El porvenir Una famosa actriz decide reunir a sus seres queridos durante un viaje familiar muy particular al que asisten su actual marido y su ex, sus hijos de diferentes matrimonios, su nieta y una amiga estadounidense para disfrutar los idílicos paisajes costeros de Sintra. Con el tono agridulce de un relato veraniego de Rohmer, y con la maestría de Ozu para capturar la belleza trascendental de los pequeños gestos, Ira Sachs elabora un contenido y emotivo acercamiento a un instante de la existencia y todas sus vicisitudes: la complejidad de las relaciones humanas y cómo la acumulación de ínfimos pero significativos momentos influyen en la formación de un individuo, algo que Sachs y su coguionista Mauricio Zacharias ya habían abordado en Por siempre amigos, película que revela un costado humano con un nivel de sutileza pocas veces visto en cine. Probablemente no exista una actriz que sea capaz de trasmitir el desprecio y la indiferencia con tanto encanto como Huppert. Esto, sumado al tono de despedida que revolotea en toda la película, y a esa ciudad de ensueño con sus bosques y fuentes con aguas milagrosas, hacen de Frankie y de su estreno en salas un milagro en sí mismo. Huppert está tocando el piano mientras su esposo la escucha pero sin que ella se percate, luego se sienta a su lado sin poder contener el llanto; esa escena es uno de los momentos más emotivos y desoladores de la película, junto al plano general del final, que alumbra a la distancia con heroica serenidad los misterios de la existencia humana, del fluir inagotable de la vida, la belleza de cada instante compartido.
No era solo un perrito La tercera entrega de una de las mejores sagas de acción de los últimos tiempos –al nivel de Misión Imposible o, en menor medida, dada la disparidad de algunas entregas, de Rápidos y furiosos– continúa expandiendo ese universo tan particular habitado por una sociedad universal de asesinos con sus reglas y códigos de convivencia. Como sucede en Misión Imposible, acá el movimiento también es el protagonista, y siguiendo la línea de Rápidos y furiosos, Stahelski se ocupa de que cada película nos ofrezca un poco más de lo que esperamos encontrar. En este caso: más fantasía, más estilización, más violencia y una acción maximizada a la enésima potencia. Los primeros minutos de la película nos ponen en contexto: la organización de sicarios a la que pertenecía John Wick ofrece una recompensa de 14 millones de dólares por su cabeza, y el ahora excomunicado hitman debe luchar por su vida. Esto implica matar a todos los asesinos existentes alrededor del globo dispuestos a eliminarlo del mapa cueste lo que cueste. Parabellum es un show de sicarios reventándose unos a otros, pero la acción no se reduce a un mero frenesí de cuerpos cayendo como moscas delante de nuestros ojos sin otro sentido que la acumulación gratuita. Stahelski construye cuidadosamente su ballet demencial: los cuerpos danzan y se mueven por el espacio aprovechando cada una de las piezas dispuestas sobre el escenario de turno, donde un libro o un caballo, en manos de Wick, pueden convertirse en armas letales. Asistimos a un desfile secuencias frescas y originales, con salidas impensadas como el repentino cambio de tiempo, espacio y género en una misma secuencia en la que Wick parece haberse teletransportado al set de un western para luego atravesarlo en una inesperada y grandiosa persecución a caballo. El director, que antes de su debut detrás de cámara trabajó como coreógrafo de artes marciales y doble de acción, sabe muy bien lo que hace y no le teme al ridículo. El resultado es una película igual de salvaje que sus protagonistas con secuencias delirantes y absolutamente brillantes que incluyen una cantidad absurda de cuchilladas y un final a puro juego, disparos, patada, piña, y comedia. Sí, Parabellum es una gran película de acción y también una gran comedia. La imagen de Buster Keaton en una pantalla gigante en Times Square durante el comienzo de película, y el tono lúdico que predomina de principio a fin, nos invitan a formar parte de un juego casi abstracto de poco más de dos horas con una puesta en escena de una elegancia ejemplar. Aquí, al igual que en el cine de Keaton, el entorno es un protagonista a la par de los personajes, y Keanu Reeves se mantiene en movimiento constante: corre, monta un caballo, atraviesa un desierto, se sube a una moto o pelea mientras crea comedia a partir del esfuerzo físico en esta sinfonía perfectamente orquestada por Stahelski, y obtiene resultados tan graciosos como improbables. Como la consolidación de Keanu Reeves como héroe de acción.
