Al servicio de la solemnidad
Spectre, la nueva película del agente 007 y la número veinticuatro de la serie, prometía mucho. Un villano a cargo de Christoph Waltz, la francesa y delicada Lea Seydoux y la femme fatale italiana Monica Belluci como las chicas Bond y, por supuesto, Daniel Craig: sin dudas el mejor Bond de todos los tiempos. O por lo menos el que mejor supo comprender y llevar debajo de su traje el espíritu del espía creado por Ian Fleming con una mezcla de rudeza y elegancia que ninguno de los anteriores había logrado. La elección de los actores parecía indicar que todo saldría bien. Pero no. Resulta incomprensible que a los productores les haya parecido una buena idea que Sam Mendes sea el encargado de cargarse al agente secreto al hombro. Primero, por ser un director sin antecedentes en el cine de acción, que intenta hacer pie dentro de un género que no entiende. Segundo, por su incapacidad para filmar grandes secuencias, algo que era bastante claro en el desenlace de Skyfall, que sucedía en una casona abandonada donde la acción resultaba bastante confusa y no se comprendía del todo lo que pasaba. Es más, había momentos en los que ni siquiera podíamos identificar a Bond. El juego que construía Skyfall entre los antagonistas pedía a gritos un duelo final que lamentablemente nunca tendría lugar; Mendes resolvía la muerte del villano interpretado por Bardem con un cuchillo por la espalda en un final frío y distante, al igual que en esta ocasión lo hace con el de Christoph Waltz, al que abandona mucho antes de que termine la película. Sin embargo, la secuencia previa a los míticos títulos era uno de los mejores momentos de la primera incursión de Mendes en la saga: una exhaustiva persecución con un ritmo narrativo muy fluido y acertado. Pero una vez finalizada esta escena, la película, al igual que nuestra ilusión, comenzaba a desmoronarse minuto a minuto. Lo cierto es que, mientras uno veía ese atrapante comienzo, Skyfall parecía tenerlo todo para estar a la altura de la película que inició la era Craig. Casino Royale y, en menor medida, Quantum of Solace, funcionaban como películas de acción gracias al oficio de directores como Martin Campbell y Marc Foster. Ahora se nota la ineptitud de Mendes para sostener una coherencia y un ritmo narrativo cuando aparecen los créditos iniciales con una canción de Sam Smith que resulta completamente anticlimática con respecto a la secuencia anterior, que a esta altura vaya uno a saber si la dirigió Mendes. Todo lo que tenía potencial para brillar vuelve a ser aplastado por la solemnidad, la falta de gracia y de erotismo sumado a la excesiva duración. El villano de Waltz es el menos convincente de toda la saga, repitiendo su papel del alemán de Bastardos sin gloria, pero esta vez más cerca de lo risible que de lo aterrador. Una Lea Seydoux casi asexuada con un vestuario que no le hace honor a su curvilínea figura, y una Monica Belluci desperdiciada, que aparece en una sola escena en la que primero le pega a Bond y luego termina acostándose con él. “En otra época, él le hubiese devuelto la cachetada”, largó David Obarrio en una charla que mantuvimos después de ver la película, pero claro, hoy sería algo imposible de filmar. O por lo menos nadie se animaría a hacerlo.
Spectre parece una película hecha por gente que ningunea el entretenimiento, como si eso no fuese suficiente y necesitara traer otra vez el pasado del agente, sobredecorar todo y teñirlo de un tono grave. De esta manera se aleja del misterio, atractivo principal del tipo de cine al que pertenece la saga, presentando un universo donde ya no parece haber lugar para la fantasía, pieza fundamental en la mitología de la franquicia. El pasado personal de Bond y su nueva moral impiden que la trama de espionaje con su propio y distinguido estilo se desarrolle con normalidad. MI:5 y Kingsman: El servicio secreto, dos de las grandes películas de espías de este año, son la antítesis del Bond de Mendes. Para el director de películas nefastas como Belleza americana y Solo un sueño, los delirantes gadgets que le solían dar al agente son una estupidez; en cambio, para Matthew Vaughn, no. Su película es una declaración de amor a las de James Bond de los años sesenta y setenta y a los ridículos elementos con los que contaba el agente, desde propulsores submarinos, mochilas-cohete y lapiceras explosivas. Todo lo contrario a la preocupación actual por anclar al espía en un mundo hiperrealista, explicando a los personajes desde el psicoanálisis, con traumas infantiles incluidos y con la intención de volverlos más humanos.
Lo que queda de esta nueva y fallida entrega no es más que una sucesión de escenas mal filmadas y torpemente editadas que desembocan en un final que pareciera estar hecho a las apuradas, como si Mendes quisiera terminar con el asunto de una vez por todas. Esperemos que así sea.