No vamos a describir la trama de esta décima -quizás última, quién sabe- entrega de la banda de superhéroes rompecoches. Es lineal (malo malísimo con venganza en ciernes, más mala malísima que viene de atrás, millones de amigos que reaparecen), pero también tiene sus sorpresas. Lo que aprendió el productor y estrella de la serie Vin Diesel es que vamos a ver cuántas cosas enormes, sorprendentes, tremendas pueden hacer los autos que le sirven al grupo como superpoder. Pero también que tales maravillas de la ingeniería y del efecto especial carecen en absoluto de sentido -son apenas abstracciones del movimiento, y en ese sentido todas estas películas tienen algo de experimental- si los personajes no nos importan. A pesar de que los peligros son tremendos, lo que hay en esta serie de las más originales que dio el cine mainstream (combinar la acrobacia mecánica con la aventura adolescente) es un grupo de actores/personajes a los que queremos mucho. Son simpáticos, dicen frases de historieta, hacen chistes y, sobre todo, se quieren entre sí. Ese y no otro es el grandísimo secreto que hizo de lo que estaba destinado a ser un conjunto de latas clase B con presupuesto clase A se convirtiera en uno de esos juguetes fílmicos a los que abrazamos con cariño. Si no vuelven, los vamos a extrañar.
Este documental plantea un paralelismo entre dos ciudades alejadas en el planisferio, Buenos Aires y Gwangju (Corea del Sur), que se unen en la lucha por develar una verdad: madres que quieren saber qué pasó con sus hijos, víctimas de crímenes del Estado. El punto en común sirve para comprender que los aparatos represivos -y las sociedades- son parecidos en todas partes, motivados por razones similares. Y que lo que es justo es, siempre, lo mismo, más allá de contextos y diferencias.
Un hombre que se dedica a juntar y rastrear historias detrás de objetos; una policía logra acercarse a él un poco. Aparece una valija con ropa y restos humanos. Ambos seres solitarios descubrirán detrás una red de trata de personas. El problema de esta película correcta en lo formal consiste en que, después de darle visos de verdad a algo casi irreal (el hombre de los objetos) disuelve su potencia poética en las procelosas aguas del cliché.
Una chica que está muy mal porque cortó con el novio manda al ex mensajes de texto que terminan en el teléfono de un periodista que, texto a texto, se enamora de ella. Él después tiene que entrevistar a Céline Dion y esa es la chance para conocerla a ella. Ya se imaginan un poco todo, ¿verdad? No, no, no crea, no es que Amor al primer mensaje sea una “mala” película en el sentido en que uno quiera huir del cine. No pasa por ahí: pasa porque, bueno, no pasa nada. Si no fuera que Priyanka es muy linda de ver (esto es cine, tenemos que querer dejar la mirada en la pantalla por alguna razón) y que no hay un solo momento en el que las cosas se deslicen hacia lo incómodo, no habría nada aquí. Aunque no nos gusta decir que un film “sirve para”, este podría llegar a ser ideal para primera salida con crush previamente definido.
Una madre obsesionada con la imagen perfecta de la familia perfecta y una hija pre adolescente que encuentra un extraño huevo en un bosque. La aparición de lo fantástico que irrumpe en la aparente normalidad se desarrolla con un ritmo perfecto y talento para la ironía y el horror por parte de la realizadora Bergholm. Al mismo tiempo sátira social cruel y auténtico cuento de hadas oscuro, lejos de estereotipos del género y del susto a reglamento.
Por suerte aún podemos ver películas como las del matrimonio austriaco Covi-Frimmel, aquí nuevamente en el filo entre la realidad y la ficción (como en las notables “La Pivellina” y “Míster Universo”) para seguir una aventura entre el jetset y barrios periféricos de Roma que, a partir del tema de vivir bajo la sombra de un padre famoso, trata de responder a esa pregunta de cómo encontramos y cuál es nuestro lugar en el mundo. Gran película de cámara.