Corazón de campeón La saga boxística que nos emociona desde hace más de cuatro décadas continúa haciéndolo con el mismo pulso que en 1976. Mientras todos envejecemos, Rocky Balboa y sus películas parecen habitar un tiempo y espacio paralelo donde permanecen eternamente jóvenes y con la misma vigencia que hace cuarenta y tres años. El tiempo pasa, pero la saga aún tiene esa capacidad increíble de deslumbrarnos con su singularidad, y Creed II no es la excepción. En lugar de presentar a su protagonista, Adonis Creed, la secuencia inicial de la película nos transporta a Ucrania para introducir a su rival, Viktor Drago, hijo de Iván Drago. El chico es una mole, criado y entrenado por su padre con sed de venganza, una verdadera máquina de matar que lo enfrentará a Adonis, con toda la carga emocional que supone ese combate para todos los personajes. Otra rareza de la secuela de Creed es la esperada secuencia de entrenamiento, esta vez en medio del desierto, que parece provenir más de una saga como Mad Max que de Rocky. Adonis tendrá que adentrarse en el infierno para poder hacerle frente a Viktor, que lo supera en estatura, fuerza, y brutalidad. El hijo de Apollo renace, otra vez bajo el ala de Rocky, no solo como un boxeador más feroz, si no como un mejor hombre. Porque el incansable Rocky siempre nos recuerda por qué peleamos y que las luchas son siempre internas, con nuestros propios fantasmas. Con las emociones a flor de piel, Creed II se entrega por completo al melodrama familiar, y a diferencia de su antecesora, es una película mucho más reposada, más interesada en las vicisitudes familiares que en el despliegue de las secuencias de boxeo, porque entiende que los vínculos afectivos son el verdadero motor de cualquier batalla dentro y fuera del ring. El guion escrito por Stallone garantiza la solidez y el clasicismo de una película que, como las anteriores, se divide en un puñado de bloques narrativos que Steven Caple Jr. encastra como si jugara de memoria a los rastis. En Creed II no hay lugar para sorpresas. Con una presencia mucho más notoria de la fórmula del subgénero que su predecesora, a la secuela de Creed se le ven todos y cada uno de los hilos, pero no trata de disimularlos, al contrario, los utiliza a su favor: cada escena va directo al grano, sin vueltas narrativas ni grandes movimientos de cámara. Todas las piezas están dispuestas para que el espectador sepa lo que va a pasar de principio a fin, pero aunque sepamos exactamente qué sucederá en cada escena, Capel Jr. logra, a través de la simple pero cuidadosa puesta en escena, una película de una gran eficacia, que camina con la misma perseverancia y aplomo que su protagonista hacia su próximo desafío. Y los supera uno tras otro. Basta con prestar atención a los mínimos detalles que conforman el alma de la película y de sus personajes, como cuando Rocky llega a su restaurante y descubre que Iván Drago lo espera en una de las mesas, pero elige no sentarse en ninguna de las sillas libres que la rodean en un gesto de una nobleza implacable: su integridad no le permite sentarse a la mesa con el villano que en Rocky IV mató a su más querido amigo en pleno combate sin remordimientos. El plano que cierra el combate final, con un Rocky que da un paso al costado, habiendo saldado cuentas con su pasado, y se sienta a descansar a un lado del ring, funciona como una suerte de clausura de una etapa, el cierre perfecto de una valiosísima obra que traspasa los límites del cine y que ha creado para la posteridad. Su legado.
