El glamour que se niega a morir
Anunciada como la peor película de James Bond, Spectre tiene algunos detalles sustanciosos en lo cinematográfico que se hacen notar desde el primer minuto. Es que la dirección de Sam Mendes (Belleza americana) no podrá doblegar a un guión esencialmente ampuloso, pero el oficio, en definitiva, de algo sirve. Con un guiño grande como la pantalla del DOT a Sed de mal, el clásico de Orson Welles, la película arranca durante la celebración del día de los muertos en Ciudad de México; un largo travelling atraviesa a la multitud hasta posarse en Daniel Craig (el último Bond, muy posiblemente, en su última encarnación), oculto en una máscara de calavera, sombrero ladeado y con una chica enganchada del brazo. La cámara se le pega en la espalda, una esquelética vértebra, y lo acompaña por varios metros. Sexy, llena de suspense, la escena parece el anticipo de algo formidable. Pero no.
La mayor dificultad de Spectre es la cantidad de material que en un serial televisivo, por ejemplo, funcionaría a la perfección, pero montada en un film, aun uno de 148 minutos, lo ancla al fondo cual Titanic. En memoria de su desaparecida M, Bond desobedece al nuevo superior (Ralph Fiennes) y sale a la caza de una organización criminal llamada (claro) Spectre. Los villanos vienen calibrados como patovicas (Dave Bautista) o con una sonrisa pegada con Poxipol (Christoph Waltz, ¿quién otro?), y el campo de operaciones se complica con la llegada del perverso C (el irlandés Andrew Scott, de Sherlock), que toma la jefatura del MI6 con intenciones de desarmarlo. En la telaraña, un culebrón ultraviolento, se destaca la fotografía de Hoyte van Hoytema: en los relieves de los Alpes, Roma y Marruecos, en las curvas de la inoxidable Monica Bellucci, Naomie Harris o Léa Seydoux. O en el propio Craig, nuevamente de espaldas, viendo un atardecer de Londres por la ventana, copa en mano, reflexionando, quizá, si vale la pena reincidir en el papel.