A esta altura, después de 23 películas, es evidente que los films de James Bond se hacen un poco solos. También, dada la inepcia del pésimo Marc Forster, un director puede arruinar el preciso cúmulo de ingredientes que tiene hoy la serie. Daniel Craig es bueno, Judi Dench es buena, la mitología es sólida, todo es una enorme fantasía y el villano de Bardem, ampliamente copiado al Guasón de Heath Ledger (no es culpa de Bardem, claro) cumple. Y el director es Sam Mendes, un tipo “prestigioso” al que se recuerda por Belleza Americana. Pues bien: Mendes opta por las invenciones más o menos gráficas (se nota que es un satirista, se nota su oficio como puestista teatral y régie de ópera) en algunas secuencias que atraen el ojo –en esto mucho tiene que ver el fotógrafo Roger Deakins, que inventa bellos contrastes de colores- y justifican la entrada. A la hora de narrar, como siempre, Mendes es torpérrimo, con secuencias superfluas que no encuentra cómo justificar en la trama. Por cierto, Bardem y Craig y Dench (esta vez las “chicas Bond” son simple escenografía) sostienen el show con mucho brío, y la primera secuencia, con pocas palabras y mucho movimiento –quizás una de las pocas secuencias de acción más o menos precisas del film- ata al espectador a la butaca. Mejora sustancial respecto de la “cosa” anterior, no deja de ser apenas una vitrina para un gran personaje que, aún y después de medio siglo, no ha hallado su gran película.