Labios de churrasco Sería acertado decir que estamos ante la primera película industrial de Luis Ortega, pero esta afirmación solo podría ser válida en términos de producción: elenco de actores reconocidos (con excepción del debutante Lorenzo Ferro, todo un hallazgo cinematográfico), diseño de arte y de producción setentoso, y una ecléctica banda sonora que incluye temas que van de Palito Ortega y los blues de Pappo hasta Piazzolla y Billy Bond. Curiosamente, a pesar de contar con otro tipo de producción, y con la intención de llegar a un público más amplio, se trata de la película más libre y experimental de Ortega hasta el momento. El director de Monobloc, Los santos sucios y Verano maldito, entre otras, vuelve a retratar a un alma libre perturbada que le gusta coquetear con el peligro, y esta vez se basa –muy libremente– en la vida de Carlos Robledo Puch, el principal asesino serial de la historia de nuestro país, que con solo veinte años fue condenado a cadena perpetua, que sigue cumpliendo en Sierra Chica, por once asesinatos, tentativa de violación y varios robos, entre otros delitos. Ortega utiliza la historia real como punto de partida para luego encontrar su propio camino y, al igual que su protagonista, lanzarse a lo inesperado, a la aventura, dar rienda suelta a sus instintos. Aparecen los climas enrarecidos (la relación entre la familia de Ramón y Carlitos, el bar donde se encuentran con Federica, el coleccionista de arte, el plato de milanesas con puré iluminado como si se tratara de una publicidad), las escenas oníricas (el plano secuencia del himno en el piano, el maravilloso momento en el que Carlitos le dispara a un viejito al que le entraron a robar y este continúa caminando como si nada mientras la cámara y los ladrones lo siguen por toda la casa), y el juego que se convierte en el núcleo de la película al ritmo de “El extraño de pelo largo”, con el glorioso baile de Carlitos que da comienzo y cierre a la historia. Y podría seguir enumerando grandes momentos, como el videoclip en blanco y negro en el que Ramón canta “Corazón contento” mientras Carlitos se imagina a su lado y luego lo vemos en el set de televisión, o el –ya a esta altura– famoso huevo de Fanego. El resultado es una comedia lyncheana que se dispone a narrar una suerte de coming of age desquiciado, y que descarta por completo el biopic de asesino serial que profundiza en su psicología y en la brutalidad de sus crímenes. Ahí reside lo verdaderamente inquietante de la película, en el misterio de la conducta de Carlitos, un adolescente que vive en modo anarquía, buscando constantemente su propio límite, y El Ángel se cuenta desde su mente, donde todo es posible y no existe diferencia entre el bien y el mal, ni un segundo para detenerse y tomar conciencia de lo hecho. La vida es puro presente para Carlitos, que hace lo que se le da la gana cuando se le da la gana sin el menor remordimiento. Es un personaje tan ingenuo como perturbador, pero que por más carisma y andar jamesdeaneano que tenga nunca genera empatía con el espectador –ningún personaje lo consigue–. Carlitos está más allá de la empatía o del desagrado y, como los personajes de Lynch, habita en una especie de limbo narrativo, un mundo propio retorcido, con otras reglas, imposibles de aplicar en un mundo regido por la lógica. Como Corazón salvaje, El Ángel es una suerte de road movie desquiciada y, como la película de Lynch, también es una suerte de pesadilla erótica protagonizada por un catálogo de monstruos dentro de una atmósfera onírica e inquietante que funciona como un viaje psicodélico directo a la mente del personaje principal. El trabajo de Lorenzo Ferro es glorioso. Logra traspasar al Carlos Robledo Puch de la vida real y se convierte en otro personaje, uno bigger than life, un extraño de pelo largo nacido y criado para brillar en la pantalla grande.
