ese evento precedida de conflictos entre los actores y entre los actores y la directora, y una vez allí sumó nuevos materiales de consumo extracinematográfico: Pugh no fue a la conferencia de prensa, Chris Pine parecía estar en otro planeta mientras todo sucedía, todos hablaban mal de todos en las redes sociales y así. Pero si uno puede evitar los memes (el del supuesto escupitajo fue un hit de hace unas semanas) se topará con una película bastante más digna que lo que uno imagina por su problemática producción. Sí, se torna previsible, obvia y un tanto repetitiva, pero es un film de suspenso con algunos momentos inquietantes y un par de ideas inteligentes que, lamentablemente, no se pueden discutir en esta crítica sin caer en el terreno de los spoilers. Pugh es la fuerza vital de la historia, la mujer a la que se le empieza caer la fachada de felicidad que tiene de a poco, la que comienza a ver que este suburbio perfecto organizado por un líder/creador y casi cabeza de una secta llamado Frank (Pine) esconde algo raro. ¿Adónde van a trabajar los maridos cuando salen del barrio y se pierden en el desierto? ¿Por qué a todos les molesta que se pregunten algunas cosas? ¿Qué rol cumple ese hombre misterioso que parece estar en todos lados como una fantasmagórica presencia? Y uno, viéndola, piensa algo parecido: ¿por qué Pugh no parece en su modo de hablar, actuar y moverse una persona de la época que estamos viendo o creemos ver? El rol de Styles es más funcional –al menos durante dos tercios del film– y algo parecido pasa con el de Wilde, que encarna a la vecina de la pareja, la más entusiasta defensora del estilo de vida en el llamado Victory Project. El excesivo cuidado y perfección del barrio en cuestión está explicado desde la propia lógica de la película, lo mismo que ciertas curiosas elecciones musicales o discordantes situaciones que aparecen aquí y allá. El misterio de NO TE PREOCUPES… pasa por lo que se ve y por lo que no se ve también. Es una película cuyas ideas pueden no ser novedosas, pero que revelan una cierta ansiedad cultural y social de este momento de un modo no tan distinto al que lo hacía la opera prima de Jordan Peele. En ciertos segmentos de los Estados Unidos (digamos, los que usan una expresión como «Make America Great Again») hay una nostalgia por una época en la que «las cosas eran como tenían que ser» que ya se ha internacionalizado y vuelto preocupante, un deseo por desterrar todos los cambios culturales y ampliaciones de derechos que tuvieron lugar desde los años ’60 en adelante. Y, a su manera, la trama de la película de Wilde habla de eso. Lo hace, sí, de una forma un tanto mecánica y evidente, por lo que sufre el mismo problema de muchas de las películas «políticamente correctas» de esta época: de entrada no hay muchas dudas acerca de quienes son los «villanos» de esta historia (cuanto más rubio, más blanco y más sonriente, más chances tiene) y quienes serán las víctimas, por lo que luego serán 90 o más minutos los que tenemos para adivinar solo cuál es el truco y la trampa. Para cuando se revela ya ha dejado de ser importante, nos cansamos de esperar o lo adivinamos solos. La película se explicó a sí misma mucho tiempo antes de su resolución. Y ese es uno de los problemas de buena parte del cine contemporáneo. Sin grises, ni matices, todo está predigerido desde la primera escena. El resto es una cocción en el microondas de casi dos horas.