El debut estadounidense de Damián Szifrón demuestra lo que ya sabíamos desde su opera prima “El fondo del mar”: conoce el lenguaje clásico y sabe sacarle el jugo. Pero esta historia no tiene los ribetes humorísticos que se notan en toda su producción de “Los Simuladores” en adelante: desde su título, aparece algo oscuro, el odio por las personas. Todo se centra en la relación de una joven detective del FBI y su mentor en la cacería de un sanguinario asesino serial que opta por atentados de una crueldad absoluta. Lo notable es cómo esta historia se confunde con un clima (Szifrón es de los pocos cineastas “de acá” que comprende la construcción de un clima determinado) nocturno que acerca la historia a la pesadilla. Quizás no haya demasiada originalidad en el planteo, pero todo está en la imagen y en diálogos de enorme precisión. Hay algo en la crudeza de ciertas secuencias que recuerdan el mejor cine de los setenta.
Si nos dejamos llevar por las emociones, esta película merecería más estrellitas. Pero es mejor que acreditemos que es imperfecta porque eso refuerza que los Guardianes están entre los personajes más humanos y bellos que dio la moda de superhéroes. Son mucho menos “súper” que héroes por azar, un grupo de descastados que se convierte en familia, de esas que se eligen. Si la primera película hablaba de descubrir la empatía y la segunda giraba alrededor de la paternidad, esta tiene como norte el “ser uno mismo”, amigarse con la propia historia y animarse a estar solo sin dejar de saber que los amigos siempre están. La trama tiene tres hilos: la reaparición de Gamora y su conflicto con su novio/no novio Star Lord; el intento desesperado por salvar la vida de Rocket, imbricada en la historia del villano (una especie de Dr. Moreau galáctico) y el auténtico núcleo emocional de la película, y la relación entre el deber y la aventura. Si de algún modo los Guardianes era un grupo de chicos jugando en el barrio o la plaza, esta última entrega trata de crecer, de dejar la infancia y mirar el mundo adulto. Con mucho humor y muchísimo color, detrás de este circo con animales y todo hay un cuento profundamente humano. Sería deseable ver la película (o la trilogía completa) más allá del sello Marvel o las modas.
Decía André Bazin que las películas son como la mayonesa: podemos tener los mejores ingredientes pero, si no se bate bien, no cuaja. Sombras... es eso, una mayonesa mal cuajada. Liam Neeson es ideal para un Phillip Marlowe adulto (un poco como el Robert Mitchum de Adiós, muñeca, una de las mejores apariciones del personaje de Chandler en el cine, aunque Sombras... no se basa en un libro del escritor original); Diane Kruger es ideal para el personaje de la rubia peligrosa, y Neil Jordan puede hacer cosas muy feas (El juego de las lágrimas) o muy buenas (En compañía de lobos, The butcher boy, No somos ángeles). Pero el afán de que todos los tropos del noir aparezcan en esta especie de catálogo del género provoca una desintegración de la película, desde el misterio (una persona cuya desaparición desata fuerzas oscuras, un poco de El largo adiós, otro poco de La hermana menor, otro cachito de...) hasta los personajes. Una pena: Marlowe requería un batido más enérgico.
Una señora de su casa, americana ella, hereda un imperio mafioso en Italia. Ese es el “concepto” (que no la “historia”) alrededor del cual se intenta construir una película. Pero hay otros conceptos en danza (“contemos una historia masculina en clave femenina”, “hablemos de la lealtad entre las mujeres”, “hagamos un filme de acción disparatado”, “pongamos crímenes violentos de verdad porque hay que mostrar que la mafia es cruel”, “incluyamos un romance”). El ballet final está completamente descoordinado: incluso si no faltan momentos graciosos, el problema general es que hay demasiadas casillas que llenar y poca pertinencia para hacerlo. Y este es uno de los problemas más grandes del Hollywood contemporáneo: hay que quedar bien con todo el mundo y dar, en cada género (incluso si se mete todo con calzador) lo que se supone que ese género exige, por muy cosmético que termine siendo para el “mundo” que la película propone. Las actrices funcionan bien, porque después de todo nada de lo que falla en la película es su responsabilidad, pero La heredera... solo funciona como extraordinario ejemplo de film decidido en una oficina, no en la cabeza de alguien que necesita contar un cuento.