La extinción de las ideas Los reptiles prehistóricos revividos por el hombre que habitan la Isla Nublar están en peligro. Un volcán en erupción puede volver a extinguirlos para siempre, pero la misión de esta nueva entrega es rescatarlos, o al menos eso es lo que el asistente de Lockwood, antiguo socio de Hammond, le dice a Claire, ahora convertida en una activista que defiende la salvación de los dinosaurios, para convencerla de sumarse a la expedición, que como fácilmente se adivina tiene más que ver con la preservación del dinero que con la de los animales. Tal como sucede en la trama de la película, con Colin Trevorrow nuevamente a cargo del guion, pero con A. J. Bayona como director, las cosas no salen tan bien como se esperaba ni mucho menos. La película apela al carisma de Chris Pratt y a la nostalgia casi como único recurso: las brevísimas pero más que bienvenidas apariciones de Jeff Goldblum, el bastón de Hammond con el mosquito fosilizado dentro de la piedra preciosa y apenas unos acordes muy tenues del legendario tema compuesto por John Williams. Pero como esto ya no alcanza, agregan un par de personajes secundarios que no hacen más que rellenar tiempo y espacio, al igual que los villanos, que simplemente están ahí para cumplir el rol que manda el guion pero que podrían ser otros, da igual. Con un factor humano casi nulo, porque además nunca se siente a los protagonistas en verdadero peligro. La emoción que genera la quinta película de la franquicia jurásica –o la secuela de esta reciente trilogía– viene por el lado animal: cada escena que tiene a Blue (el velociraptor criado por el personaje de Pratt) como protagonista recobra la potencia que había en la secuencia inicial. En esos momentos, la película recupera la energía y el espíritu juguetón de la franquicia. Lo mismo sucede cuando Maisie, la nieta de Lockwood, es perseguida por el Indoraptor: el relato se vuelve mucho más cinematográfico, oscuro y fantasmal a través del uso de las sombras como en el expresionismo alemán. El resultado es una película despareja, en piloto automático, con momentos fascinantes y otros en los que el dilema moral, más presente que nunca antes en toda la franquicia gracias al español Bayona, se apodera de todo y la naturaleza cinematográfica no puede abrirse camino esta vez. Si bien no deja de ser efectiva, por primera vez en sus veinticinco años la saga pierde la precisión que tenía. Las escenas se sienten gastadas, repetidas, con un trazo cada vez más grueso, visual y sonoramente gigantes, cada vez más aturdidoras, pero sin el encanto, la sorpresa y el interés que generaban las películas anteriores.
Pesadilla antes de Navidad La vuelta de la dupla Ferrell-Wahlberg siempre es garantía de efectividad. Incluso si el resultado no resulta una obra maestra de la comedia, sigue siendo mejor que varios de los estrenos que llegan a nuestra cartelera. Guerra de papás 2 parece una película diseñada exclusivamente para el lucimiento de un Mel Gibson desatado, que llega para romper el equilibrio que tanto les había costado conseguir en Guerra de papás a Ruty, macho alfa y padre biológico de dos niños junto a Sara (Linda Cardelini), y a Brad, el padrastro buenazo y políticamente correcto interpretado por Will Ferrell. El problema es la poca imaginación de la secuela a la hora de explotar las posibilidades humorísticas de semejantes comediantes. La película no se anima a ir más allá de las limitaciones del género de comedia navideña multitarget y apuesta a lo seguro, alejándose de la anarquía y de la catarata de chistes de todo tipo que contenía la primera. No hay nada de malo en eso, pero tampoco nada demasiado bueno. La fórmula, que había funcionado tan bien hace dos años, se resiente: los momentos emotivos que resultaban genuinos ahora se sienten forzados –el cariño exacerbado entre Brad y su padre, la escena del stand up que saca ciertas verdades a la luz–, algunos chistes se ven venir a kilómetros, y otros se reiteran sin éxito ninguna de las veces, como el de la nueva novia de Rusty –interpretada por Alejandra Ambrosio, en un personaje que no tiene ninguna relevancia dramática–, que supuestamente escribe comentarios negativos sobre los integrantes de la familia en una suerte de libreta-diario íntimo. La química entre Ferrell y Wahlberg sigue intacta, aunque desperdiciada –bastante limitados, quizás, por el formato navideño- y lo que podía ser puro descontrol, sobre todo con la presencia de Mel Gibson, capaz de generar carcajadas con su sola presencia en pantalla, se diluye en un control menos eficiente del timing (que Anders había manejado con éxito en Guerra de papás). Aún con sus falencias, y gracias a sus protagonistas, Guerra de papás 2 se las ingenia para salir a flote con algunas escenas maravillosas como la de la niña que caza pavos con el abuelo Mel, o la secuencia final con ecos de un espíritu sandlereano de los noventa.
Boyhood Ganadora de la Competencia Internacional del Bafici pasado, la opera prima del español Adrián Orr reencuentra a la familia que protagonizó su cortometraje Buenos días resistencia en 2013, donde retrataba las dificultades de un padre soltero a la hora de despertar a sus hijos para ir al colegio y comenzar el día. El padre en cuestión es David, un treintañero desempleado alla Apatow que fuma porro con su novia y convive con su hermana y su abuela en dos pisos adyacentes. Su vida se divide entre la crianza de sus tres hijos, Oro, Mía y Luna, y su vocación por el rap. Como una suerte de continuación del cortometraje mencionado, la película introduce a esta familia singular con un maravilloso plano secuencia de David llegando a la casa y despertando a los niños que, entre bostezos y berrinches, se visten para desayunar e ir al colegio. Esta secuencia inicial funciona como toda una declaración de principios por la fuerte carga de verdad que se desprende de las imágenes y por la decisión de Orr de no panear cuando Oro, el mayor de los hermanos, se saca el pijama. El plano se mantiene en él hasta que se desnuda por completo y se cambia, algo tan habitual y rutinario en la vida, pero tan difícil, si no casi imposible, de ver en la pantalla grande hoy en día. La cámara sigue a los personajes como un miembro más de la familia registrando con una naturalidad asombrosa la intimidad de la relación entre el padre y los niños. El director madrilense acierta al esquivar el relato dramático sobre una familia disfuncional y privilegia la sensación de refugio y de luminosidad sin caer en la tentación de hacer una crítica social sobre la crisis económica española. A medida que avanza el metraje, entre peleas, juegos y batallas de rap, descubrimos que a Orr le interesa menos el desarrollo de un arco dramático que la observación exhaustiva del tiempo y de los vínculos familiares. No sabemos absolutamente nada de la madre de los chicos, pero no importa. Tampoco importa entender de primera que la hermana de David es la hermana y no la novia o lo que fuera porque lo único relevante es ese presente infinito en el que transcurre la película, esa complicidad diaria estremecedoramente auténtica capaz de ofrecer un momento tan maravilloso como el de Oro rapeando bajo la ducha. Esa honestidad que se hace visible plano a plano bajo la aparente sencillez de un relato extremadamente minimalista revela el amor y el respeto del director hacia sus criaturas, y se desnuda sin ninguna otra pretensión que ser lo que es, una pequeña gran película. Una sumamente valiosa.
Lo que parecía la oportunidad perfecta para que Sofía Coppola pusiera un pie fuera de su zona de confort y dejara la amabilidad de lado para zambullirse en el lado oscuro y perverso que le ofrecía una remake de The Beguiled, película sobre el poder, la pasión y el deseo con un Clint Eastwood perturbador de principio a fin, resultó una película anémica y sorprendentemente despojada de toda la controversia, la perversión y el interés de la versión de 1971. El problema –al menos el más notorio– de El seductor se adivina ya en el comienzo, cuando se presenta a la niña recogiendo hongos en el bosque que encuentra al soldado herido y lo lleva a una escuela de mujeres donde lo curarán y mantendrán oculto hasta decidir qué hacer con él, si entregarlo o permitirle quedarse con ellas. El movimiento de cámara que abre la película y nos sitúa en medio de ese bosque humeante no es fluido y resulta bastante molesto. A esto le siguen algunos planos groseramente desempatados fotográficamente con respecto al siguiente, algo que llama la atención en una directora siempre tan cuidadosa con los detalles en la construcción de los planos. Pero sacando los aspectos técnicos y formales que se le puedan reprochar a la película, hay algo que llama todavía más la atención en su cine desde hace varios años: la falta de vitalidad de sus personajes. Después de la maravillosa Perdidos en Tokio, Sofia Coppola fue volcándose progresivamente hacia seres cada vez más fríos y apáticos, como los de Adoro la fama y ahora de El seductor, donde directamente no hay un solo personaje dotado de un costado mínimamente oscuro o al menos lo suficientemente relevante como para que nos interese algo de lo que le pasa. Así se acumulan secuencias repetitivas –con varios planos calcados de la versión anterior, pero vacíos de contenido– sin ningún agregado o variación que ayude con el avance del relato, que parece despojado de cualquier tipo de perversión que pudiera darle algo de espesor a la trama. A esto se suma la falta de robustez de los personajes y la puesta en escena carente de ideas estéticas y narrativas que opta por detenerse sobre la recargada vestimenta de las mujeres y el decorado de la casa, pero sin el encanto de María Antonieta. Tampoco se aprovecha la posibilidad trabajar el clima de opresión que ofrecen la casa y el encierro del soldado. El clima inquietante y sugerente del film de Siegel nunca se hace presente, ni siquiera en la escena que desata el acontecimiento que cambia el curso de la trama, donde no hay intención de crear tensión ni suspenso. El seductor tenía todo para permitirle a Sofía Coppola redescubrir su universo personal desde un lugar nuevo, más oscuro y menos cómodo, pero en cambio resultó ser un paso más hacia la vacuidad en su cine.
La secuencia de títulos que abre El futuro que viene es sin dudas una de las escenas más hermosas del cine argentino en mucho tiempo. Dos nenas maquilladas y vestidas con ropa de la mamá de una de ellas realizan una coreografía en medio de un amplio living vacío al ritmo de Confetti’s. Corren los últimos años ochenta y Romina y Florencia atraviesan sus primeros años de secundario entre pasos de baile, cassettes y telenovelas. En su debut como directora, Constanza Novick sigue de cerca esta amistad a prueba de todo y elige contar la historia cronológicamente en tres etapas: primero la infancia ochentosa, luego la adolescencia –a comienzos de los 00’- y por último la adultez de las protagonistas en el presente. El relato exhibe un delicado equilibrio en la construcción de sus personajes, que al mantener una relación tan cercana, más familiar que amistosa, dejan constantemente expuestas sus facetas más desagradables, pero incluso cuando se muestran así siguen generando una enorme empatía. La trama avanza con un cierto aire de ligereza que sobrevuela cada escena, pero que la película viaje liviano no significa que carezca de complejidad. El futuro que viene no aborda únicamente la amistad femenina, sino que va un poco más allá y también se adentra en los vínculos de pareja y entre madres e hijas. Detrás de la aparente sencillez de la puesta se esconde una sutileza pocas veces tan lograda y seductora, al igual que las entrañables criaturas que habitan la pantalla: adolescentes y adultos que viven, aciertan y se equivocan, pelean, desaparecen sin avisar y se reencuentran, cervezas mediante, para confesarse de manera brutalmente honesta. “Si alguien me hubiese dicho de verdad cómo era, no la tenía”, le dice Romina a su amiga, refiriéndose a sus primeros meses de maternidad. Ese diálogo captura la esencia de una película que impone en todo momento su verdad, por más incómoda que sea. Una película especial, entre otras cosas, porque nunca termina de volcarse a la comedia, ni al drama, ni al coming of age: es todo eso junto. Un reencuentro jocoso entre amigas puede tornarse tenso e incómodo para luego volver a dejarnos una sensación plena porque, como ocurre en la vida real, el futuro que viene es incierto, pero algo es seguro: nuestros cuerpos y vínculos con otros podrán deteriorarse, pero el cine estará ahí siempre, como esa amiga incondicional en la película de Constanza Novick.
Una chica regresa sola a casa de noche. El cine de Anahí Berneri ha transitado por diferentes temáticas que van desde el amor y la maternidad hasta el submundo del sadomasoquismo gay. En Alanis, su quinto largometraje, aborda la prostitución, pero como sucede con los universos explorados en sus anteriores películas, este acercamiento no se lleva a cabo de forma convencional, sino que exhibe todas las aristas de su complejidad. La directora de Un año sin amor, Encarnación, Por tu culpa y Aire libre relata tres días en la vida de María Espósito, una madre soltera de veinticinco años oriunda de Cipolletti que utiliza el nombre de fantasía que le da título a la película para prostituirse en un departamento, donde vive con su hijo Dante, de un año y medio, y su amiga y colega, Gisela. Ya desde el inicio, Anahí Berneri deja en claro que, al igual que en el comienzo de Por tu culpa o Encarnación –una empezaba con un primerísimo primer plano de un herpes en la boca de su protagonista y la otra con un plano cerrado de unas manos con lunares–, sus películas no son sobre temáticas, sino sobre personas. Más específicamente, sobre personas reales, criaturas imperfectas que lucen sus cuerpos, auténticos, naturales, frente a cámara. Y Alanis no es la excepción: desde el vamos, la protagonista interpretada por Sofía Gala Castiglione pone el cuerpo frente a cámara en una escena que la muestra desnuda, llena de moretones y sin maquillaje limpiando el baño donde después se ducha, y luego ordenando el cuarto, antes de que le traigan a su hijo, al que le da la teta recostada en la cama hacia el final de la escena. La carga de verdad que imprimen las imágenes y el grado de intimidad logrado para registrar el vínculo entre madre e hijo constituyen otro de los tantos méritos de la película. Sofía Gala construye a su personaje a partir de gestos precisos y su magnífica actuación no es la muestra de un virtuosismo aislado, sino la suma de un potencial actoral que viene exhibiendo desde hace años en la pantalla, incluso restándole protagonismo a Viggo Mortensen en Todos tenemos un plan con su gran fotogenia. Berneri trabaja con planos en los que siempre deja afuera del encuadre alguna parte del cuerpo, ya sea cortándole parte de la cabeza al personaje o utilizando un solo elemento para componer, narrar y generar tensión, como en la incomodísima escena de sexo en un telo sostenida exclusivamente con un primer plano del rostro de Sofía Gala. Así como la película evade constantemente las formas tradicionales para componer la puesta en escena o colocar la cámara, también encuentra la manera de esquivar el lugar común (y cómodo) a través del cual se suele abordar la prostitución: la trata de mujeres. Aquí la protagonista no se prostituye a través de una tratante que la trajo desde Cipolletti (al comienzo, la policía se lleva detenida a Gisela acusada de tratante, y luego queda claro que no lo es), ni es una madre soltera desesperada que se prostituye por su hijo. María tiene algunas –pocas, quizás–libertades de elección, de trabajo, pero elige trabajar de prostituta, y la película elige no victimizarla ni caer en golpes bajos o giros dramáticos innecesarios. El barrio de Once y sus alrededores encarnan la sordidez del universo donde se mueve el personaje, ámbito también frecuentado por Martín, el protagonista de La noche, ópera prima de Edgardo Castro que, como en Alanis, nunca cae en la tentación de ceder ante el canon publicitario de belleza, mostrando en el inicio a su protagonista calentándose con un chico de provincia que tenía el pecho quemado de polenta. Pero esa actitud punk de escupirle en la cara a los ideales sociales preestablecidos no es lo único que comparten la quinta película de Berneri y la primera de Castro. Ambas esbozan un retrato emocional humano y honesto, con una mirada amorosa que no prejuzga a sobre sus personajes. La sordidez seguirá presente en la vida de Alanis, pero también la ternura, por eso, al igual que La noche, la película se permite uno de los finales más luminosos que se recuerden en el cine argentino.